jueves, 18 de noviembre de 2010

Gabriel Fernández Ledesma-Viaje alrededor de mi cuarto (París-1938).

Tal como ahora, todas las noches que despierto sobrecargado de las impresiones de monumentos y museos, es un sedante abrir los ojos en la oscuridad y encontrarme de buenas a primeras con BABY BEN WESTCLOX, el "negrito que despierta al maquinista". No le veo más que los dientes y lo blanco de los ojos. Pero ahí está: apenas si escucho, como signo de vida, su respiración delgada, casi silenciosa. Vive en el tercer piso de una ilusoria arquitectura que dejo rescatada en los dibujos de este viaje, para que los recuerdos no me traicionen.

...Nosotros, impulsados por una cierta sensación de desasosiego, y aún quizá de incomodidad ruborosa, hemos cubierto este mueble con una caja de cartón; sobre ella un libro interesante, es cierto, una astronomía- que suelo utilizar para, después de hacer un corto viaje sideral, poder dormir vencido por los sueños.

Enciendo la luz para fijar el principio de este recorrido que escribí en la oscuridad. Así me propongo continuar noche a noche este itinerario, en el perímetro de mi cuarto, haciendo estaciones en el viaje, tantas, cuantas sugestiones me han estado comunicando desde meses estos seres de aparente insignificancia con los que convivimos. Seres, que no enseres han sido para mí, puesto que cada uno de ellos me ha revelado, en parte, su biografía....


...Así quedaré libre y viviré con la concienca tranquila al desembarazarme de tantas confidencias y de tantos secretos revelados, que sería injusto arrojar al olvido, como al cajón de la basura.

III

Así como el viajero en un barco, puede ver a través del ojo de su camarote la llanura del mar y-como dicen también- la inmensidad del cielo, así desde el pequeño calabozo de rejas azules pintadas en el papel tapiz de nuestro cuarto, la venta abierta de par en par, una vez recogida la cortina, ofrece al vuelo libre de los ojos volar en parvada de los gorriones que pasan como ráfaga sobre el centro de la ciudad. Se pierden más allá de los últimos techos de pizarra...

...Van encendiéndose las luces de las calles, de los almacenes, en fin, de la ciudad; pero aún persiste el polvillo de luz de la tarde, y la línea quebrada de las manzardas limita la silueta de este mundo del hombre sobre el fondo del otro en donde viven las constelaciones.

...Hemos ido al teatro. Al regreso, ya tarde, merendamos en nuestro cuarto. Antes de descansar dejamos entornada la ventana y esparcemos miga de pan que traza un camino desde el balcón hasta el enladrillado de nuestro cuarto. Lo que más nos complace es terminar sembrándo también, de bolitas de migajón, los cobertores de la cama, pues sabemos por experiencia que no faltarán nuestros visitantes.

Un inefable encanto, insospechado, que nunca han aducido los dueños del inmueble, para capitalizarlo en favor del precio del alquiler, es el momento en que, cuando se ha hecho el nuevo día, con la primera luz del sol, llegan hasta nosotros los gorriones. Y del balcón, pasan a través de la ventana, saltando en movimientos quebrados. Sin moverme, observo la actividad de estas creaturas. Sus delgadas patitas como resortes, les impulsan a caminar a brincos, Parece que han dejado sus huellas en el aire, porque siguen su ratstro, varios, muchos otros gorriones que llegan a disputar la miga, antes de que no alcancen nada. Van y vienen contonénandose con gracia extraordinaria. Al bajar la cabeza para comer, suben exageradamente el timón de la cola, y entonces dejan ver el esponjado remolino de finas plumitas alrededor del orificio trasero.

...Después de que han agotado lo que hay en el piso de nuestro cuarto, dudan con cierta precaución si será expuesto subir hasta la cama, a las cobijas, sobre nuestro cuerpo; pero basta tan sólo con que el más audaz lo haga, para que uno a uno y luego todos, estén sobre nosotros buscando entre los pliegues del cobertor o en almohadas. Cuando fingimos continuar dormidos, permanecen de visita por largo rato, so pretexto de encontrar aun alguna migaja perdida. El menor movimiento parece sorprenderlos. Entonces bajan al piso; algunos se asoman tranquilamente al balcón para comprobar que tienen libre la vía del espacio y vuelven enseguida hasta que se van yendo como vinieron: primero, uno; luego, otro; otros más, hasta que desaparecen, seguros de que aquí con nosotros ha terminado su petit dejeneur.

Esta costumbre, este juego, convertido en un tácito compromiso me dulcifica y me compensa por anticipado de cualquier contratiempo que pudiere sucederme en el transcurso del día. Y a pesar de que a nadie se le ocurra conferir a la ventana de nuestro cuarto una importancia más allá de lo cómún, pues cuando bien les vaya advertirán la ventaja de que por ella entra la luz, el aire y aun el paisaje de manzardas (todo ello igualmente importante para mí,) lo que más vale, lo inapreciable, lo verdaderamente delicioso, es la visita de los gorriones que logra mantener el inocente goce de una ilusión cotidianamente renovada.

Creo que merced a ella, puedo moverme durante el día, con ánimo de paz. Luego en los museos, la contemplación de las obras se lleva a cabo fácilmente. Y si llegase alcazar un íntimo desasosiego, ya se percipirán -delicadas como la brisa, o broncas como el huracán- las voces en el diálogo de los personajes, su estado de ánimo y el clima en que estos, desde que se movieron al cobrar vida, siguen actuando. Sólo un estado de gracia permite disfrutar así el milagro de la obra de arte que vuelve a atar por los cabos de diferentes épocas, el hilo del tiempo.

Y en esto influye en mí -no me cabe la menor duda- los vínculos, las relaciones de amistad que he mantenido con los pájaros y que vienen a ser como una especie de coloquio franciscano.

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