martes, 23 de noviembre de 2010

Artemio de Valle Arizpe-Historia de una vocación.

He caminado leguas y leguas, todas las leguas que Dios ha querido, y me siento cansado y un poco triste. Me detengo a reposar un momento mi fatiga y vuelvo la vista hacia atrás; el camino recorrido es largo, se pierde en una lejanía indefinible. Pasé por lugares apacibles, de sosiego deleitoso, con verdes lontananzas que le pusieron inefable paz a mi espíritu, y atravesé por otras áridas tierras, grises, polvorosas, llenas de agrios peñascales y de cardos punzadores que me acometían para desgarrar mis carnes. En aquéllas tuve discretas alegrías, mansos contentos que me alentaron, y en éstas pardas de secano el dolor y la angustia me salieron al encuentro y ennegrecieron mis días. Y callado, con afán constante, continué paso a paso, ya alegre, ya triste, por la senda que me tocó suerte seguir.

Veo hacia adelante y el sendero se dobla en un recodo oscuro, metido entre negros y grandes peñascales informes. ¿Está lejos, está cerca esa revuelta de la vía? Sólo Dios sabe la distancia, yo sí sé que por este estrecho paso he de atravesar para cerrar la vida. Yo estoy pronto para cuando Tú ordenes, Señor, que entre en la tiniebla misteriosa de esa noche intempesta. Saber estar pronto, es saber partir. Allí seré desatado para hacer otra jornada, la que no tendrá regreso. Mas para ese atardecer tengo mi lámpara. y mientras Él no me llame para Sí cumpliré contento mi destino.

Éste ha sido menear la pluma. Una decidida vocación para eso nació conimgo, esa fuerza latente traje al mundo desde mi primer instante y no la pudieron torcer ni consejos ni burlas, ni menos deszonados regaños, pues radicaba en los más hondo de mi ser. Lo que la naturaleza da, nadie puede quitarlo, reza un viejo Adagio francés. Soy lo que quise ser. Lo que ha permitido Dios que sea.

En mis estudios preparatorios, como en México se llama al bachillerato, esos volúmenes seriotes, graves, de matemáticas los aborrecía y aún aborrezco con detestación, y no quiero entenderlos, pues no estoy ya para esas valentías. Esa empresa no está reservada a mi ingenio. De la álgebra con sus ecuaciones para mí ediantradas, de la odiosa geometría plana y de la dicha dizque en el Espacio, y de esa otra geometría analítica, y del enredado galimatías del cálculo infinitesimal, con sus integrales y diferenciales, nunca pude penetrear sus recónditos secretos, y hasta aquí ¡qué bueno!, he estado en cabal ignorancia de toda esa sabia monserga. Jamás le di alcance a esa dificultad. No lo entiendo ni falta que me hace.

A esos tremendos libracos de algoritmia, que el diablo aguante, y que eran para mí un puro embolismo, prefería ¡oh dicha! los de vaga y amena literatura, que devoré sediento en furtivas lecturas nocturnas, sabrosísimas, porque eran vedadas y así poblaba mis noches de estrellas. Hallaba regalo y largo entretenimiento en ellas, las paladeaba quitándome el agrio sabor de la espesa matemática para la que tenía herméticamente cerrado el entendimiento. Era yo un muchacho imaginativo, reconcentrado, que se iba a las regiones de la ilusion y allí fabricaba los sueños con la vida y tejía vida con los sueños. Si yo hubiese entendido y amado, la tal matemática, hoy, como dice el Petrarca, sería otro hombre del que soy. Sí, digo yo, me trabajaría mejor la cabeza que el corazón.

