domingo, 26 de diciembre de 2010

Artemio de Valle Arizpe-Calle vieja-calle nueva.

Todo lo que aquí se dice, está tomado del blog:

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Artemio de Valle Arizpe fue uno de los más grandes cronistas de la historia de México. Gracias a él no se perdieron para siempre muchas historias sobre el Virreinato, una de las etapas más oscuras y menospreciadas de nuestro pasado. Don Artemio vivió en un país que transitó del esplendor porfirista al esplendor priísta y como tal le tocó sufrir y gozar de los cambios que tuvo México entre esas dos épocas.
Además de escribir sobre la Colonia, don Artemio también escribió sobre su propio pasado. Una de sus mejores crónicas le rinde homenaje a uno de los platillos más humildes y más deliciosos de nuestra cocina: las tortas. ¡Que lo disfruten!

Las tortas de Armando.

Pues bien, para mí -para mí y para muchos, para una infinidad-, ese callejón no era sino la tortería de Armando. “Las tortas del Espíritu Santo”, se les decía a las que con tanta habilidad y sabrosura confeccionaba Armando Martínez; después se dijo, ya que tuvieron fama, sólo “tortas de Armando”. En un zaguán viejo y achaparrado estaba instalada la tiendecilla; no ocupaba todo el zaguán, no, sino que éste, con un tabique de madera sin alisar, hallábase dividido a la mitad: una se destinaba al pequeño establecimiento, la otra era la entrada al antiguo caserón, que se cerraba con una recia puerta con clavos cabezones. El caserón a que aludo, ya reconstruido, hoy ostenta el número 38.
Era un placer grande el comer estas tortas magníficas, pero el gusto comenzaba desde ver a Armando prepararlas con habilidosa velocidad. Partía a lo largo un pan francés -telera, le decimos-, y a las dos partes les quitaba la miga; clavaba los dedos en el extremo de una de sus tapas y con rapidez los movía, encogidos, a todo lo largo, y la miga se le iba subiendo sobre las dobladas falanges hasa que salí toda ella por la otra punta. Luego ejecutaba la misma operación en el segundo trozo; después, en la parte principal, extendia un lecho de fresca lechuga, picada menudamente; en seguida ponía rebanadas de lomo, o de queso de puerco, según lo pidiera el consumidor, o de jamón, o de sardinas, o bien de milanesa o de pollo, y sólo con estas últimas especies hacía un menudo picadillo con un tranchete filosísimo con el que parecía que se iba a llevar los dedos de la mano, con la punta de los cuales iba empujando a toda prisa bajo el filo los trozos de carne, en tanto que con la otra movia el cuchillo para desmenuzarla, con una velocidad increíble.
Con ese mismo cuchillo le sacaba tajadas a un aguacate, todas ellas del mismo grueso. Para esto se ponía la fruta en el hueco de la mano y con decisión le metía el cuchillo por una punta y al llegar al lado contrario lo inclinaba, con lo que el untuoso pedazo quedábase detenido en la ancha hoja, y luego hacía el movimiento contrario sobre el pan y las iba tendiendo sobre él con una inigualada maestría, hasta cubrir las porciones de pollo, milanesa o lo que fuere, y en seguida las tapaba con rajas de queso fresco de vaca, en el que andaba el tal cuchillo con un movimiento increíble de tan acelerado, que casi se perdía de vista. Esparcía pedacillos o bien de longaniza, o bien de oloroso chorizo, y entre ellos distribuía otros trocitos de chile chipocle; mojaba la tapa en el picante caldo en el cual se habían encurtido esos chiles y con una sola pasada dejábala bien untada con frijoles refritos y la ponía encima de aquel enciclopédico y estupendo promontorio, al que antes le esparció un menudo espolvoreo de sal; como final del manipuleo le daba un apretón para amalgamar sus variados componentes, y con una larga sonrisa ofrecía la torta al cliente, quien empezaba por comer todo lo que rebasó de sus bordes al ser comprimida por aquella mano suficiente.
También preparaba tostadas, que aderezaba igualmente con singular prontitud y esmero y que eran de precio inferior a las tortas magníficas. Estaba con Armando tras el minúsculo mostrador una viejecilla alta ella, enlutada y silenciosa, que ocupábase solamente en servir la riquísima chicha, y cuando no andaba en esa tarea insignificante, tenía las manos cruzadas sobre el vientre, viendo como en perpetuo arrobo la calle. “Juanita, una chicha”, decía Armando de tiempo en tiempo con voz tiplisonante, y en el acto la callada mujer servía el líquido amarillento y frío en un vaso de vidrio, y después de esta operación volvía a poner sus miradas vagas en la calle.
Cuando Armando estaba entregado a su tarea con gracia y experta destreza, nadie osaba proferir ni una sola palabra, o si acaso se hablaba era en voz baja, sin quitar los ojos ávidos de los acelerados y magistrales movimientos del cuchillo. Apenas se concluía la elaboración complicada de la torta, cuando ya andaba preparando otra con ligereza, y después otra y otra más, y todas ellas con esmero y prontitud indecibles. En la puerta se aglomeraba, saboreándose, el gentío, y sólo se escuchaba en aquel amplio silencio, como esotérico, la voz que decía: “Armando, una de lomo”, “Armando, una de jamón”, “Armando, tres de pollo para llevar”; “Armando, dos tostadas”; y así el pedir y el complacer era interminable.
Vivíamos varios estudiantes de leyes en la calle de Santa Catarina No. 3, y desde allá, al anochecer, después de haber estudiado toda la tarde -aclaro: toda la tarde en tiempo de exámenes-, la emprendíamos a pie hasta la lejana calle del Sapo, en donde tenía casa un querido y generoso condiscípulo a quien llamábamos el Campamocha – su nombre de pila es Mario Camargo, que ahora es gran abogado y rico propietario-, para que nos convidase con unas tortas, lo que siempre hacía lleno de gusto- Todo el camino hasta llegar el callejón del Espíritu Santo, hablábamos ya de derecho civil, ya de derecho constitucional o de romano, o de otras materias áridas de las que pronto nos íbamos a examinar ante rígidos jurados. Pedíamos las insuperables tortas, siempre de lomo, que eran las más baratas, costaban diez centavos, y muy pronto llenos de placer, las encomendábamos a los dientes, saboreándolas con inmenso gusto. Comíamos y callábamos como unos santos. Con el sabor detenido aún en nuestra boca, tornábamos a hacer la larga caminata, rumbo a nuestro albergue de Santa Catarina, y al ir caminando, por calles y calles seguíamos repasando lecciones de jurisprudencia que no aprendimos o no entendimos del todo, por lo que mutuamente nos aclarábamos puntos oscuros.
No sólo se asocia la tortería del Espíritu Santo con el amargo tiempo de exámenes, en el cual un padecer inenarrable, una tremenda zozobra nos envolvía, y nos punzaba un constante malestar, sino que el callejón ése está con delicia en el tiempo plácido y festivo en el cual no sólo vivíamos para golosinear y embromar; íbamos a menudo a ver a Armando, tan a menudo como nuestros bolsillos, siempre exhaustos, nos concedían esa magnífica licencia, y muchas veces ni la necesitábamos siquiera, puesto que el buen Armando nos fiaba para que le pagásemos a vuelta de buena fortuna, que era el fin de mes. Entrábamos en su tiendecilla y con mucho donaire y gala embaulábamos nuestras magníficas tortas de lomo; de pollo, sólo cuando estábamos ricos: costaban quince centavos. No había para nosotros en ese tiempo manjar más regalado que ése, que tenía el incomparable aderezo del hambre. En esos felices años el corazón estaba en el vientre, así éramos de gargantones y desaforados golosos. Nuestro bello ideal era comer a pasto y a tabla de patrón, como se dice en el gracioso Estebanillo González.
En mi recuerdo está la tierna gratitud para Armando Ramírez por los instantes que me dio, siendo yo estudiante, de felicidad pasajera, pero felicidad al cabo, con sus tortas suculentas, saboreadas siempre, entre la charla labiosa y cordial de mis excelentes compañeros de estudios, que hasta la fecha nos hemos mantenido henchidos de viva cordialidad, nuestras diferencias a lo largo de la vida únicamente han sido encimeras. Rememoramos a menudo con renovada delicia nuestros venturosos días pretéritos, y convenimos con parecer unánime, que el sabor de las tortas, que ahora se hacen, ya no es el mismo que tenían las de nuestra época, a pesar de tener los mismos componentes. ¡Ay, los años, los pícaros años”
De Calle vieja y Calle nueva, 1949)

viernes, 24 de diciembre de 2010

Federico Reyes Heroles-Corresponsables.

El amanecer mexicano a la democracia formal nos ha traído varias sorpresas. No todo se arregla con la alternancia. La falta de seriedad de los gobernantes es pareja, cruza a todos los partidos. Las vanidades y protagonismos son un virus que ataca a cualquiera. La corrupción no acepta exclusividades, se practica en todos los frentes. Los problemas centrales del país siguen allí. La alternancia ayuda a desplazar camarillas, vamos a que no se perpetúen en las sillas indefinidamente, pero camarillas aparecen en todas partes. La lista de malas noticias ha propiciado un desencanto.

Pero también hay un aspecto positivo. Los mexicanos del 2003 parecieran más realistas. En el horizonte ya no está la pócima mágica que cure todos nuestros males. Lentamente nos encaminamos a un catálogo de exigencias terrenales. Creemos menos en los santos y más en las debilidades generalizables y generalizadas de los mortales, con cualquier camiseta partidaria. Más que la venta de posturas ideológicas o morales sin sustento los mexicanos reclaman resultados. Sólo así se explica uno que López Obrador, que hasta hace poco era el “coco” de las clases medias capitalinas, hoy tenga su simpatía. Sólo así comprende uno que el PRI vaya a reconquistar Nuevo León, como lo ha hecho en otras latitudes. Los problemas de fondo empiezan a reaparecer en la agenda después de un período de ensoñación democrática. Uno de esos problemas es la actitud de los propios mexicanos frente a las leyes y frente a nosotros mismos. Cómo creer en los nuevos políticos si hacen exactamente lo mismo que criticaron en sus adversarios.

Los panistas se daban baños de pureza señalando el Pemex-gate hasta que apareció su asuntito de Amigos de Fox. Para no hablar de los negocios del Partido de la Sociedad Nacionalista o la posición familiar de los verdes y las medicinas. Las irregularidades en el financiamiento de las campañas ya se convirtieron en regularidades. Ahora, en el mejor estilo priísta, vemos al Presidente Fox inundar las pantallas de televisión y las transmisiones de radio promoviendo su gobierno con la clara intención de apoyar a su partido. Lo mismo de hace tres, seis o doce años. Somos demócratas, no tontos dijo uno de sus principales asesores como explicación de la campaña con recursos de presidencia. Son lo mismo dice el común de los ciudadanos y no le hace falta razón. Esa veta torcida de los mexicanos escapa a todas las leyes. Es esa veta torcida la que propicia desesperación, desesperanza.

En tan sólo cuatro días al gobierno en particular, pero en general al país le llovieron reclamos. Un grupo de inversionistas en Europa, el propio Grupo de los ocho y varios connotados empresarios de nuestro país señalaron, entre otros problemas, a la debilidad de nuestro estado de derecho como el gran obstáculo de largo plazo. Cada quien desde su óptica: la inseguridad, la carencia de garantías jurídicas, la economía informal, la corrupción, siguen allí instaladas. De poco sirve el juego partidario y el desplazamiento de camarillas si el pacto entre los mexicanos está podrido.

Solidarios decimos con gran orgullo, los mexicanos somos muy solidarios y siempre tendremos alguna anécdota tierna que contar, pero muy poco hablamos de nuestras actitudes cotidianas en las cuales los mexicanos atropellan a los mexicanos por sistema. El 54 por ciento de los mexicanos opina que no hay problemas de su comunidad que les interese resolver. El 51 por ciento opina que es difícil organizarse con otros y el 82 por ciento acepta nunca haber trabajado ni formal ni informalmente para resolver problemas de su comunidad. ¿Solidarios? (Ver Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas, SEGOB, ESTE PAIS núm. 137) El 85 por ciento admite no participar en ningún tipo de organización. A mí que me resuelvan los problemas, pareciera ser la actitud generalizada. Pero así no caminan las cosas. En un país moderno los ciudadanos de alta intensidad, parafraseando a Nexos, son una pieza central.

Si la capital, por sus niveles socioeconómicos y educativos, es la punta de lanza de la participación, en esto no nos va nada bien. Lo que más pasión desata en la capital es la actividad deportiva y aun así sólo el 17 por ciento de los ciudadanos pertenece a alguna organización. Las religiosas vienen en un caído segundo lugar con el 12 por ciento o sea que el 87 por ciento de los fervorosos capitalinos no participa más allá de los rituales. Las asociaciones profesionales abrazan a sólo el siete por ciento y los todopoderosos sindicatos lo mismo. A los partidos, por más que se les dan dineros públicos para que se organicen, sólo consiguen movilizar al cinco por ciento como miembros. Son un club bastante caro y exclusivo. En la cola vienen las asociaciones de asistencia social o sea que viva el Teletón y el espectáculo pero al día siguiente nos olvidamos de los otros. Y, finalmente, las ONGs con el dos por ciento (Este país, junio del 2003). Otros indicadores podrían ser aún más dramáticos como por ejemplo el número de horas entregadas a la sociedad. Las comparaciones son odiosas, pero en este expediente en particular salimos muy mal parados. Hay países, los nórdicos, donde el 85 por ciento de los ciudadanos pertenecen a cinco o más asociaciones de todo tipo. Falso que seamos solidarios, las cifras nos muestran como egoístas, muy egoístas.

