martes, 30 de noviembre de 2010

Lamartine-El picapedrero de Saint Point-Fragmentos varios (C).

Dime, Claudio, ¿Cómo es ella? Entonces yo le contestaba: "Tiene los cabellos del color de las hojas secas cuando el viento las hace brillar en la punta de las ramas en el mes de octubre, después de las heladas; tiene los ojos brillantes como los vidrios del castillo, cuando los atraviesa el sol de la mañana para entrar en las habitaciones llenas de cosas que relucen y que no se pueden mirar sin cegarse; tiene el cutis fino, bermejo y cambiante como las manzanas de verano...Es alta como la puerta de casa, en la que tiene que bajar la cabeza cuando entra o sale para su labor. Tiene las manos y los pies tan pulidos y tan blancos como los guijarros de nuestra fuente; anda descalza, con tanta altivez y tanta gracia, como una dama que atraviesa la iglesia y a la que se ve pasar con sus hermosos zapatos. Tiene el cuello esbelto, redondo y flexible como las palomas cuando se picotean las alas sobre el tejado.Tiene los labios como ojas de clavel, y los dientes como pepitas de manzanas antes de estar maduras.

...Ahora, cuando en el otoño vuelvo a Saint Point, subo una vez a las Chozas, en la época en que caen las hojas de los castaños. La sepultura del pobre Claudio me inspira a la oración, la resignación y la paz. Me gusta sentarme allí, al ponerse el sol, y pensar en Dionisia y en él, reunidos ya bajo los rayos de este otro sol que no se pone jamás...Y aquel hombre me hace falta en el Valle. La pequeña lámpara que yo veía brillar desde mi ventana por la noche, entre la niebla de la montaña, es como una estrella que se hubiese apagado en aquel pedazo de cielo, o como una luciérnaga que acostumbra uno a ver iluminando la hierba bajo un matorral y que de repente se oculta bajo los pies. No era más que un gusano de la tierra, opero aquel gusano de la tierra contenía una partícula del fuego de los soles. Así de bueno era Claudio.

Algunas veces, en medio del campo, cuando todo está silencioso en el valle bajo la atmósfera abrasadora del mediodía, en un día de verano, escucho involuntariamente, con el oído inclinado hacia la montaña, y creo oír en la lejanía el sonido acompasado de su martillo, al caer una y otra vez sobre la piedra sonora, como el rústico péndulo del reloj de la eternidad.

Lamartine-El picapedrero de Saint Point-Fragmentos varios (B).

XIII

Graciano no podía prescindir de ella, ni ella de Graciano. Cuando ella salía por la mañana, apenas vestida, para ordeñar las ovejas y las cabras, Graciano la seguía y se sentaba, cara al sol, en el banco de piedra que yo había tallado, por diversión los domingos, en un bloque de roca gris, junto a la puerta.

Graciano, le decía: "Dionisia, ¿qué se ve en el cielo y en el valle? ¿Hay niebla sobre los prados de Bourg-Villain? ¿Las ventanas del castillo de Saint Point están cerradas sobre el gran balcón?" O bien: "¿Se ve al señor paseándose por la alameda con un libro en la mano, como cuando yo veía? ¿Hay vacas blancas y gordas en los prados en pendiente,detrás de los jardines? ¿Hay nubes rosadas o grises circundando al sol? ¿Se ven humaredas azules sobre los tejados de las casas y dispers+andose sobre los campos en flor como bandas de palomas empujadas por el viento? ¿Están en flor las malvas y los gordolobos? ¿Las cerezas están anudadas en los guindos? ¿Los espinos han nevado esta noche sobre los matorrales? ¿Los avellanos tienen sus erizos como el dorso de verdes orugas? ¿Cuelgan los racimos de lilas como las uvas en flor? ¿Los corderos tienen ya todos sus dientes y empiezan a dejar a sus madres y a pacer el musgo tierno? Dime si el último cabrito tiene manchas negras a los dos lados y si comienza a opelar la corteza de los tiernos sauces con sus cuernos nacientes".