Un atardecer aparentaba estudiar muy ensimismado en mi aburrida Geometría, pero tenía metido, cautelosamente, un libro chiquito en las páginas con las que fingía estarme quemando las pestañas y era una pequeña edición de las Pasionarias del romántico poeta Manuel M. Flores. mi padre, que daba vueltas por el zaguán, cada vez que en su ir y venir pasaba frente a la puerta del cuarto en que yo estaba afanadísimo con mis poesías, al ver que no levantaba la cabeza del libro, indudablemente que pensaba en la gran aplicación que yo ponía en mi estudio, que estaba aguzando mi entendimiento e ingenio para hacer penetrar en el cerebro, con laudable esfuerzo, aquello tremendo que él bien sabía que no me entraba ni a necios empujones. De seguro que alababa mi constancia. Encontrábame abstraído, fuera del mundo, y por mi desgracia, con imprudencia jamás imaginada, me entusiasmé con la ardorosa petición que el bardo le hacía a su amada. En mis años aquello era arrebatador:

Bésame con el beso de tu boca,
cariñosa mitad del alma mía,
un solo beso el corazón invoca,
que la dicha de dos me mataría.

¡Sublime! Se me desleía eso en la boca como una pastilla azucarada. Cuando menos lo acordé y tuve el gran susto, estaba mi padre junto a mí y me dijo con voz de Juicio Final:

-Oye, ¿Qué estás leyendo?
-Leo lo referente al paralelepípedo, le conesté con voz temblorosa, como si estuviese hablando debajo de una ducha de agua helada.
-Ah, ¿Sí? Pues no comprendo que haya nadie en el mundo que haga los ademanes y gestos de orador enardecido que tú haces, arrobado con los ángulos del paralelepípedo. ¡A ver, qué tienes en el libro!

Y, ¡ay, Dios! Sobrevino la tragedia. No se me olvidará mientras viva ese atardecer como el más infausto de mi existencia. El insigne poeta don Manuel María Flores fue a dar al suelo todo desencuadernado, que inspiraba lástima, y yo me quedé  largo rato viendo lucecitas de todos los colores en gracia del rotundo manotazo que recibí en la cabeza. Pero no hay mal que por bien no venga, pues ese potente golpe que recibí en la caja craneana me sirvió eficazmente para que no se me olvidase nunca en lo que tuviera de vida, que el tal paralelepípedo es un sólido terminado en seis paralelogramos cada dos opuestos entre sí. Como se ve claramente, es cosa facilísima de entender y que le sirve a uno de mucho en el mundo. Estoy persuadido de que la letra con sangre entra. Eso es innegable, ¿Verdad?

He sacado a relucir esta historia para que se vea la denodada lucha que tuve que librar a brazo partido con la logomaquia de los guarismos. Me hubiera sido mucho más fácil descifrar un palimpesto medieval o un pegamino con inexcritables caracteres cúficos, que entender esas ecuaciones, axiomas y postulados y eso terrífico de la elipse y de la parábola. Más, mucho más arduo fue mi trabajo con esas materias abstrusas que el del orientalista Champolion con la pictografía egipcia. Cursar las tales matemáticas es la hazaña de mayor fortaleza que he realizado. tuve muchos hígados para pasarlas, tanto que lo peliagudo de la materia en sí, como el terrible y alharaquiento dómine que las enseñaba. ¿Las enseñaba?

Las demás asignaturas de la preparatoria las cursé con alegre felicidad y buenas calificaciones, principalmente la historia universal, la de México y la literatura, con las cuales recibí gusto y deleite estudiándolas. Eso iba a ser mi dedicación futura. En eso puse cuidado y deseo de saber, pues andando el tiempo me harían dar conmigo mismo. Sólo se entiende bien lo que se siente y para lo que se tiene gusto se tiene genio.

En la biblioteca paterna, entre Digestos, Siete Partidas, Fuero Juzgo, Novísimas, códigos y otros muchos sabios cuerpos doctrinales de jurisprudencia, se hallaban tres libros, tres tesoros olvidados, a los que fueron con avidez de mozo soñador: El Lazarillo de Tormes, La Gitanilla, maravillosa joya de Cervantes, y el Buscón, del peregrino Quevedo, qeu me hacía irme saboreando con el almíbar picaresco. Estas tres renombradas personas me adoctrinaron, comunicándome certero amor a los clásicos castellanos. Después hice conocimiento con el ínclito caballero don Quijote de la Mancha, quien a ratos me llenaba de tristeza y a ratos de risa caudalosa al deleitarme con embeleso indecible sus aventuras de desdichado caballero andante. Esos tres libros fueron mis primeros maestros en el arte literario, y siempre que los buscaba dábanme lección amplia, placentera y provechosa.