El llamado asociacionismo es deseable no exclusivamente por razones éticas o filantrópicas. Nadie está para dar recetas de moral. El asociacionismo es deseable porque el llamado por los teóricos “buen gobierno”, aquel donde la corrupción es excepcional y las políticas públicas son altamente eficientes, sólo se alcanza con una ciudadanía exigente y organizada. Lo que Putnam y Fukuyama entre otros han llamado capital social, es una pieza clave de una sociedad moderna y democrática. La desorganización de la sociedad mexicana es parte de la explicación de nuestros fracasos. Somos corresponsables. En nuestro desencanto con la alternancia en todos sus niveles debemos ser justos con lo que la vida política puede darnos y lo que no. Revisar este expediente es imprescindible, pues de poco sirve una participación electoral crecientemente plural si no viene aparejada de una mayor exigencia y vigilancia social.

Todo esto porque estamos a unas horas de que entre en vigor la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información. Se trata de una pieza clave del “buen gobierno”, pero que sólo mostrará sus bondades si los ciudadanos la hacen suya y activan el mecanismo. Para una sociedad apática y poco comprometida nunca habrá fórmulas mágicas, ni la alternancia ni la transparencia. Veremos. Suerte a los consejeros y al Instituto.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Henry David Thoreau-Walden (2).

Conviene inspeccionar personalmente todos los pormenores; ser al mismo tiempo piloto y capitán propietario. Y asegurador, comprador y vendedor, llevar las cuentas, leer todas las cartas que se reciban y escribir y revisar cada una de las que se envían. vigilar, noche y día, la descarga de las mercancías, encontrarse casi simultáneamente en diversos puntos de la costa, ser su propìo telégrafo, avizorando sin cesar el horizonte y manteniendo contacto con todos los barcos que se dirijan a la costa; disponer los medios de rápido transporte, para el aprovisionamiento de un mercado tan vasto y lejano; estar siempre al tanto de la situación de la plaza y de las perspectivas generales de paz o de guerra, prever las tendencias del mercado y del curso del progreso -aprovechando los resultados de todas las expediciones exploradoras, las nuevas rutas y todos los adelantos de la navegación; estudiar los mapas, averiguar la posición de los arrecifes y de los nuevos faros o boyas, y rectificar siempre la tabla de logaritmos, pues por un error de cálculo la nave puede estrellarse contra la roca que debía ofrecerle protección; seguir la marcha de los acontecimientos universales paso a paso, estudiando la vida de los grandes descubridores, de los aventureros y mercaderes famosos; y, finalmente, hacer balance de existencias de cuando en cuando, para tener noción exacta de la situación. El trabajo es inmenso como para acaparar toda la actividad de un hombre, y exige una ilustración enciclopédica.

Pensé que el lago Walden sería un buen lugar de negocios, no sólo por el ferrocarril y el comercio de hielo, sino por ofrecer otras ventajas que no sería prudente divulgar. Me pareció una excelente base. No hay pantanos del Neva por rellenar, aunque en todas partes se tenga que construir sobre pilote, acarreados por uno mismo. Se ha dicho que una marea con viento del Oeste, y hielo en el Neva podría borrar a San Petesburgo de la faz de la tierra.

Henry David Thoreau-Walden (1).

...¡Qué placer anticiparse, no sólo a la salida del sol y al espectáculo de las aurora, sino también si fuera posible, al despertar de la misma naturaleza! ¡Cuántas mañanas, en invierno o verano, antes que ningún vecino se pusiera en movimiento para dar principio a sus tareas, ya hbaía puesto yo fin a las mías! A buen seguiro que se han cruzado conmigo, cuando volvía de mis quehaceres, muchos granjeros camino a Boston, al amanecer, o leñadores que se dirigían a su trabajo. Bien es verdad que jamás ayudé materialmente al sol en su salida, pero no era lo menos importante, sin duda, estar presente en ese instante.

Muchos fueron los días de otoño, y hasta de invierno, que pasé fuera de la ciudad, tratando de interpretar el rumor del viento. A punto estuve de perder mi menguado capital en la quimérica empresa de correr contra el viento. Si algo le hubiera ido en ello a cualquiera de los partidos políticos, mi caso habría alcanzado resonancias en sus gacetas. Otras veces, vigilaba desde el observatorio de un risco o de un árbol para comunicar la llegada de alguien; o bien en la cima de una colina, ya anochecido, esperaba que cayese algo del cielo, para apoderarme de ello; y la verdad es que nunca pude recoger gran cosa, y lo que conseguí, como el maná, se disolvía de nuevo a la luz del sol.

Fui por mucho tiempo reportero de un periódico de escasa circulación, cuyo director casi nunca consideraba mis artículos dignos de publicarse. Como sucede con frecuencia a los escritores, trabajé por amor al arte. Pero en este caso el arte llevaba en sí mismo la recompensa.

Ejercí muchos años el cargo, que me dí a mí mismo, de vigilante de tormentas de nieve o de lluvia, y cumplí fielmente mi deber. También fui inspector, ya que no de carreteras principales, de senderos y veredas de las que atraviesan parcelas de terreno, y mantenía las vías expeditas, con puentes sobre las barrancas transitables en toda época, allí donde las huellas humanas atestiguaran su utilidad.

Custodiaba el ganado arisco del pueblo, que da tantos quebraderos de cabeza al fiel pastor, saltando las cercas; registraba los escondrijos y rincones de la granja. Sin preocuparme de si en ese día trabajaban en la heredad Jonás o Salomón, lo cual me era indiferente. He regado la roja gayuba, la prumis pumila, el almez, el pino rojo, el fresno negro, la vid blanca, la violeta amarilla, que, de no haberlo hecho, se hubieran marchitado en las estaciones secas.

...Mi propósito, al ir al lago de Walden, no era el de vivir con poco ni mucho dinero, sino llevar a cabo algunas iniciativas personales con el mínimo posible de obstáculos. Si no lo logré, por carencia de sentido común, de espíritu emprendedor y de talento comercial, ello me pareció no tan lamentable como necio.

Ignacio Manuel Altamirano-Navidad en las montañas. (11).

La casa del alcalde era amplia, hermosa e indicaba el bienestar de su dueño. En el patio, rodeado de rústicos corredores, y plantado de castaños y nogales, se habían extendido numerosas esteras. Para los ancianos y enfermos se había reservado el lugar que estaba al abrigo del frío, y para los demás se había destinado la parte despejada del patio, en el centro del cual ardía una hermosa hoguera. Allí, la gente robusta de la montaña podía cenar alegremente, teniendo por toldo el bellísimo cielo de invierno, que ostentaba a la sazón, en su fondo oscuro y sereno, su ejército infinito de estrellas.

La casa estaba coquetamente decorada con el adorno propio del día. El heno colgaba de los árboles, entonces despojados de hojas; se enredaba en las columnas de madera de los corredores, formaba cortinas en las puertas, se tenía como alfombra en el patio y cubría casi enteramente las rústicas mesas. Parece que la poética imaginación popular lo escoge de preferencia en semejantes días para representar con él las últimas pompas de la vegetación. El heno representa la vejez del año, como las rocas representan su juventud.

El alcalde, honrado y buen anciano, padre de una numerosa familia, labrador acomodado del pueblo, presidía la cena, como un patriarca de los antiguos tiempos. Junto a él nos sentábamos nosotros, es decir, el cura, el maestro de escuela y yo.

La cena fue abundante y sana. Algunos pescados, algunos pavos, la tradicional ensalada de frutas, a las que da color el rojo betabel; algunos dulces, un pudín hecho con harina de trigo, de maíz y pasas, y todo acompañado con el famoso y blanco pan del pueblo, he ahí lo que constituyó ese banquete, tan variado en otras partes. Se repartió algún vino; los pastores tomaron una copa de aguardiente a la salud del alcalde y del cura, y a mí me obsequiaron con una botella de jerez seco, muy regular para aquellos rumbos.

Concluida que fue la cena, el maestro de escuela llamó por su nombre a uno de los niños, su alumno, y le indicó que recitara el romance de navidad que había aprendido ese año. El niño fua a tomar lugar en el centro de la concurrencia, y con gran despego y buena declamación recitó lo siguiente:

Repastaban sus ganados

a las espaldas de un monte

de la torre de Belén,

los soñolientos pastores.

Alrededor de los troncos

de unos encendidos robles,

que restallando los aires

daban claridad al bosque;

en los nudosos rediles

las ovejuelas se encogen,

la escarcha en la yerba helada

beben, pensando que comen.

No lejos, los lobos fieros,

con sus aullidos feroces,

desafían los mastines,

que adonde suenan responden,

cuando las oscuras nubes

de sol coronado rompe

un capitán celestial

de sus ejércitos nobles.

Atónitos se deriban

de sí mismos los pastores,

y por la lumbre las manos

sobre los ojos se ponen,

Los perros alzan las frentes

y las ovejuelas corren,

unas por otras turbadas

con balidos desconformes,

cuando el nuncio soberano

las plumas de oro descoge,

y enamorando los aires

les dice tales razones:

Gloria a Dios en las alturas,

paz en la tierra a los hombres;

Dios ha nacido en Belén

en esta dichosa noche.

Nació de una pura Virgen;

buscadle, pues sabéis donde,

que en sus brazos le hallaréis

envuelto en mantillas pobres.

Dijo, y las celestes aves,

en un aplauso conformes,

acompañando su vuelo

dieron al aire colores,

Los pastores convocando

con dulces y alegres sones

toda la tierra, derriban

palmas y laureles nobles,

Ramos en las manos llevan,

y coronados de flores,

por la nieve forman sendas

cantando alegres canciones.

Llegan al portal dichoso,

y aunque juntos la coronen

racimos de serafines,

quieren que laurel le adorne.

La pura y hermosa Virgen

hallan diciéndole amores

al Niño recién nacido

que Hombre y Dios tiene por nombre.

El santo viejo los lleva

adonde los pies le adoren,

que por las cortas mantillas

los mostraba el Niño entonces.

Todos lloran de placer,

pero ¿qué mucho que lloren

lágrimas de gloria y pena,

si llora el Sol por dos soles?

El Santo Niño los mira,

y para que se enamoren

se ríe en medio del llanto,

y ellos le ofrecen sus dones.

Alma: ofreced los vuestros;

y por que el Niño los tome,

sabed que se envuelve bien

en telas de corazones.

Todos aplaudieron al niño; el cura me preguntó:

-¿Conoce usted ese romance, capitán?

-Francamente, no; pero me agrada por su fluidez, por su corrección y por sus imágenes risueñas y deliciosas.

-Es del famoso Lope de Vega (Rimas sacras), capitán, Yo, desde hace tres años, he hecho que uno de los chicos de la escuela recite, después del banquete de esta noche, una de estas buenas composiciones poéticas españolas, en lugar de los malísimos versos que había costumbre de recitar y que se tomaban de los cuadernitos que imprimen en México y que vienen a vender por aquí los mercaderes ambulantes. Esos versillos solían ser, además de muy malos, obscenos, así como los misterios, o pastorelas que se representaban, más bien para poner en ridículo la escena evangélica que para honrarla en la fiesta que la recuerda. De este modo, los niños van enriqueciendo su memoria con buenas piezas, que se hacen después populares, y se ejercitan en la declamación, dirigidos por mi amigo y su maestro, que es muy hábil en ella.

-Señor -respondió el maestro de escuela dirigiéndose a mí- ya he dicho a usted que todo lo que sé lo debo al hermano cura; y ahora añadiré, porque es para mí muy grato recordarlo esta noche, que hoy hace justamente tres años ...