Y Dionisia no dejaba de contestar a todo esto y siempre con agrado en la voz y con el tono de las palabras, añadía los más pequeños detalles acerca de las formas de los objetos, de la luz en el cielo, de los colores en la montaña y del carácter de los animales.


Lamartine-El picapedrero de Saint Point-Fragmentos varios (A).

...Se hubiera dicho que un espíritu de dulzura y de amistad había puesto la confianza y la paz entre todas las cosas y entre todos los seres de aquella pequeña colonia de la montaña.

Permanecí inmóvil y enternecido al contemplar todo aquello...Nosotros nos sentamos al sol, el uno frente al otro; él sobre su montículo y yo en el mío, con la cabeza a la luz del cielo, los pies en la hierba de algún surco de tumba cerrado y olvidado, bajo aquel verde sudario de césped embalsamado de flores, y tuvimos la conversación que deseaba mantener con él.

...Después de la conversación, salí del cercado y él me acompañó hasta el umbral de las Chozas. El perro, las ovejas, las cabras y hasta los conejos le siguieron, como si él los hubiese llamado. Aquellos animales domesticados parecían hacerle cortejo y comprender su amistad por ellos. No me hubiera asombrado de ver que le seguían las abejas y los insectos del cercado. Aquel hombre hubiera domesticado a las rocas y a los árboles. Toda la naturaleza, animada o inanimada, y él, parecían entenderse, vivir y amarse en una misteriosa y piadosa inteligencia, a los pies del Creador.

Bajé de allí sumido en un recogimiento interior...Oía en mi alma las palabras sencillas, aunque  tan llenas de sentido divino, de aquel sencillo discípulo de la soledad. El timbre de su voz resonaba en mis oídos como el timbre de esas campanas de las aldeas encaramadas en los Alpes, que resuenan por encima de las nieblas del Valle y cuya única función consiste en provocar en las almas el pensamiento de Dios, el sursum corda de los leñadores, de los segadores y de los pastores de las montañas. O me sentía mejor, más ardoroso de corazón y más inclinado hacia el bien, por el solo hecho de haberme aproximado a aquel hogar de pastor, oculto entre los matorrales y las rocas...Las almas también tienen su fisonomía: no se les analiza, se les experimenta. ¿Quién no se ha dicho a sí mismo, al aproximarse a ciertas personas: "Me siento mejor cerca de ellas"?


Lamartine-El picapedrero de Saint Point (6).

Sea por lo que fuese, su casita, o por mejor decir, su gruta, se reducía a una cueva tallada por las aguas o por el derrumbamiento de una parte de las paredes, en el flanco mismo de la roca. Como esta cavidad era poco profunda, había añadido a dos pequeñas paredes de peiedras informes, la mayor parte triangulares, de granito rodado. Dichas piedras estaban colocadas sin arte unas sobre otras, si bien de modo que los ángulos salientes de las unas encajasen en los ángulos entrantes de las otras, como las murallas ciclópeas que se ven en Etruria, que no se sabe si son obra de la naturaleza o de los hombres.

Aquellas dos paredes partían de la roca, avanzaban algunos pasos sobre la rocalla en pendiente, mezclada con algunas matas de boj; otra pared semejante las unía. Tenía abierta, por el lado del valle, una puerta baja y un tragaluz a un costado, cerrado por un manojo de retamas todavía en flor. La puerta, hecha con tres trozos de tablas apolilladas, sin duda de los restos del suelo de la cabaña superior, que no tenía más cerradura que un picaporte de madera accionado por una cuerda que colgaba hacia fuera durante el día, y que entraba por la noche por un pequeño agujero abierto debajo del picaporte, en el interior de la choza. La parte del trejadon que se unía a la roca y que sobresalía de ella algunas toesas, estaba cubierta, en vez de paja de avena retoricida, sobre las cuales resbalaba la lluvia y crecían algunas matas de parietaria. La misma roca servía de tejado matural al fondo de la cabaña. Todavía se veían, sobre el reborde prominente de la roca, los restos de una galería sostenida por una vieja viga y decorada con un resto de balaustrada y uno o dos peldaños de escalera, que eran en otro tiempo el porche rústico de la casa.

