miércoles, 24 de noviembre de 2010

Jacobo Dalevuelta-Cariño a Oaxaca (2).

Retablo no. 4 ¡Antequera! ¡Antequera!

La visión es blanca, porque los trabajadores del andén visten camisa y calzón proletarios. Pero del conjunto brotan manchas de colores en los vestidos de las mujeres urbanas. Cuando llega el tren a tiempo, aun alcanzamos el majestuoso declinar de la tarde. Salimos de la estrechez del carro de ferrocarril y descansamos. Es que nos recibe un clima sedante; que se respira un aire libre de contaminaciones; que no está impregnado del olor de als esencias febriles; impera un ambiente aromado de perfume de "Jazmín de Amalia", magnolias, rosas; en el otoño huele a manzana y a membrillo. Porque la ciudad cuatricentenaria, que se levanta sobre el Valle Grande, tiene su muralla de jardines, donde el rosedal, el jazminero, la madreselva, la magnolia, la gardenia y otras mil maravillas de las flores, abren sus pebeteros en la hora magnífica y melancólica del tramonto. La estación del ferrocarril, colocada en un rincón entre el Noroeste de lac apital recibe algo como un aletazo de viento suave -relente- que arranca de la montaña azul, toma el perfume de los cármenes de San Felipe, enriquece su acervo con los de Xochimilco, cruza la estación ferrocarrilera envolviéndola y sigue su curso fatal hacia el sur, para depositar tal riqueza a los pies de Monte Albán, como ritual ofrenda destinada a los "binigulatzas", quienes en espíritu pueblan la cima misteriosa y atrayente.

Yo he oído expresiones emotivas a personas que han visitado a Oaxaca y las he recogido con entusiasmo:

-Desde Las Sedas, dijo una, el tren se desliza como sobre un tobogán y llega a la planicie marcando un ritmo suave y sensual.

-Vi a Oaxaca, exclamó otra, desde la Ciudadela de Monte Albán y tuve la impresión de que estaba envuelta en gasa azur. Esta frase describe el color del ambiente -valga la expresión- en los atardeceres oaxaqueños. Sí, es cierto. En las "oraciones" la ciudad parece arrebujada en tul, efluvio aguamarino. Azul. Es que el cielo oaxaqueño no tiene rival. Y no es que lo diga yo porque hablo siempre con cariño de mi tierra. Está el testimonio de los poetas y cronistas -sin excepción- que han pasado por allí y no recuerdo bardo que haya omitido su admirativo sentimento y que no haya expresado la sutil emoción que le produce ver el cielo de cobalto de Oaxaca. Tono de mar que recoge el Cerro de San Felipe y lo echa en la amplitud grandiosa de un miraje sobre el Valle.

Un poeta lugareño dijo: "Es Oaxaca tu cielo de zafir." Y es de zafiro el manto que acaricia, envuelve las cosas y romantiza a las gentes en la hora de un vésper claudicante.

Las hospederías tienen mucho de familiar. No se ha contaminado la vida con la indiferencia que pasa en los grandes hoteles organizados por la industria del turismo. En las "Casas de huéspedes" cada viandante encuentra un rincón agradable. Después de la primera noche, a la hora de cenar, siente como si estuviese de temporada en hogar de amigos o de parientes. No hay extranjeros. Bastarán unas horas para adquirir una identificación espirtual.

¡Cuánta belleza a la hora del retorno de los pájaros a los nidales que cuelgan en las encrucijadas de las ramazones arbóreas! Hay zigzagues de golondrinas en redor de sus nidos de barro, engarfiados en las oqueadades de la Catedral, de la Compañía, de los miradore del Portal del Señor. Píares de inteligencia de los polluelos que abren el pico hambriento. Retozar de alas que se pliegan después de que "mamá-pajarita" silenció a la chiquillería golosa. La luz artificial siembra pánico en el pueblo alado y los pájaros cierran sus gargantas.

La noche. En los jardines sobre los prados hay luz de horo de las luciérnagas. A eso de las veinte concluye sus faenas el comercio; los voceadores de periódicos son los únicos que, por breve tiempo, atentan contra el silencio. Después queda para el viajante el paseo del zócalo donde casi a diario hay serenatas.

Llegan al jardín las bellezas oaxaqueñas. Exquisita sencillez suntuaria; cabezas libres del imperativo esclavizante metropolitano del sombrero. Gráciles y bellas lucen el cuerpo.Deambulan, por regla general, en sentido contrario de los hombres. Se dejan ver íntegras, sin afectaciones. Forman grupos de amigas o de parientes y al encontrarse se oyen juguetones y cantarinos saludos corales:


-¡Adiós!...
-¡Adiossss!

En las bancas se refugian los viejos (hombres y mujeres) quienes acompañan a sus hijos para la gran asamble que discute, cotidianamente, la vida de la familia oaxaqueña.

¡Zócalo bello! ¡Palenque del chismerío!

Los viejos...decía...Han visto pasar, en luengos años de quietud, la vida de Oaxaca. El zócalo es un lugar de añoranza. Allí jugaron cuando pequeños; conocieron a sus esposas; han visto transitar a sus hijos; han sentido la humana tristeza de asistir a la inteligencia del amor que más tarde los convirtió en abuelos. Faltarán al zócalo cuando se ausenten para siempre de la vida.

En un costado de la Catedral están los neveros. Venden néctares helados de las frutas que produce la tierra. en torno de mesillas enmanteladas se junta la parroquia en democrática igualdad. El pobre y el rico van a bener nieve, deliciosa nieve.

Las radios -imperativo- distraen a las familias hasta muy noche. Pero la ciudad está quieta.

Las 22. Los billares cierran sus puertas. Uno que otro transeunte va con rapidez, como perseguido por su propia sombra, hacia el hogar. Bajo la umbría protectora de las casas, se ven parejas noviales charlando con una reja de por medio. Algunas ventanas están abiertas y al hechar nuestro mirar inquisidor hacia adentro, vemos a los padres de familia, en pecho de camisa, embabuchados los pies, a medio envolver en los periódicos que leen acuciosamente.

De vez en vez, hay rápidas iluminaciones en las esquinas. Es que se abre furtivamente la puerta de una tienda miscelánica, para despedir al último cliente que prolongó la charla.

¡Fidelita! ¡La gran mezcalillera de Oaxaca, casi un monumento, cuya visita se recomienda al turista, empuja al último parroquiano bien "alumbrado" por el mezcal de pechuga! ¡Crema de Mitla!

Silbatazos arrítmicos de los gendarmes.

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