Permítame usted, hermano, que yo lo refiera; se lo ruego a usted -añadió contestando al cura que le pedía se callase- hoy hace tres años que iba yo a ser víctima del fanatismo religioso. Era yo un infeliz preceptor de un pueblo cercano, que habiendo recibido una educación imperfecta me dediqué, sin embargo, por necesidad, a la enseñanza primaria, recibiendo en cambio una mezquina retribución de doce pesos. Servía yo, además, de notario al cura y de secretario al alcalde, y trabajaba mucho. Pero en las horas de descanso procuraba yo ilustrar mi pobre espíritu con útiles lecturas que me proporcionaba encargando libros o adquiriéndolos de los viajeros que solían pasar, y que, mirando mi afición, me regalaban alguno que traían por casualidad. De este modo pasé catorce años; y como es natural, a fuerza de perseverancia llegué a reunir algunos conocimientos, que por imperfectos que fuesen me hicieron superior a los vecinos del lugar, que me escuchaban siempre con atención y a veces con simpatía y participando de mis opiniones. Entonces acertó a llegar de cura a este pueblo, sustituyendo al antiguo que había muerto, un clérigo codicioso y de carácter terrible. Comenzó a resucitar costumbres que iban olvidándose y a imponer gabelas que no existían; todo, por supuesto, invocando la religión. Trató desde luego de ponerme bajo su inspección; desaprobó mi método de enseñanza; me ordenó suspender las clases de lectura, escritura, geografía y gramática que había establecido, reduciéndome a enseñar sólo la doctrina, y acabó por querer asesorar también a la autoridad municipal en todos sus asuntos, pero en su propio interés, y tanto que, con motivo de las nuevas leyes dadas por el gobierno liberal, predicó la desobediencia y aun se puso de acuerdo con las partidas de rebeldes que por este rumbo aparecieron luchando contra la Constitución. Yo entonces creí conveniente advertir a la autoridad el peligro que había en escuchar las sugestiones del cura, y me manifesté opuesto a sujetarme a sus órdenes en cuanto a la enseñanza de mis niños. Por otra parte, como él inventaba fiestecitas y sacaba a luz nuevos santos con objeto de aprovecharse de los donativos que por diversos motivos adquiría además, pues no administraba los sacramentos sin recibir en cambio reses, semillas o dinero, yo, inspirado en un sentimiento de rectitud, me manifesté disgustado y hablé sobre ello a los vecinos. Pero el cura había trabajado con habilidad en la conciencia de esos infelices, y haciendo mérito de varias opiniones más opuestas al fanatismo y a la idolatría que reinaban de antemano allí, me presentó como un hereje, como un maldito de Dios y como un hombre abominable. Yo nada pude hacer para contrarrestar aquella hostilidad; las autoridades no me sostenían, subyugadas por el cura como lo estaban, y me resigné a los peligros que me traía mi independencia de carácter. No aguardé mucho tiempo. Al llegar la Nochebuena de hace tres años, el pueblo, embriagado y excitado por un sermón del cura, se dirigió a mi casa, me sacó de ella y me llevó a una barranca cercana a está población para matarme. ¡Figúrese usted la aflicción de mi mujer y de mis hijos! Pero el más grandecito de ellos, iluminado por una idea feliz, corrió a este pueblo, donde hacía poco había llegado el hermano cura aquí presente y que me había dado muestras de amistad las diversas veces que había ido a ver mi escuela. Mi hijo le avisó del peligro que yo corría, y no se necesitó más; vino a salvarme. En manos de aquellos furiosos caminaba yo maniatado, y ya había llegado a la barranca, con el corazón presa de una angustia espantosa, por mi familia; ya aquellos hombres, ebrios y engañados, se precipitaban a darme muerte por hereje y maldito, cuando se detuvieron llenos de un terror y de un respeto sólo comparables a su ferocidad. Iba a amanecer, y la indecisa luz de la madrugada alumbraba aquel cuadro de muerte, cuando de súbito se apareció en lo alto de una pequeña colina cercana un sacerdote; vestido de negro, que hacía señas y que se acercaba al grupo apresuradamente. Seguíanle este mismo señor alcalde, que entonces lo era también, y un gran grupo de vecinos. El hermano cura llegó, se encaró con mis verdugos y les preguntó por qué iban a matarme.

-Por hereje, señor cura -le respondieron-. Este hombre no cree en Dios, ni es cristiano, ni va a misa, ni respeta nuestros santos, y es enemigo del padrecito de nuestro pueblo y éste nos ha dicho que era bueno que lo matáramos, para quitarnos este diablo de la población que se está salando con su presencia.

Ya supondrá usted, capitán, lo que el hermano cura les diría. Su voz indignada, pero tranquila, resonaba en aquel momento como una voz del cielo. Les echó en cara su crimen; los humilló; los hizo temblar; los convenció, y los obligó a ponerse de rodillas para pedir perdón por su delito. Yo creo que temían que un rayo los redujera a cenizas. Se apresuraron a desatarme; me entregaron libre al cura, quien me abrazó llorando de emoción; vinieron a sup1icarme que los perdonara y en ese momento apareció mi infeliz mujer, jadeando de fatiga, gritando y mostrando en sus brazos a mi hijo más pequeño, implorando piedad para mí. Al verme libre; al ver a un cura, a quien reconoció desde luego, lo comprendió todo; corrió a mis brazos y, no pudiendo más, perdió el sentido. Aquella gente estaba atónita; el hermano cura, que había recibido en sus brazos a mi pequeña criatura, lloraba en silencio, y todo el mundo se había arrodillado. En ese momento salió el sol, y parecía que Dios fijaba en nosotros su mirada inmensa.

¡Ah. señor capitán! ¡Cómo olvidar semejante noche! La tengo grabada en el alma de una maneta constante; y si alguna vez he creído ver la sublime imagen de Jesucristo sobre la tierra, ha sido esa, en que el hermano cura me salvó a mí de la muerte; a toda una familia infeliz, de la orfandad, y a aquellos desgraciados fanáticos, del infierno de los remordimientos.

-Y nosotros -dijo el alcalde, llorando con una voz conmovida, pero resuelta, y dirigiéndonos al concurso que escuchaba enternecido- nosotros allí mismo hemos jurado no permitir jamás, aun a costa de nuestras vidas, que se mate a nadie; no digo a un inocente, pero ni a un criminal, ni a un salteador, ni a un asesino. El hermano cura nos convenció de que los hombres no tenemos derecho de privar de la vida a ninguno de nuestros semejantes; de manera que si la ley manda ajusticiar a alguno por sus delitos, que ella lo haga, pero fuera de nuestro pueblo, porque el pueblo se mancharía; y para ni vernos en esa vergüenza y en ese conflicto, lo que tenemos que hacer es ser honrados siempre.

-¡Siempre! ¡Siempre! -resonó por todas partes, pronunciado hasta por la voz de los niños.

El cura me apretaba la mano fuertemente, y yo besé la suya, que regué con unas lágrimas que hacia años no había podido derramar.

Cuando hubo pasado aquel momento de profunda emoción, el cura se apresuró a presentame a dos personas respetabilísimas, sentadas cerca de nosotros, y que no habían sido las que menos se conmovieron con el relato del maestro de escuela. Estas dos personas eran un anciano vestido pobremente y de estatura pequeña, pero en cuyo semblante, en que podían descubrirse todos los signos de la raza indígena pura, había un no sé qué que inspiraba profundo respeto. La mirada era humilde y serena; estaba casi ciego, y la melancolía del indio parecía de tal manera característica a ese rostro, que se hubiera dicho que jamás una sonrisa había podido iluminarlo.

Los cabellos del anciano eran negros, largos y lustrosos, a pesar de la edad; la frente, elevada y pensativa; la nariz aguileña; la barba, poquísima, y la boca, severa. El tipo, en fin, era el del habitante antiguo de aquellos lugares, no mezclado para nada con la raza conquistadora. Llamábanle el tío Francisco. Era el modelo de los esposos y de los padres de familia. Había sido acomodado en su juventud; y aunque ciego después y combatido por la más grande miseria, había opuesto a estas dos calamidades tal resignación, tal fuerza de espíritu y tal constancia en el trabajo, que se había hecho notable entre los montañeses, quienes le señalaban como el modelo del varón fuerte. La rectitud de su conciencia y su instrucción no vulgar entre aquellas gentes, así como su piedad acrisolada, le habían hecho el consultor nato del pueblo, y a tal punto se llevaba el respeto por sus decisiones, que se tenía por inapelable el fallo que pronunciaba el tío Francisco en las cuestiones sometidas a su arbitraje patriarcal. No pocas veces las autoridades acudían a él en las graves dificultades que se les ofrecían; y su pobre cabaña en la que se abrigaba su numerosa familia, sujeta casi siempre a grandes privaciones, estaba enriquecida por la virtud santificada por el respeto popular. El anciano indígena era el único, antes de la llegada del cura, que dirimía las controversias sobre tierras, a quien se llevaban las quejas de las familias, las consultas sobre matrimonios y sobre asuntos de conciencia, y jamás un vecino tuvo que lamentarse de su decisión, siempre basada en un riguroso principio de justicia. Después de la llegada del cura, éste había hallado en el tío Francisco su más eficaz auxiliar en las mejoras introducidas en el pueblo, así como su más decidido y virtuoso amigo. En cambio, el patriarca montañés profesaba al cura un cariño y una admiración extraordinarios; gustaba de oírle hablar sobre religión, y se consolaba de las penas que le ocasionaban su ceguera y su pobreza escuchando las dulces y santas palabras del joven sacerdote.

La otra persona era la mujer del tío Francisco, una virtusosísima anciana, indígena también y tan resignada, tan llena de piedad como su marido, a cuyas virtudes añadía las de un corazón tan lleno de bondad, de una laboriosidad tan extremada, de una ternura material tan ejemplar y de una caridad tan ardiente que hacían de aquella singular matrona una santa, un ángel. El pueblo entero la reputaba como su joya más preciada, y tiempo hacía que su nombre se pronunciaba en aquellos lugares como el nombre de un genio benéfico. Se llamaba la tía Juana y tenía siete hijos.

El cura, que me daba estos informes, me decía:

-No conocí a mi virtuosa madre; pero tengo la ilusión de que debió de parecerse a esta señora en el carácter, y de que si hubiera vivido habría tenido la misma serena y santa vejez que me hace ver en derredor de esa cabeza venerable una especie de aureola. Note usted qué dulzura de mirada, qué corazón tan puro revela esa sonrisa, qué alegría y resignación en medio de la miseria y de las espantosas privaciones que parecen perseguir a estos dos ancianos. Y esta pobre mujer, envejecida más por los trabajos y por las enfermedades que por la edad; flaca y pálida ahora, fue una joven dotada de esa gracia sencilla y humilde de las montañas de este rumbo, y que ellas conservan, como usted ha podido ver, cuando no la destruyen los trabajos, las penas y las lágrimas. Sin embargo, el cielo, que ha querido afligir a estos desventurados y virtuosos viejos con tantas pruebas, les reserva una esperanza. Su hijo mayor está estudiando en un colegio, hace tiempo; y como el muchacho se halla dotado de una energía de voluntad verdaderamente extraordinaria, a pesar de los obstáculos de la miseria y del desamparo en que comenzó sus estudios, pronto podrá ver el resultado de sus afanes y de traer al seno de su familia la ventura, tan largo tiempo esperada por sus padres. Tan dulce confianza alegra los días de esa familia infeliz, digna de mejor suerte.

¡Al acabar de decirme esto el cura, se acercó a él la misma señora de edad que lo había llamado aparte y habládole cuando llegamos al pueblo. Iba seguida de una joven hermosísima; la más hermosa, tal vez, de la aldea. La examiné con tanta atención cuanto que la suponía, como era cierto, la heroína de la historia de amor que iba a desenlazarse esa noche, según me anunció el cura.

Tenía como veinte años, y era alta, blanca y gallarda y esbelta como un junco de las montañas. Vestía una finísima camisa adornada con encajes, según el estilo del país; enaguas de seda color oscuro; llevaba una pañoleta de seda encarnada sobre el pecho, se envolvía en rebozo fino, de seda también, con larguísimos flecos morados. Llevaba, además, pendientes de oro; adornaba su cuello con una sarta de corales y calzaba zapatos de seda, muy bonitos. Revelaba, en fin, a la joven labradora, hija de padres acomodados, Este traje gracioso de la virgen montañesa la hizo más bella a mis ojos, y me la representó por un instante como la Ruth del idilio bíblico, o como la esposa del Cantar de los cantares.

La joven bajaba a la sazón los ojos e inclinaba el semblante llena de rubor; pero cuando los alzó para saludarnos, pude admirar sus ojos negros, aterciopelados y que velaban largas pestañas, así como sus mejillas color de rosa, su nariz fina y sus labios rojos, frescos y sensuales. ¡Era muy linda!

¿Qué penas podría tener aquella encantadora montañesa? Pronto iba a saberlo, y a fe estaba lleno de curiosidad.

La señora mayor se acercó al cura y le dijo:

-Hermano: usted nos había prometido que Pablo vendría ... ¡Y no ha venido! -la señora concluyó esta frase con la más grande aflicción.

-Sí ¡no ha venido! -replicó la joven, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas

Pero el cura se apresuró a responderles:

-Hijas mías; yo he hecho lo posible y tenía su palabra; pero ¿acaso no está entre los muchachos?

-No, señor: no está -replicó la joven-. Ya lo he buscado con los ojos y no lo veo.

-Pero Carmen, hija -añadió el alcalde- no te apesadumbres: si el hermano cura te responde, tú hablarás con Pablo.

-Sí, tío; pero me había dicho que sería hoy, y lo deseaba yo, porque usted recuerda que hoy hace tres años que se lo llevaron, y como me cree culpable, deseaba yo en este día pedirle perdón ... ¡harto ha padecido el pobrecito!

-Amigo mío -dije yo al cura- ¿podría usted decirme qué pena aflige a esta hermosa niña y por qué desea ver a esa persona? Usted me había prometido contarme esto, y mi curioisidad está impaciente.

