sábado, 27 de noviembre de 2010

Santiago Rusiñol-La isla mística.

Cuando, al despertar por la mañana, abrimos los postigos para ver la luz del día, se presenta Notre Dame detrás de los cristales como un saludo a los ojos.

¡De allí no ha de moverse la augusta silueta! ¡Allí hemos de ver a todas horas a la hermosa, a la espléndida catedral! Allí la contemplamos como fondo a nuestra vida de isla, como plácida sombra, y aún sentimos el amparo de su mole, cuando la luz se apaga y muere el día tan casto y tan hermoso, en estos días del empedernido invierno!

Al levantarnos, para ella es el primer saludo que enviamos. Envuelta todavía en un sudario de niebla, vaga y vaporosa como un reflejo de ella misma, sin contornos y sin relieves, la entrevemos como nacida del Sena, la miramos dibujarse lentamente, surgir el Ábside, desabrigarse su flecha, estirar las dos torres hacia el cielo cual dos brazos desesperándose a la luz de la mañana y echar de sus espaldas la neblina. Libre de ella, cuando se aleja arrastrándose por la corriente del río, vemos crecer sus encantos y dibujarse sus secretos, detallarse sus bordados y volverse joya cincelada; en su ábside sus largas pieras de crustáceo apoyadas en el suelo, en sus espaldas sus cresterías pizarrosas, en sus monatntes sus siluetas de vírgenes y santos cobuijados en sus íntimas capillas, dragones y grifos y animales fantásticos, agarrados en sus costados macizos, figuras solitarias sobre el cielo, frágiles ojivas y ventanales esbeltos, todo liado en haz de perfecto conjunto en sinfonía de líneas.

En pleno mediodía, vemos el sol de invierno posarse sobre ella en pobres rayos enfermos y marcar, en sus relieves, esos azules sin color y esos vioeltas sin fuerza, que más pintan que iluminan; vemos tornarla ultramar y recibir las llaradas de fuego del sol que va al ocaso en los vidrios de sus larguiruchas ventanas, y la vemos por la noche tan cerca de las estrellas, que algunas parecen luces de plata encendidas en sus mismos campanarios.

No sé si tendrán alma los edificios, pero de que éste la tiene estoy seguro. Tiene un alma grande y triste como un nocturno, un alma misteriosa y gris como su misma pátina, el alma del roce de tantas almas como han orado en sus pliegues y la de tantos artistas que la han dejado en sus piedras. Su color, que es de luto, inspira encanto y temor de cosa grande, recibe el aire cual pobre convaleciente, sin que el oro de la luz pinte ja´mpas de rosa y ocre ese cuerpo de tétricas y perfectas proporciones; le sisnta mejor la melancólica sombra de las nubes y la niebla que los rayos de sol y los azules de cielo, y en su paz parecen pintarse alegrías y dolores como en cuerpo sensible, lágrimas con la lluvioa, temblores al contacto de los blancos copos de nieve, crujimiento de huesos con el frío de las grandes heladas de invierno.

¡Qué gran cosa tener la joya de un alma así, donde mirar, cuando la suerte depara tantas líneas antipáticas como fondos de ventanas de la vida! Salir a respirar el aire y recibirlo impregnado de la santa poesía que ha recogido en el camino! Soltar la mirada a la luz, sin temor de que se nos vuelva cansada de lo que ha visto y nos cuente las mil fealdades que el hombre acumula sobre la tierra! ¡Tener Notre Dame delante!




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