Las tupidas yedras, de que he hablado, que invadían en la actualidad toda la antigua morada, se extendían desde esta galería en ruinas hasta el tejado de la nueva choza. Un membrillero encorvado, algunos enebros de engras perlas y un inmenso manojo de espino blanco, vegetación saxilar, se habían enraizado en una cornisa natural de las rocas. Colgaban allí con sus ramas y sus flores sobre el tejado, y lo cubrían casi en su totalidad de hojas muertas, de hojas verdes y de nieve olorosa de espino.

Quedé asombrado al ver entre aquellas ramas dos o tres nidos de pequeños pájaros de las alturas. Incubaban sus huevos y me miraban desde el fondo sombreado del follaje. No volaron al aproximarme, como si tuvieran por instinto el sentimiento de una confiada seguridad. Tampoco huyeron los lagartos de la pared.

Tiré de la cuerdecitya del picaporte de madera, y entré en la cabaña llamando a Claudio de las Chozas. La cabaña estaba vacía.

Eché rápiudamente una mirada para formar juicio respecto de las costumbres y hábitos del hombre por el aspecto de su habitación. Ella sola me bastó para comprender la vida de aquel pobre solitario. El fondo de la choza era unos pies más lato que el suelo. Formaba una especie de cama de piedra talada a cincel en la roca viva, del tamaño de un hombre. Aquel lecho tenía la roca abovedada por techo y encima, en vez de colchón, un petate de paja de avena mezclada con heno de finas hierbas de las montañas.

Un pequeños haz de retamas hacía de almohada. Tres o cuatro pieles de carnero, arrolladas a los pies de la cama, servían de cobertor en invierno.

Al lado de aquel hueco, un vestido de mujer, con cintas de terciopelo en las costuras...Un poco más lejos, contra la pared de piedra tosca, se veía un pequeño hogar cubierto de un montoncito de cenizas blancas de retama...El resto del suelo de la cabaña estaba todo cubierto de un lecho abundante y aseado de brezos y de helechos verdes, sobre el cual estaban marcados los hoyos que los perros, las cabras y los cabritos habían formado con sus patas durante la noche.

...Yo contemplaba desde la puerta mi casa que brillaba en el horizonte, al sol del valle, con sus anchos muros, sus tejados, sus torres, sus grandes habitaciones llenas de muebles útiles o fútiles, de todos los sirvientes y de todas las comodidades de una civilización insaciable de necesidades verdaderas y ficticias. Volví después la mirada hacia el mobiliario de Claudio de las Chozas y salí diciendo:

-He ahí a qué se reduce las necesidades de un hombre!


Lamartine-El picapedrero de Saint Point (5).

El valle de Saint Point no es más que una ancha grieta que las aguas de algún diluvio, o la depresión del suelo, o las desgarraduras de alguna sacudida del globo, han hecho entre dos montañas que antes debían tocarse. Con el trabajo de los siglos, las laderas opuestas de aquellas dos montañas que corren de Sur a Norte se han cubierto de arena lelvada allí por no sé qué oceános agotados, de tierras raras y poco profundas, constantemente  reproducidas por la vegetación de las hierbas y por la caída anual de las hojas, arrastradas siempre por su peso, por las nieves o por las lluvias de invierno, hasta el fondo del barranco.