-¡Oh! es muy fácil -contestó el sacerdote- y no creo que ellas se incomoden. Se trata de una historia muy sencilla, y que referiré a usted en dos palabras, porque la sé por esta muchacha y por el mancebo en cuestión. Siéntense, hijas mías, mientras refiero estas cosas al señor capitán -añadió el cura, dirigiéndose a la señora y a Carmen, quienes tomaron asiento junto al alcalde .

-Pablo era un joven huérfano, de este pueblo, y desde su niñez había quedado al encargo de una tía muy anciana, que murió hace cuatro años. El muchacho era trabajador, valiente, audaz y simpático, y por eso lo querían los muchachos del pueblo; pero él se enamoró perdidamente de esta niña Carmen, que es la sobrina del señor alcalde, y una de las jóvenes más virtuosas de toda la comarca.

Carmen no correspondió al afecto de Pablo, sea porque su educación, extremadamente recatada, la hiciese muy tímida todavía para los asuntos amorosos; sea, lo que yo creo más probable, que la asustaba la ligereza de carácter del joven, muy dado a galanteos, y que había ya tenido varias novias a quienes había dejado por los más ligeros motivos.

Pero la esquivez de Carmen no hizo más que avivar el amor de Pablo, ya bastante profundo, y que él ni podía ni trataba de dominar.

Seguía a la muchacha por todas partes, aunque sin asediarla con inoportunas manifestaciones. Recogía las más exquisitas y bellas flores de la montaña, y venía a colocarlas todas las mañanas en la puerta de la casa de Carmen, quien se encontraba al levantarse con estos hermosos ramilletes, adivinando, por supuesto, qué mano los había colocado allí. Pero todo era en vano. Carmen permanecía esquiva y aun aparentaba no comprender que ella era el objeto de la pasión del joven. Este, al cabo de algún tiempo de inútil afán, se apesadumbró, y quizá para olvidar, tomó un mal camino; muy mal camino.

Abandonó el trabajo, contentóse con ganar lo suficiente para alimentarse y se entregó a la bebida y al desorden. Desde entonces, aquel muchacho tan juicioso antes, tan laborioso, y a quien no se le podía echar en cara más que ser algo ligero, se convirtió en un perdido. Perezoso, afecto a la embriaguez, irascible, camorrista y valiente como era, comenzó a turbar con frecuencia la paz de este pueblo, tan tranquilo siempre, y no pocas veces, con sus escándalos y pendencias, puso en alarma a los habitantes y dio qué hacer a las autoridades. En fin, era insufrible, y naturalmente se atrajo la malevolencia de los vecinos, y con ella la frialdad, mayor todavía, de Carmen, que si compadecía su suerte, no daba muestras ningunas de interesarse por cambiarla, otorgándole su cariño.

Por aquellos días justamente llegué al pueblo y, como es de suponerse, procuré conocer a los vecinos todos. El señor alcalde presente, que lo era entoces también, me dió los más verídicos informes, y desde luego me alegré mucho de no encontrarme sino con buenas gentes, entre quienes, por sus buenas costumbres, no tendría trabajo en realizar mis pensamientos. Pero el alcalde. aunque con el mayor pesar, me dijo que no tenía más que un mal informe que añadir a los buenos que me había comunicado, y era sobre un muchacho huérfano, antes trabajador y juicioso, pero entonces muy perdido, y que además estaba causando al pueblo el grave mal de arrastrar a otros muchachos de su edad por el camino del vicio. Respondí al alcalde que ese pobe joven corría de mi cuenta y que procuraría traerlo a la razón.

En efecto. le hice llamar, lo traté con amistad, le di excelentes consejos; él se conmovió de verse tratado así; pero me contestó que su mal no tenía remedio, y que había resuelto mejor desterrarse para no seguir siendo el blanco de los odios del pueblo; pero que era difícil para él cambiar de conducta.

La obstinación de Pablo, cuyo origen comprendía yo, me causó pena, porque me reveló un carácter apasionado y enérgico, en el que la contrariedad, lejos de estimularle, le causaba desaliento, y en el que el desaliento producía la desesperación. Fueron, pues, vanos mis esfuerzos.

Yo sabía muy bien lo que Pablo necesitaba para volver a ser lo que había sido. La esperanza de su amor habría hecho lo que no podía hacer la exhortación más elocuente; pero esta esperanza no se le concedía, ni era fácil que se le concediese, pues cada día que pasaba, Carmen se mostraba más severa con él, a lo que se agregaba que la señora madre de ella y el alcalde su tío no cesaban en abominar la conducta del muchacho, y decían frecuentemente que primero querían ver muerta a su hija y a su sobrina que saber que ella le profesaba el menor cariño.

Además, como los mancebos más acomodados del pueblo deseaban casarse con Carmen, y sólo los contenía para hacer sus propuestas el miedo que tenían a Pablo, cuyo valor era conocido y cuya desesperación le hacía capaz de cualquier locura, se hacía urgente tomar una providencia para desembarazarse de un sujeto tan pernicioso.

Pronto se presentó una oportunidad para realizar este deseo de los deudos de Carmen. Había estallado la guerra civil, y el gobierno había pedido a los distritos de este Estado un cierto número de reclutas para formar nuevos batallones. Los prefectos los pidieron, a su vez, a los pueblos, y como éste es pequeño, su gente muy honrada y laboriosa, la autoridad sólo exigió al alcalde que mandase a los vagos y viciosos. Ya conoce usted la costumbre de tener el servicio de las armas como una pena, y de condenar a él a la gente perdida. Es una desgracia.

-Y muy grande -respondí- semejante costumbre es nociva, y yo deseo que concluya cuanto antes esta guerra, para que el legislador escogite una manera de formar nuestro ejército sobre bases más conformes con nuestra dignidad y con nuestro sistema republicano.

-Pues bien -continuó el cura- por aquellos días, la antevíspera de la Nochebuena, se presentó aquí un oficial con una partida de tropa, con el objeto de llevarse a sus reclutas. El pueblo se conmovió, temiendo que fueran a diezmarse las familias; los jóvenes se ocultaron y las mujeres lloraban. Pero el alcalde tranquilizó a todos diciendo que el prefecto le daba la facultad para no entregar más que a los viciosos, y que no habiendo en el lugar más que uno, que era Pablo, ese sería condenado al servicio de las armas. E inmediatamente mandó aprehenderle y entregarle al oficial.

Dióme tristeza la disposición del alcalde cuando la supe; pero no era posible evitarla ya, y además la aprehensión de Pablo era el pararrayos que salvaba a los demás jóvenes del pueblo.

Algunas gentes compadecieron al pobre muchacho; pero ninguno se atrevió a abogar por su libertad, y el oficial lo recibió preso.

Parece que Pablo, en la noche del día 23, burlando la vigilancia de sus custodios, y merced a su conocimiento del lugar y a su agilidad montañesca, pudo escaparse de su prisión, que era la casa municipal, donde la tropa se había acuartelado, y corrió a la casa de Carmen; llamó a ésta y a la madre, que, asustadas, acudieron a la puerta a saber qué quería. Pablo dijo a la joven, que así como había venido a hablarle podía muy bien huir a las montañas; pero que deseaba saber, ya en esos momentos muy graves para él, si no podía abrigar esperanza ninguna de ser correspondido, pues en este caso se resignaría a su suerte e iría a buscar la muerte en la guerra; y si sintiendo por él algún cariño Carmen, se lo decía, se escaparía inmediatamente, procuraría cambiar de conducta y se haría digno de ella.

Carmen reflexionó un momento; habló con la madre y respondió, aunque con pesar, al joven, que no podía engañarle; que no debía tener ninguna esperanza de ser correspondido; que sus parientes lo aborrecían, y que ella no había de querer darles una pesadumbre reteniéndolo, particularmente cuando no tenía confianza en sus promesas de reformarse porque ya era tarde para pensar en ello. Así es, que, sentía mucho su suerte, pero no estaba en su mano evitarla.

Oyendo esto, Pablo se quedó abatido, dijo adiós a Carmen y se alejó lentamente para volver a su prisión.

-¡Ay! Así fue -dijo Carmen, sollozando- yo tuve la culpa ... de todo lo que ha padecido ...

-Pero, hija -replicó la señora- si entonces era tan malo ...

-Al día siguiente -continuó el cura- a las ocho de la mañana, el oficial salió con su partida de tropa, batiendo marcha y llevando entre filas y atado al pobre muchacho, que inclinaba la frente entristecido, al ver que las gentes salían a mirarlo.

-¡Adiós, Pablo ...! -repetían las mujeres y los niños asomándose a la puerta de sus cabañas- pero él no oyó la voz querida ni vio el semblante de Carmen entre aquellos curiosos. En la noche de ese día 24 se hizo la función de Nochebuena, y se dispuso la cena en este mismo lugar; pero habiendo comenzado muy alegre, se concluyó tristemente, porque al Ilegar la hora de la alegría, del baile y del bullicio, todo mundo echó de menos al alegre muchacho que, aunque vicioso, era el alma, por su humor ligero, de las fiestas del pueblo.

-¡Ay! ¡pobrecito de Pablo! ¿En dónde estará a estas horas! -preguntó alguien.

-¡En dónde ha de estar! -respondió otro-: en la cárcel del pueblo cercano, o bien, desvelado por el frío y bien amarrado, en el monte donde hizo jornada la tropa.

No bien hubo oído Carmen estas palabras, cuando no pudo más y rompió a llorar. Se había estado conteniendo con mucha pena, y entonces no pudo dominarse. Esto causó mucha sorpresa, porque era sabido que no quería a Pablo; de modo que aquel llanto hizo pensar a todos que, aunque la muchacha le mostraba aversión por sus desórdenes, en el fondo lo quería algo.

El señor alcalde se enfadó con la señora, y se retiraron, concluyéndose en seguida la cena de una manera triste.

Han pasado ya tres años. No volvimos a tener noticias de Pablo, hasta hace cinco meses, en que volvió a aparecer en el pueblo; se presentó al alcalde enseñando su pasaporte y su licencia absoluta, y pidiendo permiso para vivir y trabajar en un lugar de la montaña, a seis leguas de aquí.

En dos años se había operado un gran cambio en el carácter, y aún en el físico de Pablo. Había servido de soldado, se había distinguido entre sus compañeros por su valor, su honradez y su instrucción militar, de modo que había llegado hasta ser oficial en tan poco tiempo. Pero habiendo recibido muchas heridas en sus campañas, heridas de las que todavía sufre, pidió licencia para retirarse a descansar de los trabajos de la guerra, y sus jefes se la concedieron, con muchas recomendaciones.

Pablo no estuvo más que algunas horas en el pueblo, cambió su traje militar por el de labrador montañés, compró algunas provisiones e instrumentos de labranza y partió a su montaña sin ver a nadie: ni a Carmen, ni a mí. Retirado a aquel lugar, comenzó una vida de Robinson. Escogió la parte más agreste de las montañas; construyó una choza, desmontó el terreno y, haciendo algunas excursiones a las aldeas cercanas, se proporcionó semillas y cuanto se necesitaba para sus proyectos.

Sus viajes de soldado por el centro de la República, le han sido muy útiles. Ha aprovechado algunas ideas sobre agricultura y horticultura, y las ha puesto en práctica aquí con tal éxito, que da gusto ver su roza, como él la llama humildemente. No, no es una simple roza aquella, sino una hermosa plantación de mucho porvenir. Está muy naciente aún; pero ya promete bastante. Sus árboles frutales son exquisitos; su pequeña siembra de maíz, de trigo, de chícharo y de lenteja, le ha producido de luego a luego una cosecha regular. Merced a él hemos podido gustar fresas como las más sabrosas del centro, pues las cultiva en abundancia, y no parece extraño a la afición por las flores, pues él ha sembrado en todas partes violetas. como las de México (y no inodoras, como las de aquí); pervincas, mosquetas. malvarrosas. además de todas las flores aromáticas y raras de nuestra sierra. Ha plantado un pequeño viñedo, y a él he encargado precisamente de cuidar mis moreras nacientes, y que están colocadas en otro lugar más a propósito por su temperatura. En suma, es infatigable en sus tareas; parece poseído por una especie de fiebre de trabajo. Se diría que desea demostrar al pueblo que lo arrojó de su seno por su conducta, que no merecía aquella ignominia, y que en su mano estaba volver al buen camino si la persona a quien había hecho tal promesa hubiera dado crédito a sus palabras.

Los pastores de los numerosos rebaños que pastan en estas cercanías, como he dicho a usted. lo adoran. porque apenas se ha sentido la presencia de una fiera en tal o cual lugar , por los daños que hace, cuando Pablo se pone voluntariamente en su persecución y no descansa hasta no traerla muerta a la majada misma que sirve de centro al rebaño perjudicado. Y Pablo no acepta jamás la gratificación que es costumbre dar a otros cazadores de fieras dañinas. sino que después de haber traído muertos al tigre, al lobo o al leopardo, o de haber avisado a los pastores en qué lugar está tendido, se retira sin hablar más. Esta singularidad de carácter junta a su rara generosidad y a su valor temerario, han acabado por granjearle el cariño de todo el mundo; sólo que nadie puede expresárselo como quisiera, porque Pablo huye de las gentes, pasa los días en una taciturnidad sombría; y a pesar de que padece mucho todavía a causa de sus heridas, a nadie acude a curarse, limitándose a pedir a los labradores montañeses o a los aldeanos que pasan, algunas provisiones a cambio del producto de su plantación. Cerca de ésta tiene su pequeña cabaña, rodeada de rocas que él ha cubierto con musgo y flores; allí vive como un eremita o como un salvaje, trabajando durante el día, leyendo algunos libros en algunos ratos, de noche, y siempre combatido por una tristeza tenaz.

