martes, 30 de noviembre de 2010

Lamartine-El picapedrero de Saint Point (6).

Sea por lo que fuese, su casita, o por mejor decir, su gruta, se reducía a una cueva tallada por las aguas o por el derrumbamiento de una parte de las paredes, en el flanco mismo de la roca. Como esta cavidad era poco profunda, había añadido a dos pequeñas paredes de peiedras informes, la mayor parte triangulares, de granito rodado. Dichas piedras estaban colocadas sin arte unas sobre otras, si bien de modo que los ángulos salientes de las unas encajasen en los ángulos entrantes de las otras, como las murallas ciclópeas que se ven en Etruria, que no se sabe si son obra de la naturaleza o de los hombres.

Aquellas dos paredes partían de la roca, avanzaban algunos pasos sobre la rocalla en pendiente, mezclada con algunas matas de boj; otra pared semejante las unía. Tenía abierta, por el lado del valle, una puerta baja y un tragaluz a un costado, cerrado por un manojo de retamas todavía en flor. La puerta, hecha con tres trozos de tablas apolilladas, sin duda de los restos del suelo de la cabaña superior, que no tenía más cerradura que un picaporte de madera accionado por una cuerda que colgaba hacia fuera durante el día, y que entraba por la noche por un pequeño agujero abierto debajo del picaporte, en el interior de la choza. La parte del trejadon que se unía a la roca y que sobresalía de ella algunas toesas, estaba cubierta, en vez de paja de avena retoricida, sobre las cuales resbalaba la lluvia y crecían algunas matas de parietaria. La misma roca servía de tejado matural al fondo de la cabaña. Todavía se veían, sobre el reborde prominente de la roca, los restos de una galería sostenida por una vieja viga y decorada con un resto de balaustrada y uno o dos peldaños de escalera, que eran en otro tiempo el porche rústico de la casa.

Las tupidas yedras, de que he hablado, que invadían en la actualidad toda la antigua morada, se extendían desde esta galería en ruinas hasta el tejado de la nueva choza. Un membrillero encorvado, algunos enebros de engras perlas y un inmenso manojo de espino blanco, vegetación saxilar, se habían enraizado en una cornisa natural de las rocas. Colgaban allí con sus ramas y sus flores sobre el tejado, y lo cubrían casi en su totalidad de hojas muertas, de hojas verdes y de nieve olorosa de espino.

Quedé asombrado al ver entre aquellas ramas dos o tres nidos de pequeños pájaros de las alturas. Incubaban sus huevos y me miraban desde el fondo sombreado del follaje. No volaron al aproximarme, como si tuvieran por instinto el sentimiento de una confiada seguridad. Tampoco huyeron los lagartos de la pared.

Tiré de la cuerdecitya del picaporte de madera, y entré en la cabaña llamando a Claudio de las Chozas. La cabaña estaba vacía.

Eché rápiudamente una mirada para formar juicio respecto de las costumbres y hábitos del hombre por el aspecto de su habitación. Ella sola me bastó para comprender la vida de aquel pobre solitario. El fondo de la choza era unos pies más lato que el suelo. Formaba una especie de cama de piedra talada a cincel en la roca viva, del tamaño de un hombre. Aquel lecho tenía la roca abovedada por techo y encima, en vez de colchón, un petate de paja de avena mezclada con heno de finas hierbas de las montañas.

Un pequeños haz de retamas hacía de almohada. Tres o cuatro pieles de carnero, arrolladas a los pies de la cama, servían de cobertor en invierno.

Al lado de aquel hueco, un vestido de mujer, con cintas de terciopelo en las costuras...Un poco más lejos, contra la pared de piedra tosca, se veía un pequeño hogar cubierto de un montoncito de cenizas blancas de retama...El resto del suelo de la cabaña estaba todo cubierto de un lecho abundante y aseado de brezos y de helechos verdes, sobre el cual estaban marcados los hoyos que los perros, las cabras y los cabritos habían formado con sus patas durante la noche.

...Yo contemplaba desde la puerta mi casa que brillaba en el horizonte, al sol del valle, con sus anchos muros, sus tejados, sus torres, sus grandes habitaciones llenas de muebles útiles o fútiles, de todos los sirvientes y de todas las comodidades de una civilización insaciable de necesidades verdaderas y ficticias. Volví después la mirada hacia el mobiliario de Claudio de las Chozas y salí diciendo:

-He ahí a qué se reduce las necesidades de un hombre!


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