A la sazón, bosques y prados de hierba fina, como el verde vellón de la tierra, recubren las osamentas de aquellas dos montañas paralelas. Pero en los ángulos entrantes y salientes de aquellos montículos o cabos, cuyos salientes de un lado parecen corresponder geométricamente al vació del otro lado, se cree reconocer en una ladera del valle lo que falta en la otra. Aquellas dos montañas, pareceidas  a dos largos muros de fortaleza, precedidos, sostenidos y flanqueados solamente por sus bastiones, no dejan paso de oriente a poniente, aningún valle transversal. Por la parte del Mediodía, está completamente cerrado por una meseta muy elevada que sólo deja ver los conos y las cúpulas sombrías de las crestas lejanas del Forez.

Se comienza a caminar al borde de prados angostos, por los que el río se desliza bajo una bóveda de alisis y avellanos. Se respira la frescura húmeda de los barrancos profundos. Sólo se encuentra a la izquierda derrumbamientos arenosos de granito rosa pulverizado por el tiempo y a la derecha ramajes de árboles acuáticos, en los que enredan sus alas los mirlos que se levantan al ruido del paso del caballo, siguiendo las sinuosidades cada vez más intrincadas del sendero que parece no saber a dónde os lleva. Como serpiente que busca, arrastrándose entre las hierbas, su camino hacia el sol, se pleiga a todas las sinuosidades y a todas las ondulaciones del terreno.

Lamartine-El picapedrero de Saint Point (4).

Siempre lo más hermoso, tanto en la belleza de las formas, como en la belleza de la moral de los caracteres y en la belleza material de la creación, es aquello que no se ve a primera vista. Los misterios del cuerpo, del corazón o de la naturaleza son el encanto de la inteligencia, del alma o de los ojos. Diríase que Dios ha extendido como un  velo sobre lo más delicado y lo más divino que ha hecho, para provocar su deseo por lo secreto y para moderar su resplandor a nuestras miradas, de la misma manera que ha puesto pestañas en nuestros ojos para mititgar la impresión de la luz, y ha extendido la noche sobre las estrellas para estimularnos a perseguirlas con la vista en su oceáno aéreo, a medir su poder y su grandeza en esos clavos de fuego que sus dedos, al tocar la bóveda celestial, han dejado marcados en el firmamento.

Los valles son los misterios de los paisajes. Cuanto más empeño ponen en ocultarse, en hundirse y resguardarse, tanto más sentimos el deseo de penetrar en ellos. Tal es la impresión que produce el valle de Saint Point a cada paso que da el viajero para descubrirlo. Cuanto más se le descubre, tanto más parece alejarse.

El picapedrero de Sain Point (3).

Siguiendo algún tiempo en esta dirección, por tierras ya de pastoreo, sólo se encuentran algunos muchachos andrajosos que cuidan las cabras o los bueyes entre los matorrales. después, bruscamente, el terreno escarpado del Bois Clair se suaviza a vuestra izquierda. Nace allí un riachuelo llamado Vallouze, que brota a vuestros pies, de una verde garganta. Por su limpidez y su murmullo, bordeado de sauces, parece que os invitara a penetrar en aquella garganta, y a visitar el misterioso valle oculto, del cual ese mismo río es la primera revelación. Uno se pregunta: "De dónde vienen esas aguas, y cómo una garganta tan estrecha puede dar salida a tan murmurante arroyo? ¿Se ensanchará más allá? ¿Será profundo? ¿Tendrá a sus márgenes frondosos bosques y rocas, y manantiales que lo alimenten? ¿Ocultará entre sus sinuosidades algún amplio remanso en el que se desplieguen las praderas y los bosques, o encontraremos en sus orillas una iglesia, un pueblo, o el esqueleto descarnado de un antiguo castillo? Entremos."

Y doblando con leve presión de la mano izquierda la cabeza y los pasos de la cabalgadura, el viajero se dirige hacia el sendero arenoso trazado en la orilla del Vallouze, que penetra en el valle de Saint-Point.