Conmovido yo por semejante situación, he ido a verlo algunas veces. El me espera, me obsequia, me escucha; pero se resiste siempre a venir al pueblo. Un día, en que supe que estaba postrado y sufriendo a consecuencia de sus heridas y de la entrada del invierno, quise llevar conmigo a la señora madre de Carmen para que esto le sirviese de consuelo; pero él apenas nos divisó a lo lejos huyó a lo más escabroso y escondido de la sierra, y no pudimos hacer otra cosa que dejarle algunas medicinas y provisiones, retirándonos llenos de sentimiento por no haberle visto.

-Pero ese muchacho -interrumpí- va a acabar por volverse loco llevando esa vida, parecida a la que hacía Amadís; es preciso sacarlo de ella.

-Indudablemente -contestó el cura- eso mismo he pensado yo, y he puesto los medios para que termine. Usted habrá comprendido cuál debía ser el único eficaz, porque a mí no se me oculta que Pablo ha seguido amando a esta muchacha con más fuerza cada día; sólo que, altivo por carácter, y resentido en lo profundo de su alma por lo que había pasado, no puede ya pensar en el objeto de su cariño sin que la negra sombra de sus recuerdos venga a renovar la herida y engendrarle esa desesperación que se ha convertido en una peligrosa melancolía.

-Pero, en fin, esta niña ... -pregunté yo con una rudeza en que había mucho de curiosidad.

Carmen no respondió; se cubría el rostro con las manos y sollozaba.

-¡Ah! entiendo. Y ya era tiempo, porque la suerte de ese infeliz amante me iba afligiendo de una manera ...

-Como usted me concederá también -repuso el cura- yo no podía hacer otra cosa, aun conociendo la verdadera pena de Pablo, que aguardar, a mi vez, porque por nada de este mundo hubiera querido hablar a Carmen de los sufrimientos del joven; temía ser la causa de que esta sensible y buena muchacha se resolviera a hacer un sacrificio por compasión hacia Pablo, o bien le llegase a tener un poco de cariño originado por la misma compasión. Usted, capitán, en su calidad de hombre de mundo, estimará desde luego el valor que podría tener un amor de compasión. Nada hay más frágil que esto, y nada que acarrée más desgracias a los corazones que aman.

Yo deseaba saber si Carmen había amado a Pablo antes, y a pesar de sus defectos, aunque lo hubiera ocultado aun a sí misma por recato y respeto a la opinión de sus parientes. Si no hubiera sido así, yo deseaba al menos que hoy lo amara, convencida de sus virtudes y estimando en lo que vale su noble carácter; un poco fiero, es verdad, pero digno y apasionado siempre.

Mientras yo no supiera esto, me parecía peligrosa toda gestión que hiciera para favorecer a mi protegido; y ni a éste dije jamás una sola palabra de ello, como él tampoco me dejó conocer nunca, ni en la menor expresión, el verdadero motivo de sus padecimientos y de su soledad.

Hice bien en esperar; el amor, el verdadero amor, el que por más obstáculos que encuentre llega por fin a estallar, vino pronto en mi auxilio.

Un día, hace apenas tres, el señor alcalde, vino a verme a mi casa, me llamó aparte y me dijo:

-Hermano cura; necesitamos mi familia y yo de la bondad de usted, porque tenemos un asunto grave, y en el que se juega tal vez la vida de una persona que queremos muchísimo.

Pues ¿qué hay, señor alcalde? -le pregunté asustado.

-Hay, hermano cura, que la pobre Carmen, mi sobrina, está enamorada, muy enamorada, y ya no puede disimularlo ni tener tranquilidad: está enferma, no tiene apetito, no duerme, no quiere ni hablar.

-¿Es posible? -pregunté ya alarmadísimo, porque temí una revelación enteramente contraria a mis esperanzas-. Y ¿de quién está enamorada Carmen, puede decirse?

-Sí, señor; puede decirse, y a eso vengo precisamente. Ha de saber usted que cuando Pablo, ya sabe usted, Pablo, el soldado, la pretendía hace algunos años, mi hermana y yo, no queríamos al muchacho por desordenado y ocioso, procuramos, sin embargo, averiguar si ella le tenía algún cariño, y nos convencimos de que no le tenía ninguno, y de que le repugnaba lo mismo que a nosotros. Por eso yo me resolví a entregarle a la tropa, pues de ese modo quitábamos del pueblo un sujeto nocivo y libraba a mi sobrina de un impertinente. Pero usted se acordará de aquella misma Nochebuena en que, al hablar de Pablo en mi casa, cuando estábamos cenando, Carmen se echó a llorar. Pues bien: desde entonces su madre se puso a observarla día a día, y aunque de pronto no le siguió conociendo nada extraordinario, después se persuadió de que su hija quería al mancebo. Y se presuadió, porque Carmen no quiso nunca oír hablar de casamiento, ni dio oídos a las propuestas que le hacían varios muchachos honrados y acomodados del pueblo. Carmen se ponía descolorida y triste, y se retiraba a su cuarto; y, en fin, no hablaba de él jamás, pero parece que no lo olvidó nunca.

Así ha pasado todo este tiempo; pero desde que volvió Pablo, mi sobrina ha perdido enteramente su tranquilidad; el día en que supo que estaba aquí, todos advertimos su turbación, aunque no sabíamos bien si era la alegría o el susto, o la sorpresa la que la había puesto así. Después, cuando ha sabido la clase de vida que hace Pablo en la montaña, suspiraba, y a veces lloraba, hasta que, por fin, mi hermana se ha resuelto ahora a preguntarle con franqueza lo que tiene y si quiere a ese mancebo. Carmen le ha respondido que sí lo quiere; que lo ha querido siempre, y que por eso se halla triste; pero que cree que Pablo la ha de aborrecer ya, porque la ha de considerar como la causa de todos sus padecimientos, y eso lo indica el no querer venir al pueblo, ni verla para nada. Que ella desearía hablarle, sólo para pedirle perdón, si lo ha ofendido, y para quitarle del corazón esa espina, pues no estará contenta mientras él le tenga rencor. Esto es lo que pasa, hermano; ahora vengo a rogar a usted que vaya a ver a Pablo y lo obligue a venir, con el pretexto de la cena de pasado mañana, para que Carmen le hable, y se arregle alguna otra cosa, si es posible y si el muchacho todavía la quiere; porque yo tengo miedo de que mi sobrina pierda la salud si no es así.

Ya usted comprenderá, capitán, mi alegría; ni preparado por mí hubiera salido mejor eso. Aproveché una salida del pueblo para confesión; a la montaña; vi a Pablo; le insté para que viniera, y me lo ofreció ... Extraño mucho que no haya cumplido.

Al decir esto el cura, un pastor atravesó el patio y vino a decir al cura y al alcalde que Pablo estaba descansando a la puerta del patio, porque habiendo estado muy enfermo y habiendo hecho el camino muy poco a poco, se había cansado mucho.

Un gritó de alegría resonó por todas partes; el alcalde y el cura se levantaron para ir al encuentro del joven; la madre de Carmen se mostró muy inquieta, y ésta se puso a temblar, cubriéronse su rostro de una palidez mortal ...

-Vamos, niña -le dije- tranquilícese usted; debe tener el corazón como una roca ese muchacho si no se muere delante de usted.

Carmen movió la cabeza con desconfianza, y en ese instante el alcalde y el cura entraron trayendo del brazo a un joven alto, moreno, de barba y cabellos negros, que realzaba entonces una gran palidez, y en cuya mirada, llena de tristeza, podía adivinarse la firmeza de un carácter altivo. Era Pablo.

Venía vestido como los montañeses, y se apoyaba en un bastón largo y nudoso.

-¡Viva Pablo! -gritaron los muchachos arrojando al aire sus sombreros; las mujeres lloraban, los hombres vinieron a saludarle. El alcalde lo condujo a donde se hallaba su hermana y sobrina, diciéndole con afecto:

-Ven por acá, picaruelo; aquí te necesitan. Si tienes buen corazón nos has de perdonar a todos.

Pablo, al ver a Carmen, pareció vacilar de emoción, y se aumentó su palidez; pero reponiéndose, dijo todo turbado:

-¡Perdonar, señor! ¿Y de qué he de perdonar? Al contrario, yo soy quien tiene que pedir perdón de tanto como he ofendido al pueblo. ..!

Entonces se levantó Carmen y, trémula y sonrojada, se adelantó hacia el joven, e inclinando los ojos, le dijo:

-Sí, Pablo; te pedimos perdón; yo te pido perdón por lo de hace tres años ... Yo soy la causa de tus padecimientos ... y por eso, bien sabe Dios lo que he llorado. Te ruego que no me guardes rencor.

La joven no pudo decir más y tuvo que senrarse para ocultar su emoción y sus lágrimas.

Pablo se quedó atónito. Evidentemenre en su alma pasaba algo extraordinario, porque se volvía de un lado para otro para cerciorarse de que no estaba soñando. Pero un instanre después, y oyendo que la madre de Carmen, con las manos juntas en actitud suplicante, decía:

-Pablo ¡perdónala! -dejó escapar de sus ojos dos gruesas lágrimas,e hizo un esfuerzo para hablar.

-Pero, señora -respondió- pero, Carmen ¿quién ha dicho a ustedes que yo tenía rencor? Era yo vicioso, señor alcalde, y por eso me entregó usted a la tropa. Bien hecho: de esa manera me corregí y volví a ser hombre de bien. Era yo un ocioso y un perdido, Carmen; tú eres una niña virtuosa y buena, y por eso cuando te hablé de amor me dijiste que no me querías. Muy bien hecho ¿y qué obligación tenías de quererme? Bastante hacías ya con no avergonzarte de oír mis palabras. Yo soy quien te pido perdón, por haber sido atrevido contigo y por haber estorbado quizá en aquel tiempo que tú quisieras al que te dictaba tu corazón. Cuando yo considero esto, me da mucha pena.

-¡Oh!, no; eso no, Pablo -se apresuró a replicar la joven- eso no debe afligirte. porque yo no quería a nadie entonces ... ni he querido después ... -añadió avergonzada- y si no, pregúntalo en el pueblo ... te lo juro: yo no he querido a nadie ...

-Más que a usted, amigo Pablo -me atreví yo a decir con resolución e impaciente por acercar de una vez aquellos dos corazones enamorados-. Vamos -añadí- aquí se necesita un poco del carácter militar para arreglar este asunto. Usted que lo ha sido, ayúdeme por su lado. Lo sé todo; sé que usted adora a esta niña, y da usted en ello prueba de que vale mucho. Ella lo ama a usted también; y si no, que lo digan esas lágrimas que derrama y esos padecimientos que ha tenido desde que usted se fue a servir a la Patria. Sean usredes felices ¡qué diantre!; ya era tiempo, porque los dos se estaban muriendo por no querer confesarlo. Acérquese usted, Pablo, a su amada, y dígale que es usted el hombre más feliz de la tierra; aparte usted esas manos, hermosa Carmen, y deje a este muchacho que lea en esos lindos ojos todo el amor que usted tiene; y que el juez y el señor cura se den prisa por concluir este asunto.

Los dos amantes se estrecharon la mano sonriendo de felicidad, y yo recibí una ovación por mi pequeña arenga y por mi manera franca de arreglar matrimonios. Los pastores cantaron y tocaron alegrísimas sonatas en sus guitarras, zampoñas y panderos; los muchachos quemaron petardos, y los repiques a vuelo con que en ese día se anuncia el alba, invitando a los fieles a orar en las primeras horas del gran día cristiano, vinieron a mezclarse oportunamente al bullicioso concierto.

Al escuchar entonces el grave tañido de la campana, que sonaba lento y acompasado, indicando la oración, todos los ruidos cesaron; todos aquellos corazones en que rebosaban Ia felicidad y la ternura, se elevaron a Dios con un voto unánime de gratitud, por los beneficios que se había dignado otorgar a aquel pueblo tan inocente como humilde.

Todos oraban en silencio: el cura prefería esto por ser más conforme con el espíritu de sinceridad que debe caracterizar al verdadero culto, y dejaba que cada cual dirigiese al cielo la plegaria que su fe y sus sentimientos le dictasen, aunque sus labios no repitiesen ese guiriguay, muchas veces incomprensible, que los devocionarios enseñan; como si la oración, es decir, la sublime comunicación del espíritu humano con el Creador del Universo, pudiese sujetarse a fórmulas.

