sábado, 20 de noviembre de 2010

Giovanni Papini-Un millón de libros.

Después de algunos años de lecturas fabulosas y desordenadas, me percaté de que los pocos libros que había en casa y los otros pocos que podía tener recurriendo a las casas librería de parientes y conocidos, o comprando alguno usado, con los céntimos ahorrados del desayuno, o con los cuartos robados a mi madre, no bastaban. Supe, por un muchacho mayor que yo, que en la ciudad había grandísimas y riquísimas librerías abiertas a todos, donde en determinadas horas se podía ir, pedir el libro que se quisiese y, lo que es más, sin pagar nada. Decidí ir enseguida. Pero había una dificultad: para entrar en aquel paraíso era menester contar, por lo menos dieciséis. Yo tenía doce o trece, pero, para mi edad era demasiado alto.

Una mañana de julio probé. Subí una gran escalera, que me parecio ancha y solemne, temblando. Después de dos o tres minutos de incertidumbre y latir de corazón, entré en la salita de pedidos, escibí como pude mi solicitud, y la presenté con el aire turbado y sospechoso, de quin se sabe en falta. El empleado me miró con cierta compasión y con odiosa y arrastrada voz, me preguntó:

-Perdone, ¿Cuántos años tiene usted?

Se me enrojeció la cara, más de rabia que de vergüenza y respondí, haciéndome tres años más viejo:
-Quince.
-No bastan. Lo siento. Lee el reglamento. Vuelva dentro de un año.

Salí de allí humillado, despechado, abatido y lleno de odio infantil contra aquel hombre que me impedía a mí, pobre y hambriento de saber, el libre uso de un millón de libros, robándome así, cobardemente, en nombre de un número escrito, un año entero de luz y de felicidad.

Había entrevisto, al entrar, que del otro lado había una sala vasta y larga, con venerables sillones de altos respaldos, cubiertos de paño verde y, alrededor, libros y libros, libros viejos gruesos y macizos, con las cubiertas de pergamino y piel, con letras y frisos de oro: una maravilla. Y cada uno de ellos contenía lo que yo buscaba, ofrecía el alimento hecho para mí: historias de emperadores y poemas de batallas, vidas de hombres semidivinos, libros de santos de pueblos muertos, y las ciencias de todas las cosas y los versos de todos los poemas y los sistemas de todos los filósofos.Aquellos milares de promesas en letras de oro, eran para mí: a una orden mía los volúmenes que esperaban bajo el polvillo, tras la red tupida de los anaqueles habrían descendido hasta mí y los hubiera abierto, hojeado y devorado a mi placer.

No esperé un año para intentar la segunda prueba. También salió mal. Debí esperar otro verano para vencer. Tenía poco más de trece años, tal vez trece y medio. Junto con otro muchacho más grande que yo, que desde hacía tiempo entraba sin dificultad, entré, por fin. Para no dejar en el ojo y no pasar por niño en busca de pasatiempo, pedí un libro serio, un libro de ciencia -el de Canestrini sobre Darwin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario