martes, 30 de noviembre de 2010

Lamartine-El picapedrero de Saint-Point (1).

Al salir de la pequeña y encantadora villa de Masón en dirección a las montañas por donde el sol se oculta, encontramos, en primer término, durante varias horas, un camino real bordeado de viñedos, que sube y baja con als ondulaciones del terreno, igual que un navío en un mar de dilatadas olas. Numerosos pueblos, con rojos tejados y paredes blanqueadas, tapizadas de parras por encima de las puertas, se levantan en pendiente por todos lados y humean al fondo de las gargantas. Están rodeados de prados, y los cursos sinuosos de los riachuelos que los riegan, están trazados por hileras de sauces podados cada tres años. Su cabellera , flexible al más leve viento, que agita sus hojas y que parece bruñirlas de plata, es lo bastante larga y tupida para dar un poco de sombra a lols chicuelos que cuidan las vacas, y para proporcionar asilo, con frecuencia descubierto, al nido del ruiseñor y del martín pescador. Macizos campanarios de piedra tallada, obscurecidos por la lluvia y cubiertos del musgo sombrío de los siglos, dominan esos pueblos, con sus agujas en forma de alargadas pirámides. La mirada del viajero va continuamente de uno a otro de estos campanarios, como si contase a derecha e izquierda los hitos de una vía romana, trazada a lo alrgo de aquella poblada comarca. A la sombra de esas pirámides caladas, donde resuena para cada habitante, al son de la campana, la voz del nacimiento o de la muerte, crecen las malvas de los cementererios.

Es allí solamente donde reposan los laboriosos viñadores de aquella comarca, después de haber convertido, durante sesenta u ochenta años, su sudor de vino, para alimentar a sus mujeres y a sus hijos. Cierta suave alegría se esparce con los rayos de sol, en las cintas brillantes de los arroyos, en los reflejos blancos de las cabañas, en los cantos de las mujeres y en el repique de las campanas, sobre todo aquella campiña. El clima es apacible, la tierra sonríe y el viajero dice: "Me gustaría vivir aquí", y se entristece, sin saber por qué, al dejar tras sí aquel gracioso y luminoso paisaje.

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