Así, pues, todos: ancianos. mancebos, niños y mujeres, oraban con el mayor recogimiento. El cura parecía absorto; derramaba lágrimas, y en su semblante, honrado y dulce, había desaparecido toda sombra de melancolía, iluminándose con una dicha inefable. El maestro de escuela había ido a arrodillarse junto a su mujer e hijos, que lo abrazaban con enternecimiento, recordando su peligro de hacía tres años; el alcalde, como un patriarca bíblico, ponía las manos sobre la cabeza de sus hijos, agrupados en su derredor; el tío Francisco y la tía Juana también, en medio de sus hijos, murmuraban, llorando, su oración; la buena Gertrudis abrazaba a su hermosa hija, quien inclinaba la frente como agobiada por la felicidad, y Pablo sollozaba, quizá por la primera vez, teniendo aún entre sus manos la blanca y delicada de su adorada Carmen, pues acababa de abrir para él las puertas del paraíso.

Yo mismo olvidaba todas mis penas y me sentía feliz contemplando aquel cuadro de sencilla virtud y de verdadera modesta dicha, que en vano habría buscado en medio de las ciudades opulentas y en una sociedad agitada por terribles pasiones. Cuando concluyó la oración del alba, la reunión se disolvió; nos despedimos del digno alcalde y de los futuros esposos, quienes se quedaron con él a concluir la velada, así como otros muchos vecinos; y nos fuimos a descansar, andando apresuradamente, porque a esa hora, como era regular en aquellas alturas durante el invierno la nieve comenzaba a caer con fuerza y sus copos doblegaban ya las ramas de los árboles, cubrían los techos pajizos de las cabañas y alfombrahan el suelo por todas partes.

Al día siguiente aún permanecí en el pueblo, que abandoné el veintiséis, no sin estrechar contra mi corazón a aquel virtuosísimo cura a quien la fortuna me había hecho encontrar, y cuya amistad fue para mí de gran valía desde entonces.

Nunca, y usted lo habrá conocido por mi narración, he podido olvidar aquella hermosa Navidad pasada en las montañas.

Todo esto me fue referido la noche de Navidad de 1871 por un personaje, hoy muy conocido en México, y que durante la guerra de Reforma sirvió en las filas liberales. Yo no he hecho más que trasladar al papel sus palabras.
Índice de Navidad en las montañas de Ignacio Manuel Altamirano Capitu

Ignacio Manuel Altamirano-Navidad en las montañas. (10).

-Pero he ahí las once y media -dijo el cura al oír el alegre repique que anunciaba la misa de gallo. Si usted gusta, nos dirigiremos a la iglesia, que no tardará en llenarse de gente.

Así lo hicimos; el cura se separó de mí para ir a la sacristía a ponerse sus vestidos sacerdotales. Yo penetré en la pequeña nave por la puerta principal, y me acomodé en un rincón, desde donde pude examinarlo todo. El templo, en efecto, era pequeño, como me lo había anunciado el cura era una verdadera capilla rústica, pero me agradó sobremanera. El techo era de paja; pero las delgadas vigas que lo sostenían, colocadas simétricamente, y el tejido de blancos juncos que adhería a ella la paja, estaba hecho con tal maestría por loS montañeses que presentaba un aspecto verdaderamente artístico. Las paredes eran blancas y lisas, y en las laterales, además de dos puertas de entrada, había una hilera de grandes ventanas, todo lo cual proporcionaba la necesaria ventilación. Yo me sorprendí mucho de no encontrar en esta iglesia de pueblo lo que había visto en todas las demás de su especie, y aun en las de las ciudades populosas y cultas, a saber, esa aglomeración de altares de malísimo gusto, sobrecargados de ídolos, casi siempre deformes, que una piedad ignorante adora con el nombre de santos y cuyo culto no es, en verdad, el menor de los obstáculos para la práctica del verdadero cristianismo.

En casi todos los pueblos que había yo recorrido hasta entonces, había tenido el disgusto de encontrar de tal manera arraigada esta idolatría, que había acabado por desalentarme, pensando que la religión de Jesús no era más que la cubierta falaz de este culto, cuyo mantenimiento consume los mejores productos del trabajo de las clases pobres, que impide la llegada de la civilización y que requiere todos los esfuerzos de un gobierno ilustrado, para ser destruido prontamente. La Reforma, me decía yo, debe comenzar también por aquí, y los hombres pensadores que la proclaman y defienden no deben descansar hasta no aplicarla a un objeto tan interesante, porque creer que las teorías se desarrollarán solas en un pueblo que tiene costumbres inveteradas, es no conocer el espíritu humano y no comprender la historia. Se ha promulgado ya la ley de Libertad de cultos, es verdad, y desde luego se autoriza con ella la adoración de tales santos; pero si el legislador descendiera hasta examinar atentamente lo que pasa en los pueblos con motivo de este culto idólatra, vería que la simple sanción de la libertad de conciencia no basta para desterrar los abusos, para ilustrar a las masas y para hacer realizable la idea filosófica de los hombres modernos, que es la de fundar, si es posible, sobre los principios religiosos libres, el edificio de la prosperidad pública.

Se necesita, pues, en México, una disposición esencialmente práctica, que sin estar en pugna con la libertad religiosa otorgada por la ley, facilite, al contrario, su ejecución, depure las costumbres paganas creadas por el fanatismo, unas veces, y otras por la necesidad de complacer a los pueblos idólatras recién conquistados; y, por último, que favorezca y garantice la libertad de todos en la profesión de la fe religiosa.

De otro modo, la libertad de conciencia podrá ponerse en práctica en los grandes centros populosos y cultos; pero difícilmente, casi nunca, en las pequeñas poblaciones poco civilizadas que constituyen el mayor número de nuestro país. Y me decía yo esto, porque había visto en centenares de pueblos pequeños y, particularmente en los de indígenas, establecido este culto, que malamente se llama cristiano, de una manera que causaría profundo dolor al mismo Fundador del cristianismo.

Pueblos hay en los que las doctrinas evangélicas son absolutamente desconocidas, porque allí no se adora más que a san Nicolás, san Antonio, san Pedro o san Bartolomé, y estos santos eclipsan con su divinidad aun a la misma personalidad de Jesús. El dogma de esos pueblos infelices consiste en la narración fabulosa de los milagros de su ídolo; milagros que, por supuesto, creen obrados por el ídolo mismo, sin intervención de divinidades superiores. Y por eso, nada es más común que ver esas larguísimas caravanas de peregrinos indígenas que, con todo y familía, se dirigen a pueblos lejanos, abandonando los trabajos agrícolas en busca del santo famoso a quien van a dejar el producto de sus miserables trabajos de un año.

Abolir estas prácticas; fundar la religión sobre principios más sanos y más útiles, es obra de la instrucción popular; pero, ay, esta obra tiene que ser muy lenta si el Estado ha de realizarla sólo por medio de esos apóstoles, no siempre ilustrados, que se llaman maestros de escuela; porque éstos, muchas veces, por no pugnar con el espíritu del pueblo que los sostiene y con los intereses de los curas, se plegan a las costumbres viciosas y son, por desgracia, sus eficaces propagadores en la niñez, que será mañana el pueblo heredero de las tradiciones.

Pero en la iglesia de aquel pueblecillo afortunado, y en presencia de aquel cura virtuoso y esclarecido, comprendí de súbito que lo que yo había creído difícil, largo y peligroso, no era sino fácil, breve y seguro, siempre que un clero ilustrado y que comprendiese los verdaderos intereses cristianos, viniese en ayuda del gobernante.

He ahí a un sacerdote que había realizado en tres años lo que la autoridad civil sola no podrá realizar en medio siglo pacíficamente. Allí no hay santos; alli no veia yo más que una casa de oración, y no un templo de idólatras, alli, el espiritu, inspirado por la piedad, podia elevarse sin distracciones, sin encomendarse a medianeros horrorosos, hacia el creador para darle gracias y tributarle un homenaje de adoración.

En efecto, la pequeña iglesia no contenia más altares que el que estaba en el fondo, y que se hallaba a la sazón adornado como un Belén; concesión que tal vez habia hecho el cura a la tierna imaginación de sus feligreses, aún no enteramente libre de sus antiguas aficiones.

Las paredes, por todas partes, estaban lisas, y, entonces, los vecinos las habian decorado profusamente con grandes ramas de pino y de encina, con guirnaldas de flores y con bellas cortinas de heno, salpicadas de escarcha.

Noté, además, que, contra el uso común de las iglesias mexicanas, en ésta habia bancas para los asistentes, bancas que entonces se habian duplicado para que cupiese toda la concurrencia, de modo que ninguno de los fieles se veia obligado a sentarse en el suelo sobre el frio pavimento de ladrillo. Un órgano pequeño estaba colocado a la puerta de la entrada de la nave, y pulsado por un vecino, iba a acompañar los coros de los niños y de mancebos que alli se hallaban ya, esperando que comenzara el oficio.

El altar mayor era sencillo y bello. Un poco más elevado que el pavimento; lo dividia de éste un barandal de canteria pintado de blanco. Seguia el altar, en el que ardian cuatro hermosos cirios sobre candeleros de madera, y en el fondo estaba el Nacimiento, es decir, un portalito rústico, con las imágenes bastantes bellas, de san José, de la Virgen y del Niño Jesús, con sus indispensables mula y toro, y pequeños corderos; todo rodeado de piedras llenas de musgo, de ramas de pino, de encina, de parásitas muy vistosas, de heno y de escarcha, que es, como se sabe, el adorno obligado de todo altar de Nochebuena.

Tanto este altar como la iglesia toda estaban bien iluminados con candelabros, repartidos de trecho en trecho, y con dos lámparas rústicas pendientes de la techumbre.

A las doce, y al sonoro repique a vuelo de las campanas, ya los acentos melodiosos del órgano, el oficio comenzó. El cura, revestido con una alba muy bella y una casulla modesta, y acompañado de dos acólitos vestidos de blanco, comenzó la misa. El incienso, que era compuesto de gomas olorosisimas que se recogian en los bosques de tierra caliente, comenzó a envolver con sus nubes el hermoso cuadro del altar; la voz del sacerdote se elevó suave y dulce en medio de concurso, y el órgano comenzó a acompañar las graves y melancólicas notas del canto llano, con su acento sonoro y conmovedor.

Yo no habia asistido a una misa desde mi juventud, y habia perdido, con la costumbre de mi niñez, la unción que inspiran los sentimientos de la infancia, el ejemplo de piedad de los padres y la fe sencilla de los primeros años.

Así es que había desdeñado después asistir a estas funciones, profesando ya otras ideas y no hallando en mi alma la disposición que me hacía amarlas en otro tiempo.

Pero entonces, allí, en presencia de un cuadro que me recordaba toda mi niñez, viendo en el altar a un sacerdote noble y virtuoso, aspirando el perfume de una religión pura y buena, juzgué digno aquel lugar de la Divinidad. El recuerdo de la infancia volvió a mi memoria con su dulcísimo prestigio y con su cortejo de sentimientos inocentes; mi espíritu desplegó sus alas en las regiones místicas de la oración, y oré como cuando era niño.

Parecía que me había rejuvenecido; y es que cuando uno se figura que vuelven aquellos serenos días de la niñez, siente algo que hace revivir las ilusiones perdidas, como sienten nueva vida las flores marchitas al recibir de nuevo el rocío de la mañana.

Como dijo el Tasso:

Tal rabellisce le smarrite foglie

ai mattutine geli arido fiore.

La misa, por lo demás, nada tuvo de particular para mí. Los pastores cantaron nuevos villancicos, alternando con los coros de niños que acompañaba el órgano.

El cura, una vez concluido el oficio, vino a hacer en lengua vulgar, delante del concurso, la narración sencilla del Evangelio sobre el nacimiento de Jesús. Supo acompañarla de algunas reflexiones consoladoras y elocuentes, sirviéndole siempre de tema la fraternidad humana y la caridad, y se alejó del presbiterio, dejando conmovidos a sus oyentes.

El pueblo salió de la iglesia, y un gran número de personas se dirigió a la casa del alcalde. Yo me dirigí también allá con el cura.

Ignacio Manuel Altamirano-Navidad en las montañas. (9).

Fue entonces cuando pude examinar completamente la figura del cura. Parecía tener como treinta y seis años; pero quizá sus enfermedades, sus fatigas y sus penas eran causa de que en su semblante, franco y notable por su belleza varonil, se advirtiese un no sé qué de triste, que no alcanzaba a disipar ni la dulzura de su sonrisa ni la tranquilidad de su acento, hecho para conmover y para convencer.

Quizá yo me engaño en esto, y mi preocupación haya sido la que puso para mis ojos, en la frenre y en la mirada del cura, esa nube de melancolía de que acabo de hablar.

Es que yo no puedo figurarme jamás a un pensador sin suponerlo desgraciado en el fondo. Para mí, el talento elevado siempre es presa de dolores íntimos, por más que ellos se oculten en los recónditos pliegues de un carácter sereno. La energía moral, por victoriosa que salga de sus luchas con los obstáculos de la suerte y con las pasiones de los hombres, siempre queda herida de esa enfermedad incurable que se llama la tristeza; enfermedad que no siempre conocemos, porque no nos es dado contemplar a veces a los grandes caracteres en sus momentos de soledad, cuando dejan descubierta el alma en las sombras del misterio.