Lamartine-El picapedrero de Saint Point (2).

A medida que se avanza hacia el pie de las montañas, desaparecen los viñedos y los pueblos son cada vez más raros, hasta terminar por diseminarse en aldehuelas o en grupos de dos o tres chozas, de trecho en trecho, en las pendientes escarpadas de los prados y de las rocas tapizadas de bojes.

Cuando se llega a la cima de la montaña llamada Bois-Clair (Bosque-claro), porque el sol de la mañana, al salir por detrás del Jura y del Monte Blanco, hiere, sin duda.con sus primeros rayos las altas ramas de sus bosques de robles, instintivamente el viajero se vuelve para echar una última mirada a la inmensa escena que va a ocultarse tras la negra cortina de la montaña: el Macconais dorado por si vides, el Saona que se desliza como una gran serpiente de plata entre sus verdes prados, La Bresse aterciopelada con sus mieses y sauces, el negro Jura y los Alpes de oro; y se baja en rápida pendiente hacia la antigua ciudad claustral de Cluny, guarecida, como nido de buho, bajo las flechas bronceadas y silenciosas de los campanarios de su abadía.

Pero, al pie de la pendiente del Bois-Clair, la ruta se bifurca: uno de sus brazos conduce a Cluny a través de praderas feraces y monótonas, como el lujo monacal que poseía en otros tiempos aquellos pastizales y aquellos bosques; el otro ramal conduce a las montañas del Charolais, cubiertas de bosques, de lagos, de pastizales melancólicos y llenos de mugidos de rebaños.

Lamartine-El picapedrero de Saint-Point (1).

Al salir de la pequeña y encantadora villa de Masón en dirección a las montañas por donde el sol se oculta, encontramos, en primer término, durante varias horas, un camino real bordeado de viñedos, que sube y baja con als ondulaciones del terreno, igual que un navío en un mar de dilatadas olas. Numerosos pueblos, con rojos tejados y paredes blanqueadas, tapizadas de parras por encima de las puertas, se levantan en pendiente por todos lados y humean al fondo de las gargantas. Están rodeados de prados, y los cursos sinuosos de los riachuelos que los riegan, están trazados por hileras de sauces podados cada tres años. Su cabellera , flexible al más leve viento, que agita sus hojas y que parece bruñirlas de plata, es lo bastante larga y tupida para dar un poco de sombra a lols chicuelos que cuidan las vacas, y para proporcionar asilo, con frecuencia descubierto, al nido del ruiseñor y del martín pescador. Macizos campanarios de piedra tallada, obscurecidos por la lluvia y cubiertos del musgo sombrío de los siglos, dominan esos pueblos, con sus agujas en forma de alargadas pirámides. La mirada del viajero va continuamente de uno a otro de estos campanarios, como si contase a derecha e izquierda los hitos de una vía romana, trazada a lo alrgo de aquella poblada comarca. A la sombra de esas pirámides caladas, donde resuena para cada habitante, al son de la campana, la voz del nacimiento o de la muerte, crecen las malvas de los cementererios.

Es allí solamente donde reposan los laboriosos viñadores de aquella comarca, después de haber convertido, durante sesenta u ochenta años, su sudor de vino, para alimentar a sus mujeres y a sus hijos. Cierta suave alegría se esparce con los rayos de sol, en las cintas brillantes de los arroyos, en los reflejos blancos de las cabañas, en los cantos de las mujeres y en el repique de las campanas, sobre todo aquella campiña. El clima es apacible, la tierra sonríe y el viajero dice: "Me gustaría vivir aquí", y se entristece, sin saber por qué, al dejar tras sí aquel gracioso y luminoso paisaje.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Ignacio Manuel Altamirano-Clemencia (2).

Guadalajara de lejos.

Hallábase Guadalajara en aquellos días llena de animación. A propósito, me parece conveniente hacer a ustedes la descripción de esta hermosa ciudad que tal vez no conozcan. 