En la exigua librería del "Ateneo Fuente" encontré unos cuantos volúmenes de la Antología de poetas líricos castellanos, centón magnífico compuesto por don Marcelino Menéndez y Pelayo; hallé otros tomos de la Biblioteca Clásica Española, impresos en Barcelona y algunos descabalados en la Rivadeneyra, y me metí gozoso en esas lecturas. Me llenaron de reverente asombro los nimios cronistas de indias por el portentozo mundo que pusieron ante mis ojos azorados. "Parecía a las cosas de encanto que se cuentan en el libro de Amadís". Cuando los ojos ven lo que nunca vieron, el corazón siente lo que nunca sintió, escribe Gracián. De allí brotó mi curiosidad por la historia. Esa vena, desde aquel entonces lejano, ha corrido a lo largo de mis días y con señalado aumento fue creciendo. De un manantial delgado tienen principio ríos muy hondos.

Esas colecciones truncas de la precaria biblioteca de mi querido "Ateneo Fuente", alma mater, me mostraron a la santa abulense Teresa de Jesús, a Lope de Vega, a Tirso de Molina, al innatural Quevedo, a Agustín Moreto, a los Argensola, a nuestro magnífico y terriblemente infortunado Juan Ruiz de Alarcón, al nocherniego Arcipestre, a don Sem tob de Carrión, el rabí sensitivo y delicado, y al maestro Gonzalo de Berceo, quien no tenía la sabiduía exquisita de los libros, pues ni tan siquiera leyó a don Aristotil y, por lo tanto, no supo de sus diez abstractas categorías, pero era poseedor de la más fina emoción, ternura y delicadeza. 

El divertimento a que tenía vinculadas mis delicias era la lección constante de esos volúmenes. Me solazaba en ellos con feliz dulzura. Los leía y tornaba a leerlos, pues mi curiosidad no saciábase nunca y, a pesar de mi torpe inexperiencia juvenil, les encontraba cada vez más abundantes bellezas y palabras que me deslumbraban como joyas extraordinarias y me iban sonando con titntineos de oro o bien como choque de delgados cristales, y hasta se me figuraba que iban atravesando luminosas, fosforecentes, por el aire y que dejaban tras de sí leve estela de luz.

Fui a estudiar a San Luis Potosí, en la "verde primavera de mis años", en frase de Lope, y tuve la singular fortuna de hallarme, pronto, en proximidad y contacto de ese suntuoso hombre del Renacimiento italiano que fue el ilustrísimo señor, doctor y maestro, monseñor Ignacio Montes de Oca y Obregón, a quien siempre vi con ojos de respeto, amor y veneración, y fui como su familio.

Paseaba su ilustrísima deslumbrante, magnífico, por los alhajados salones de su ancho Palacio Episcopal sonando la seda morada de sus removidos andalurios y con el levantado pecho lleno de los vivos fulgores de su flamescente pectoral de brillantes de muchas luces, o de gruesas esmeraldas hialinas o de ensangrentados rubíes vivos, con ardienetes cambiantes que, desde luego, tenían menos relumbres que la palabra pomposa del elgante prelado potosino.