El cura era indudablemente uno de esos personajes raros en el mundo, y por eso yo no lo creía feliz. Hubiera sido imposible para mí, después de haberlo escuchado, considerarlo como una de esas medianías que encuentran motivos de dicha en casi todas partes.

Continuando mi examen, vi que era robusto, más bien por el ejercicio que por la alimentación. Sus miembros eran musculosos, y su cuerpo, en general, conservaba la ligereza de la juventud. Sobre todo, lo que llamaba mi atención de una manera particular era su frente elevada y pensativa, como la frente de un profeta, y que aun estaba coronada por espesos cabellos de un rubio pálido; era la mirada tranquila y dulce de sus ojos azules, que parecían estar contemplando siempre el mundo de lo ideal; era su nariz ligeramente aguileña, y que revelaba una gran firmeza de carácter. Todo este conjunto de facciones acentuadas y de un aspecto extraordinario, estaba corregido por una frecuente sonrisa, que apareciendo en unos labios bermejos y ligeramente sombreados por la barba, y de unos dientes blanquísimos, daba al semblante de aquel hombre un aire profundamente simpático, pero netamente humano.

Su traje era modestísimo, casi pobre, y se limitaba a chaqueta, chaleco y pantalón negros, de paño ordinario, sobre todo lo cual vestía, quizá a causa de la estación, un redingote de paño más grueso y del mismo color.

Cuando acabó de hablar con el alcalde, se levantó, y haciéndome una seña me presentó a aquel honrado personaje, a quien no solamente saludé sino que en cumplimiento de mis deberes militares, me presenté oficialmente, habiéndome excusado él con suma bondad de la fórmula de presentación en la casa municipal esa noche, aunque ofrecí poner en sus manos mi pasaporte al día siguiente.

Después, el cura me presentó a un sujeto que había estado hablando con él, juntamente con el alcalde, y cuya inteligente fisonomía me había llamado ya la atención.

-El señor -me dijo el cura- es el preceptor del pueblo, de quien yo soy ayudante; pero todavía más: amigo íntimo, hermano.

-Es mi maestro, señor capitán -se apresuró a añadir el preceptor-. Yo le debo lo poco que sé y le debo más: la vida.

-Chist ... -replicó el cura- usted es bueno y exagera los oficios de mi amistad. Pero usted está fatigado, capitán, y preciso será tomar un refrigerio, sea que quiera usted dormir, o bien acompañarnos en la cena de Navidad. Yo no lo acompañaré a usted, porque tengo que decir la misa de gallo; ya sabe usted: costumbres viejas y que no encuentro inconveniente en conservar puesto que no son dañosas. Aquí no hay desórdenes a propósito de la gran fiesta cristiana y de la misa. Nos alegramos como verdaderos cristianos.

Guióme entonces el cura a un pequeño comedor, en el que también ardía un agradable fuego, y allí nos acompañó al preceptor y a mí mientras tomábamos una merienda frugal, pues no quise privarme del placer de hacer los honores a la tradicional cena de Navidad.

Después, dejándome reposar un rato, salió con el preceptor a preparar en la iglesia todo lo necesario para el oficio.

Cuando volvió, me invitó a dar una vuelta por la placita, en que se había reunido alguna gente de derredor de los tocadores de arpa y al amor de las hermosas hogueras de pino que se habían encendido de trecho en trecho.

La plazoleta presentaba un aspecto de animación y de alegría que producían una impresión grata. Los artistas tocaban sonatas populares, y los mancebos bailaban con las muchachas del pueblo. Las vendedoras de buñuelos y de bollos con miel y castañas confitadas atraían a los compradores con sus gritos frecuentes, mientras que los muchachos de la escuela formaban grandes coros para cantar villancicos, acompañándose de panderetas y de pitos, delante de los pastores de las cercanías y demás montañeses que habían acudido al pueblo para pasar la fiesta.

Nos acercamos al más grande de estos coros, y a la luz de la hoguera pude ver rostros y personajes verdaderamente dignos de Belén, y que me recordaron el hermoso cuadro del Nacimiento de Jesús, de nuestro Cabrera, que decoraba la sacristía de Taxco. En efecto, esas cabezas rudas, morenas y enérgicamente acentuadas, con sus flotantes cabelleras grises y sus largas barbas; esas sonrisas bonachonas; esos brazos nervudos apoyándose en el cayado, parecen ser el modelo que sirvió a nuestro famoso pintor para su Adoración de los Pastores. Y junto a ellos, y haciendo contraste, las muchachas del pueblo, con su fisonomía dulce, sus mejillas sonrosadas y su traje pintoresco; y los niños con su semblante alegre, sus carrillos hinchados para tocar los pitos, o sus bracitos agitados tocando los panderos, todo aquello me pareció un magnífico sueño de Navidad.

El cura notó mi curiosidad y me dijo:

-Esos hombres son, en efecto, pastores de las cercanías, y pastores verdaderos, como los que aparecen en los idilios de Teócrito y en las églogas de Virgilio y de Garcilaso. Hacen una vida enteramente bucólica, y no vienen al poblado sino en las grandes fiestas, como la presente. A pocas leguas de aquí están apacentándose hoy sus numerosos rebaños, en los terrenos que les arriendan los pueblos cercanos. Estos rebaños se llaman haciendas flotantes; pertenecen a ricos propietarios de las ciudades, y muchas veces a un rico pastor que en persona viene a cuidar su ganado. Estos hombres son independientes de esas haciendas y viven comúnmente en las majadas que establecen en las gargantas de la sierra. Hoy han venido en mayor número, porque, como usted supondrá, la Nochebuena es su fiesta de familia. Ellos traen también sus arpas de una cuerda, sus zampoñas y sus tamboriles, y cantan con buena y robusta voz sus villancicos en la iglesia, aquí en la plaza y en la cena que es costumbre que dé el alcalde en su casa esta noche. Justamente van a cantar; óigalos usted.

En efecto, los pastores se ponían de acuerdo con los muchachos para cantar sus villancicos, y preludiaban en sus instrumentos. Uno de los chicuelos cantaba un verso, y después los pastores y los demás muchachos lo repetían acompañados de la zampoña, de la guitarra montañesa y de los panderos.

He aquí los que recuerdo, y que son conocidísimos y se han transmitido de padres a hijos durante cien generaciones:

Pastores, venid, venid.

veréis lo que no habéis visto

en el portal de Belén,

el nacimiento de Cristo.

Los pastores daban saltos

y bailaban de contento,

al par que los angelitos

tocaban los instrumentos.

Los pastores y zagalas

caminan hacia el ortal,

llevando llenos de frutas

el cesto y el delantal.

Los pastores de Belén

todos juntos van por leña

para calentar al Niño

que nació la Nochebuena.

La Virgen iba a Belén;

le dio el parto en el camino,

y entre la mula y un buey

nacio el Cordero divino.

A las doce de la noche,

que más feliz no se vio,

nació en un Ave María

sin romper el alba, el sol.

Un pastor, comiendo sopas,

en el aire divisó

un ángel que le decía:

Ya ha nacido el Redentor.

Todos le llevan al niño;

yo no tengo qué llevarle;

las alas del corazón

que le sirvan de pañales.

Todos le llevan al niño;

yo también le llevaré

una torta de manteca

y un jarro de blanca miel.

Una pandereta suena;

yo no sé por dónde va;

camina para Belén

hasta llegar al portal.

Al ruido que llevaba,

el santo José salió;

no me despertéis al Niño,

que ora poco se durmió.

Pero los siguientes, por su carácter melancólico, me agradaron mucho:

Una gitana se acerca

al pie de la Virgen pura,

hincó la rodilla en tierra

y le dtjo la ventura.

Madre deI Amor hermoso,

-así le dice a María-

a Egipto irás con el Niño

y José en tu compañía.

Saldrás a la medianoche,

ocultando al sol divino;

pasaréis muchos trabajos

durante todo el camino.

Os irá bien con mi gente;

os tratarán con cariño;

los ídolos, cuando entréis,

caerán al suelo rendidos.

Mirando al Niño divino

le decía, enternecida:

¡Cuánto tienes que pasar,

Lucerito de mi vida!

La cabeza de este Niño,

tan hermosa y agraciada,

luego la hemos de ver

con espinas traspasada.

Las manitas de este Niño,

tan blancas y torneadas,

luego las hemos de ver

en una cruz enclavadas.

Los piececitos del Niño,

tan chicos y sonrosados,

luego los hemos de ver

con un clavo taladrados.

Andarás de monte en monte

haciendo mIl maravillas;

en uno sudarás sangre,

en otro darás la vida.

La más cruel de tus penas

te la predIgo con llanto:

será que en tus redimidos,

Señor, hallarás ingratos.

No parece sino que el poeta popular y desconocido que compuso este villancico de la gitana quiso, a propósito del Niño Jesús, encerrar en una triste predicción la que ante la cuna de todos los niños puede hacerse de los sufrimientos que los esperan en la vida.

Y después de versos tan melancólicos, los cantares concluyeron con éste, que lo era más aún:

La Nochebuena se viene;

la Nochebuena se va,

y nosotros nos iremos

y no volveremos más.

-Todos estos villancicos antiguos son de origen español -dijo el cura- y yo advierto que la tradición los conserva aquí constantemente como en mi país (1). Respetables por su antigüedad y por ser hijos de la ternura cristiana, tal vez de una madre, poetisa desconocida del pueblo; tal vez de un niño, tal vez de infelices ciegos; pero de seguro, de esos trovadores oscuros que se pierden en el torbellino de los desgraciados, yo los oigo siempre con cariño, porque me recuerdan mi infancia. Pero desearía de buena gana que los sustituyeran con otros más filosóficos, más adecuados a nuestras ideas religiosas acruales; más propios para inspirar a las masas, en esta noche, sentimientos no de una alegría o de una ternura inútiles, sino de una caridad y una esperanza siempre fecundas en la conciencia de los pueblos. Pero no hay quien se consagre a esta hermosa poesía popular, tan sencilla como bella, y además sería preciso que el pueblo la aceptase gustoso, para que se pudiera generalizar y perpetuar.


Nota

(1) En casi todos los pueblos de la República se cantan en la Nochebuena estos villancicos, que ciertamente son de origen español. Estan en la preciosa colección de Cantos populares, publicada por Emilio Lafuente Alcantara en su Cancionero popular, (Madrid, 1865).

Ignacio Manuel Altamirano-Navidad en las montañas. (8).

Pero los chicos, luego que vieron al cura, vinieron a saludarlo alegremente, y después corrIeron al centro del pueblecIllo, grItando:

-¡EI hermano cura! ¡El hermano cura!

-¡EI hermano cura! -repetí yo con extraneza- ¡qué raro! ¿Es así como Ilamán aquí a su párroco?

-No, señor -me respondió el sacerdote- antes le llamaban aquí, como en todas partes, el señor cura; esto me da mayor placer.

-Es usted completo. ¡Y yo que he venido llamando a usted señor cura!

-¡Pues bien: está usted perdonado con tal de que siga llamándome su amigo nada más.

Yo apreté la mano de aquel hombre honrado y humilde, y me aparté un poco para dejar a la gente que había acudido a su encuentro, saludarlo a todo su sabor. De paso noté que esta gente no mostraba en su respeto hacia el cura esa bajeza servil que una costumbre idólatra ha establecido en casi todos los pueblos. Los ancianos le abrazaban (pues se había bajado del caballo) con ternura paternal, y él era quien saludaba con veneración; los hombres le hablaban como a un hermano, y los chicos como un maestro. En todos se notaba una afectuosa y sincera familiaridad.

Al llegar a su casita, que estaba como es costumbre, junto a la pequeña iglesia parroquial, y en la que podía llamarse placita, el cura, enseñándome una bella casa grande, la más bella, quizá, del pueblo me dijo:

-¡Ahí tiene usted nuestra escuela!

Y como yo me mostrara un poco admirado de verla tan bonita y aseada, revelando luego que era el edificio predilecto de los vecinos, observé en éstos, al felicitarlos, un sentimiento de justísimo orgullo. El más viejo de los que estaban cerca, me dijo:

-Señor: es él quien merece la enhorabuena; por él la tenemos, y por él saben leer nuestros hijos. Cuando nosotros la levantamos, aconsejados por él, y la concluimos, al verla, tan nueva y tan linda le propusimos que se fuera a vivir a ella, porque le debemos muchos beneficios, y que nos dejara el curato para la escuela; pero se enfadó con nosostros y nos preguntó que si él valía acaso más que los niños del pueblo, y que si necesitaba tantas piezas él solo. Nos avergonzamos y conocimos nuestro disparate. Es muy bueno el hermano cura ¿no le parece a usted?

-Yo fui a abrazar al cura en silencio y más conmovido que nunca.

