miércoles, 17 de noviembre de 2010

Azorín-Cerrera cerrera

Espléndidamente florecía la Universidad de Salamanca en el siglo XVI. Diez o doce mil estudiantes cursaban en sus aulas durante la segunda mitad de esa centuria. Hervían las calles, en la noble ciudad, de mozos castellanos, vascos, andaluces, extremeños. a las parlas y dialectos de todas las regiones españolas mezclábanse los sonidos guturales del inglés o la áspera ortología de los tudescos. Resonaban por la mañana, a la tarde, los patios y corredores con las contestaciones acaloradas de los ergotizantes, las carcajadas, los gritos, el ir y venir continuo, trafagoso, sobre las anchas losas. Reposterías y alojerías rebosaban de gente; abundaban donilleros que cazaban incautos jóvenes para los solapados garitos; iban de un lado a otro, pasito y cautas, las viejas cobejeras, con su rosario largo y sus alfileres, randas y lana para hular. Los mozos ricos tenáin larga asistencia de criados, mayordomos y bucelarios, que reveleban el atuendo y riqueza de sus casas.

Cursaba en la universidad, allá por la época de que hablamos, un mozo de una ciudad manchega. No gustaba del bullicio. Su casa la tenía en una callejuela desierta, a la salida de la ciudad, cerca del campo. Vivía con una familia de su propia tierra nativa. Aposentábase en lo alto de la casa; su cuarto daba a una galería con barandal de hierro. Desde ella se divisaba, en la lontananza, por encima de la muchedumbre de tejados, torrecillas y lucernas, la torre de la catedral, que se destacaba en el cielo. De entre las paredes de un patio lejano sobresalían las cimas agudas, cimbreantes, de unos cipreses. Muchas veces nuestro estudiante pasábase horas enteras de pechos sobre la barandilla, contemplando la torre sobre el azul, o viendo pasar, lentas o rápidas, las blancas nubes. Y allí, más cerca, resaltando en lo pardo de las techumbres, aquellas afiladas copas de los cipreses que desde la prisión de un patio se elevaban hacia el firmamento ancho y libre, eran como una concreción de sus anhelos y sus aspiraciones.

Rara vez aportaba por las aulas de la Universidad nuestro escolar. Sobre su mesa reposaban cubiertos de polvo, siempre quietos, las Sumas y Digestos; iban y venían de una a otra mano, en cambio, los ligeros volúmenes de Petrarca, De Camoens y de Garcilaso. Largas horas pasaba el mancebo en la lectura de los poetas y en la contemplación del cielo. De cuando en cuando, un amigo y coterráneo suyo venía a verle y juntos devaneaban por la ciudad y sus aledaños. Les placía en esas correrías a los dos amigos escudriñar todos los rincones y saber de todas las beldades de la ciudad; entusiastas de la poesía en los libros, uno y otro, amaban también, férvidamente, la poesía viva de la hermosura femenina o la del espectáculo del campo. Luego, cuando ya habían apacentado sus ojos de tal manera, volvía cada cual a sus meditaciones, sólo otra vez, se ponía de pechos largos ratos sobre la barandilla o iba gustando -lejos de las áridas aulas- la regalada música de Garcilaso o de Petrarca.

El hidalgo -antiguo alumno de la Universidad salmaticense- está solo en su casa. Hace dos años que no vive en ella más que él. Todas las tardes, en invierno y en verano, el caballero se encamina hacia el río. Hay allí un molino a la orilla del agua; junto a la puerta se extiende un poyo de piedra; en el se asienta el caballero. Dentro, la citola canta su eterna y monótona canción. No lejos de la aceña, allá a dos pasos, desemboca un viejo puente. Generaciones y generaciones han desfilado por este estrecho paso, sobre las aguas: sobre las aguas que ahora -como hace mil años- corren mansamente hasta desaparecer allá abajo entre un boscaje de álamos, en un meandro suave. El hidalgo se sienta y permanece absorto largos ratos. Por el puente pasa la vida, pintoresca y varia: el carro de unos cómicos, unos leñadores con su borricos cargados de hornija, un hato de ganado merchaniego que viene al mercado, un ciego con su lazarillo, una romería que va al lejano santuario, un tropel de soldados. Y las aguas del río corren mansas, impasibles, en tanto que en el molino la taravilla canta su rítimica, inacabable canción.

Un día, al regresar al anochecer el hidalgo a su casa, encontróse con una carta. Conoció la letra del sobre; durante un instante permaneció absorto, inmóvil. Aquella misa noche se ponía en camino. A la tarde siguiente llegana a una ciudad lejana y se detenía en una sórdida callejuela, ante una mísera casita. En la puerta estaba un criado que guardaba la mula de un médico.

El caballero, en su ciudad natal, ha vuelto a encaminarse todas las tareas a la misma hora, al molino que se halla junto al río. Ahora viste todo él de luto. Horas enteras permanece absorto, sentado en el poyo de la puerta. Desfila por el puente la vida, varia y pintoresca -como hace cien años, como dentro de otros doscientos-. Las aguas corren mansas a perderse en una lejanía en que los finos y plateados álamos se perfilan sobre el cielo azul. La cítola del molino sigue entonando su canción. Todo en la gran corriente de las cosas es impasible y eterno; y todo, siendo distinto, volverá perdurablemente a renovarse.

Allá en la casa del caballero, entre los volúmenes que hay sobre la mesa, está el libro que el poeta Ovidio tituló Los tristes...Una mañana no se abrió más la casa del hidalgo ni nadie le volvió a ver. Diez años más tarde, un  soldado que regresó de Italia al pueblo, dijo que le parecía haberle visto de lejos; no pudo añadir otra cosa.

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