Este gran señor al ver mis aficiones y apego a los libros, que ése ha sido el principal oficio de mi vida, me franqueó con cariñosa generosidad su rica y copiosísima biblioteca, en que me sentía como ratón en queso de bola y como gato encerrado en pajarera. Allí le di amplio gusto a mi gusto. Los desguarnecidos aposentos de mi cerebro amoblé con lujo. Adorné el entendimiento con las  guirnaldas de las letras. Era inefable placer no sólo quedar harto con la lección de los libros, sino dar contento a los ojos, contemplando aquella vasta biblioteca, ir curioseando de plúteo en plúteo, hojear las ediciones de anchos márgenes, magníficas y raras, estampadas en papeles estupendos de particular olor, que al volver sus páginas hacían leve ruidecillo en aquel amplio y odorífico silencio; pasar la mano, en delectación morosa, como en leta y suave caricia, sobre los lomos de tantísimos volúmenes que parecía que con curiosidad me contemplaban con sus tejuelos rojos, azules, verdes, morados, amarillos.

En tanto que desde los altos anaqueles me miraban muy serios los santos padres, envueltos en anchos pergaminos, blandos al ojo y al tacto, como un antiguo marfil, reunidos en asamblea muda. También se me antojaba que me veían con amorosa bondad que hacía "deleite a la vista", en palabras de Fray Luis de León. Se acentaba en ese amplio recinto un grave silencio empapado del aroma sutil que fluía de los libros y del balsámico que esparcían las talladas maderas, y que de tiempo en tiempo caía al espaciado son de las campanas de la catedral que lo llenaban armoniosamente. ¡Oh dulces y frescos años idos!

El preclaro obispo, que tenía muchas y escogidas letras, perspicaz talento de erudición vasta, varón muy leído y sabio en las historias antiguas de los griegos y romanos, me metió en el estudio, más bien, en la meditada lectura de los ingenios de esos siglos. Lautamente le daba luz a mi ignorancia. Explicábame con palabra clara las Odas a Horacio, las Geórgicas del mantuano Virgilio, las elegantes peroraciones de Cicerón, los diálogos y arengas de los héroes de Tácito y Tito Livio, las sentencia de oro de Marco Aurelio. En esas cátedras daba resplandores de sabiduría que me dejaban maravillado. Pero mi natural propensión eran los libros castizos, que leí copiosamente. Gozo y doctrina recibía con ellos. Se nos va el pensamiento a lo que de corazón amamos. Dice Agustín Moreno por boca de uno de los personajes de La Arcadia:

Libros que, mezclando
lo útil y lo suave,
con lo mismo que divierten
enseñan y persuaden.

Pero un día, día feliz, el prócer Ipandro Acaico me apartó con su mano amable, fina y fría, de esas lecturas profanas y me puso en comercio con frailes sapientes para que me enseñaran, me alumbrasen el entendimiento, me instruyeran en las letras. Y sí, ellos me dijeron con placimiento cómo había de decir las cosas, cómo modelar la frase, cómo darle precisión y claridad, y a granjearle número y armonía. A la vez, a cada paso, me recordaban serenidad, templanza, mansedumbre, sabio equilibrio, conformidad con los trabajos y, en los tiempos adversos, mostrar rostro placentero y no tener palabras sosegadas...

...Vine a estudiar la entretenida carrera de Derecho a esta ciudad de México y no se sabe lo hermoso que es este ancho pedazo del mundo hasta que se vive en él.

Es el centro,
y es la esfera de toda lindura,

En verso de Calderón de la Barca.

Me deslumbraron sus doradas iglesias, llenas de ornato y hermosura; sus palacios, unos de vívidos azulejos y vastos de rojo tezontle que parecía forrarlos como un terciopelo de suave tacto y de los que no dijo cosa alguna el barón de Humboldt; sus anchurosas plazas con portales; sus calles tumultuosas, llenas de gente apresurada y con incensasente ir y venir de carruajes que hacían vislumbres con sus charoles y barnices, pues nada de eso precioso que solicitaba mi atención había en mi plácida y tranquila ciudad fronteriza, porque soy nacido en el Saltillo. En ningún otro lugar hubiera querido nacer más que allí...

Y fui curioso de saber todo eso nuevo que había aparecido en mi horizonte. Nada detenía mis ansias.



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