Entramos, por fin, en la casa del curato, que era pequeña y modesta; pero muy aseada y embellecida con un jardincillo, provista de una cuadra y de un corral. La gente se detuvo a la puerta. Dentro aguardaban al cura, el alcalde con algunos ancianos y algunas mujeres de edad. El cura se quitó el sombrero delante del alcalde, dando así un ejemplo del constante respeto que debe tenerse a la autoridad emanada del pueblo; saludó cariñosamente a las viejas vecinas, y entró conmigo y los hombres a su saloncito, que no era más grande que un cuarto común. Pero antes de entrar, una de las viejas, robusta y venerable vecina, que revelaba en su semblante bondadoso una grande pena, detuvo al cura y le preguntó en voz baja:

-Hermano cura ¿lo ha visto usted por fin? ¿Está más aliviado? ¿Vendrá esta noche?

-¡Ah! sí, Gertrudis -respondió el cura- se me olvidaba ... Lo ví, hablé con él, está triste, muy triste; pero vendrá; me lo ha prometido.

-Pues voy a avisárselo a Carmen para que se alegre -replicó la anciana-. ¡Si viera usted como ha llorado, hermano cura, temiendo que no viniera! ¡Pobre muchacha!

-Que no tenga cuidado, Gertrudis; que no tenga cuidado.

-Aquí hay algo de amor, amigo mío -me atreví a decir al cura.

-Sí -me dijo este con aire tranquilo- ya lo sabrá usted esta noche; es una pequeña novela de aldea; un idilio inocente como una flor de la montaña; pero en que se mezcla el sufrimlento que esta atormentando dos corazones. Usted me ayudará a llevar a buen término el desenlace de esa historia esta misma noche.

-¡Oh! con mucho gusto; nada podría halagar tanto mi corazón. También yo he amado y he sufrido -dije acordándome súbitamente de lo que había olvidado durante tantas horas merced a los recuerdos de Navidad y a la conversación del cura-. ¡Yo también llevo en el alma un mundo de recuerdos y de penas! ¡Yo también he amado! -repetí.

-Es natural ... -dijo también suspirando el cura, e inclinado con melancolía su frente pensadora, surcada por arrugas precoces.

Aquello me puso silencioso, y así tomé asiento frente a un buen fuego que ardía en la humilde chimenea del saloncito.

Ignacio Manuel Altamirano-Navidad en las montañas. (7).

De repente, y al desembocar de un pequeño cañón que formaban dos colinas, el pueblecillo se apareció a nuestra vista como una faja de rojas estrellas en medio de la oscuridad, y el viento de invierno pareció suavizarse para traernos en su vago aroma de los huertos, el humor de la gente y el simpático ladrido que siempre escucha el caminante durante la noche con intensa alegría.

-Ahí tiene usted mi pueblo, señor capitán -me dijo el cura.

-Me parece muy pintoresco -le contesté- a juzgar por la posición de las luces y por el aire balsámico que nos llega y que revela que allí hay pequeños jardines.

-Sí, señor; los hay muy bonitos. Como el clima es muy frío y el terreno bastante ingrato, los habitantes se limitaban, antes de que yo llegara aquí, a cultivar algunos pobres árboles que no les servían más que para darles sombra; una cuantas y tristes flores nacían enfermizas en los cercados, y en vano se hubiera buscado en las casas la más común hortaliza para una ensalada o para un puchero. Los alimentos se reducían a tortillas de maíz, frijol, carne y queso; lo bastante para no morirse de hambre, y aún para vivir con salud; pero no para hacer más agradable la vida con algunas comodidades tan útiles como inocentes.

Yo les insinué algunas mejoras en el cultivo; hice traer semillas y plantas propias para el clima, y como los vecinos son laboriosísimos, ellos hicieron lo demás. Jamás un hombre fue mejor comprendido que lo fui yo; y era de verse, el primer año, cómo hombres, mujeres, ancianos y niños, a porfía, cambiaban el aspecto de sus casas, ensanchaban sus corrales, plantaban árboles en sus huertos y aprovechaban hasta los más humildes rincones de tierra vegetal para sembrar allí las más hermosas flores y las más raras hortalizas.

Un año después, el pueblecito, antes árido y triste, presentaba un aspecto risueño. Hubiérase dicho que se tenía a la vista una de esas alegres aldeas de la Saboya o de mis queridos Pirineos, con sus cabañas de paja o con sus techos rojos de teja, sus ventanas azules y sus paredes adornadas con cortinas de trepadoras, sus patios llenos de árboles frutales, sus callecitas sinuosas, pero aseadas; sus granjas, sus queseras y un graciosos molino. Su iglesia pobre y linda, si bien está escasa de adornos de piedra, y de altivos pórticos, tiene, en cambio, en su pequeño atrio, esbeltos y copudos árboles; las más bellas parietarias enguirnaldan su humilde campanario con sus flores azules y blancas; su techo de paja presenta con su color oscuro, salpicado por el musgo, una vista agradable; la cerca del atrio es un rústico enverjado formado por los vecinos con troncos de encina, en los que ostentan familias enteras de orquídeas, que hubieran regocijado al buen barón de Humboldt y al modesto sabio Bonpland; y el suelo ostenta una rica alfombra de caléndulas silvestres que fueron a buscarse entre las más preciosas de la montaña. En fin, señor, la vegetación, esa incomparable arquitectura de Dios, se ha encargado de embellecer esa casa de oración, en la que el alma debe encontrar por todas partes motivos de agradecimiento y de admiración hacia el Creador.

De este modo, el trabajo lo ha cambiado todo en el pueblo; y sin la guerra, que ha hecho sentir hasta estos desiertos su devastadora influencia, ya mis pobres feligreses, menos escasos de recursos, habrían mejorado completamente de situación; sus cosechas les habrían producido más; sus ganados, notablemente superiores a los demás del rumbo, habrían tenido más valor en los mercados, y la recompensa habría hecho nacer el estímulo en toda la comarca, todavía demasiado pobre.

Pero ¿qué quiere usted? Los trigos que comienzan a cultivarse en nuestro pequeño valle necesitan un mercado próximo para progresar, pues hasta ahora la cosecha que se ha levantado, sólo ha servido para el alimento de los vecinos.

Yo estoy contento, sin embargo, con este progreso, y la primera vez que comí un pan de trigo y maíz, como en mi tierra natal, lloré de placer, no sólo porque eso me traía a la memoria los tiernos recuerdos de la patria, sino porque comprendí que con este pan, más sano que la tortilla, la condición física de estos pueblos iba a mejorar también. ¿No opina usted los mismo?

-Seguramente; yo creo, como todo lo que tiene buen sentido, que la buena y sana alimentación es ya un elemento de progreso.

-Pues bien -continuó el cura- yo, con objeto de establecer aquí esa importantísima mejora, he procurado que hubiese un pequeño molino, suficiente, por lo pronto, para las necesidades del pueblo. Uno de los vecinos más acomodados tomó por su cuenta realizar mi idea. El molino se hizo, y mis feligreses comen hoy pan de trigo y de maíz. De esta manera he logrado abolir para siempre esa horrible tortura que se imponían las pobres mujeres moliendo el maíz en la piedra que se llama metate; tortura que las fatiga durante la mayor parte del día, robándoles muchas horas que podían consagrar a otros trabajos, y ocasionándoles muchas enfermedades dolorosas, aparte de la incomodidad que sufren cuando se hallan encinta o aun criando a sus niños.

Al principio he encontrado resistencias, provenidas de la costumbre inveterada, y aun del amor propio de las mujeres, que no querían aparecer como perezosas, pues aquí, como en todos los pueblos pobres de México, y particularmente los indígenas, una de las grandes recomendaciones a una doncella que va a casarse, es la de que sepa moler, y ésta será tanto mayor, cuanto mayor sea la cantidad de maíz que la infeliz reduzca a tortillas. Así se dice: fulana es muy mujercita, pues muele un almud o dos almudes, sin levantarse. Ya usted supondrá que las pobres jóvenes, por obtener semejante elogio, se esfuerzan en tamaña tarea, que llevan a cabo, sin duda alguna, merced al vigor de su edad, pero que no hay organización que resista a semejante trabajo y, sobre todo, a la penosa posición en que se ejecuta. La cabeza, el pulmón, el estómago, se resienten de esa inclinación constante de la molendera; el cuerpo se deforma, y hay otras mil consecuencias que el menos perpicaz conoce. Así es que mi molino ha sido el redentor de estas infelices vecinas, y ellas lo bendicen cada día, al verse hoy libres de su antiguo sacrificio, cuyos funestos resultados comprenden ahora, al observar el estado de su salud y al aprovechar el tiempo en otros trabajos.

Como el cultivo del trigo, se ha introducido el de otros cereales, no menos útiles, y con igual prontitud. He traído también pacholes de algunas leguminosas que he encontrado en la montaña, y con las cuales la benéfica naturaleza nos había favorecido, sin que estos habitantes hubiesen pensado en aprovecharlas.

En cuanto a árboles frutales, ya los verá usted mañana. Tenemos manzanos, perales, cerezos, albaricoqueros, castaños, nogales y almendros, y eso en casi todas las casas; algunos vecinos han plantado pequeños viñedos, y yo estoy ensayando ahora una plantación de moreras y de madroños, para saber si podrá establecerse el cultivo de los gusanos de seda. En fin, se ha hecho lo posible; y no contento yo con realizar mis propias ideas, pregunto a las personas sensatas, y escucho sus opiniones con gusto y respeto. Usted se servirá darme la suya después de visitar mi pueblo.

-Con mucho gusto, señor, a pesar de mi ignorancia suma. Mi buen sentido y mi experiencia por mis viajes son lo único que puede permitirme hacer a usted algunas indicaciones. ¿Y en cuanto a ganados?

-Estos montañeses los poseían en pequeña cantidad, y en su mayor parte vacuno. Ahora se consagran con más empeño al ganado menor. Se han traído algunos merinos; se han propagado fácilmente, y ya existen rebaños bastante numerosos, que se aumentan cada día en razón de que no consumen para el alimento diario.

-¿No gusta aquí esa carne?

-Poco, diré a usted, francamente; soy yo quien no gusta de comer carne; y como mis pobres feligreses se han acostumbrado por simpatía a amoldarse a mis gustos, ellos también van quitándose la costumbre, sin que por eso les diga yo sobre ello una sola palabra. Por eso verá usted también en el pueblo, relativamente, pocas aves de corral. Pongo yo poco empeño en la propagación de esas desgraciadas víctimas del apetito humano. En general, yo prefiero la agricultura, y sólo cuido con esmero a los animales que ayudan al hombre en los rudos y santos trabajos del campo. Así, los bueyes que hay en el pueblo son quizá los más robustos y los mejores del rumbo, porque son también los mejor cuidados. Los mulos y los caballos son ligeros y robustos, como conviene a un país montañoso; aunque, a decir verdad, hay más de los primeros que de los segundos, porque sirven aquellos para cargar las mieses que se conducen por nuestros escabrosos caminos; pero éstos no son útiles más que para algunos enfermos como yo, o para las mujeres, pues los habitantes prefieren andar a pie, en lo cual hacen muy bien.

-Señor cura -le dije- estoy muy contento de oír a usted, y me parece admIrable la rapIdez con que usted ha cambIado la faz de estos pobres lugares.

-La religión, señor capitán, la religión me ha servido de mucho para hacer todo esto. Sin mi carácter religioso quizá no habría yo sido escuchado ni comprendido. Verdad es que yo no he propuesto todas esas reformas en nombre de Dios y fingiéndome inspirado por él; mi dignidad se opone a esta superchería; pero evidentemente mi carácter de sacerdote y de cura daba una autoridad a mis palabras, que los montañeses no habrían encontrado en la boca de una persona de otra clase.

Además, ellos han tenido ocasión, todos los días, de conover la sinceridad de mis consejos, y esto me ha servido muchísimo para lograr mi principal objeto, que es el de formar el carácter moral; porque yo no pierdo de vista que soy, ante todo, misionero evangélico. Sólo que yo comprendo así mi cristiana misión: debo procurar el bien de mis semejantes por todos los medios honrados; a ese fin debo invocar la religión de Jesús como causa, para tener la civilización y la virtud como buen resultado preciso; el Evangelio no sólo es la Buena Nueva desde el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde el punto de vista del bienestar social. La bella y santa idea de la fraternidad humana en todas sus aplicaciones, debe encontrar en el misionero evangélico su más entusista propagandista; y así es como este apóstol logrará llevar a los altares de un Dios de paz a un pueblo dócil, regenerado por el trabajo y la virtud; al campo y al taller, a un pueblo inspirado por la idea religiosa que le ha impuesto, como una ley santa, la ley del trabajo y de la hermandad.

-Señor cura -volví a decir, entusiasmado- ¡usted es un demócrata verdadero!

El cura me miró sonriendo a la luz de la primera fogata que los alegres vecinos habían encendido a la entrada del pueblo y que atizaban a la sazón tres chiculeos.

-Demócrata o discípulo del gran Maestro Jesús ¿no es acaso la misma cosa ... -me contesto.

-Oh, tiene usted razón; tiene usted razón; pero no es así como se piensa allá en otras partes. ¡Dios mío! ¡qué bendita Navidad esta que me ha hecho encontrar lo que me había parecido un sueño de mi juventud entusiasta!