martes, 30 de noviembre de 2010

Lamartine-El picapedrero de Saint Point-Fragmentos varios (C).

Dime, Claudio, ¿Cómo es ella? Entonces yo le contestaba: "Tiene los cabellos del color de las hojas secas cuando el viento las hace brillar en la punta de las ramas en el mes de octubre, después de las heladas; tiene los ojos brillantes como los vidrios del castillo, cuando los atraviesa el sol de la mañana para entrar en las habitaciones llenas de cosas que relucen y que no se pueden mirar sin cegarse; tiene el cutis fino, bermejo y cambiante como las manzanas de verano...Es alta como la puerta de casa, en la que tiene que bajar la cabeza cuando entra o sale para su labor. Tiene las manos y los pies tan pulidos y tan blancos como los guijarros de nuestra fuente; anda descalza, con tanta altivez y tanta gracia, como una dama que atraviesa la iglesia y a la que se ve pasar con sus hermosos zapatos. Tiene el cuello esbelto, redondo y flexible como las palomas cuando se picotean las alas sobre el tejado.Tiene los labios como ojas de clavel, y los dientes como pepitas de manzanas antes de estar maduras.

...Ahora, cuando en el otoño vuelvo a Saint Point, subo una vez a las Chozas, en la época en que caen las hojas de los castaños. La sepultura del pobre Claudio me inspira a la oración, la resignación y la paz. Me gusta sentarme allí, al ponerse el sol, y pensar en Dionisia y en él, reunidos ya bajo los rayos de este otro sol que no se pone jamás...Y aquel hombre me hace falta en el Valle. La pequeña lámpara que yo veía brillar desde mi ventana por la noche, entre la niebla de la montaña, es como una estrella que se hubiese apagado en aquel pedazo de cielo, o como una luciérnaga que acostumbra uno a ver iluminando la hierba bajo un matorral y que de repente se oculta bajo los pies. No era más que un gusano de la tierra, opero aquel gusano de la tierra contenía una partícula del fuego de los soles. Así de bueno era Claudio.

Algunas veces, en medio del campo, cuando todo está silencioso en el valle bajo la atmósfera abrasadora del mediodía, en un día de verano, escucho involuntariamente, con el oído inclinado hacia la montaña, y creo oír en la lejanía el sonido acompasado de su martillo, al caer una y otra vez sobre la piedra sonora, como el rústico péndulo del reloj de la eternidad.

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