Guadalajara, que a justo título puede llamarse la reina de Occidente, es sin duda alguna la primera ciudad del interior...por su belleza, por si situación topográfica, por su antigua importancia en tiempo de los virreyes -la que no ha disminuido en tiempo de la República- sea considerada superior, no sólo a las ciudades que he mencionado, sino a todas las de la República.

La antigua capital de la Nueva Galicia, que contaba en el año de 1738 más de ochenta mil habitantes, según afirma Mota Padilla, cronista de todos los pueblos de Occidente...Esto, y el hecho de ser el centro agrícola y comercial de los Estados Occidentales, así como de haber representado siempre un papel importantísimo en nuestras guerras civiles, dan a Guadalajara un interés que no puede menos de inspirar la curiosidad más grande a los viajeros mexicanos que la ven por primera vez.

Yo particularmente sentía un placer inmenso en ir acercándome instante por instante a la bella ciudad que había oído nombrar a menudo como la tierra de hombres valientes y mujeres hermosas, y esto me compensaba en parte la contrariedad que sufría por verme alejado del círculo de los sucesos militares.

Guadalajara está separada del centro de la República por una faja de desierto que comienza en los Lagos, y que con la única interrupción de Tepatiltán, pequeño oasis famoso por la belleza de las huries que le habitan, concluye a las puertas de la gran ciudad; de modo que ésta se muestra, al viajero que la divisa a lo lejos, más orgullosa en su soledad, semejante a una mujer que, dotada de una hermosura regia, se separa del grupo que forma bellezas vulgares, para ostentarse con toda la majestad de sus soberbios encantos.

Por el lado de las poblaciones centrales de México, Guadalajara está defendida naturalmente por el caudaloso río de Santiago que, nacido en la gran mesa del Anáhuac, y después de formar el lago de Chapala, va a desembocar en el mar Pacífico.

En el centro de este valle, trazado por el gran río y por la gigantesca cordillera, se halla asentada Guadalajara. Magnífiico es el aspecto que presenta al que la ve, llegando por el lado de occidente, y después de trasponer las últimas colinas que bordean la ribera del Santiago, por el paso de Tololotlán.

La vista no puede ser menos de quedar encantada al ver brotar de la llanura, como una visión mágica, a la bella capital de Jalisco, con sus soberbias y blancas torres y cúpulas, y sus elegantes edificios que brillan entre el fondo verde oscuro de sus dilatados jardines.

Todavía más que Puebla, Guadalajara parece una ciudad oriental, pues, rodeada como está de una llanura estéril y solitaria, encierra en su seno todas esas bellezas que traen a la memoria la imagen de las antiguas ciudades del desierto, tantas veces descritas en als poéticas leyendas de la Biblia.

Efectivamente, la llanura que rodea a la ciudad da un aspecto extraño al paisaje, que no se observa al aproximarse a ninguna de las otras ciudades de la República. 

En las mañanas del estío, o en los días del otoño y del invierno, como en los que llegué por primera vez a Guadalajara, aquel valle es triste y severo; el cielo se presenta radioso y uniforme, pero el sol abrasa y parece derramar sobre la tierra sedienta torrentes de fuego.

La brisa es tibia y seca, el suelo, pedregoso o tapizado con una espesa de esa arena menuda y bermeja que los antiguos indios llamaron con el nombre genérico de Xalli (arena, en náhuatl), de donde se deriva Jalisco, ya que se asemeja a la rambla de un inmenso lago disecado, o el cráter relleno de un volcán extinguido hace millares de siglos.

Guadalajara de cerca.

Por una calzada de hermosos fresnos se atraviesa en un instante la pequeña distancia que hay de San Pedro a Guadalajara.

Desde que se penetra en sus primeras calles hay algo que simpatiza profundamente: se ve algo semejante a la sonrisa de una familia hospitalaria; se diría que una mujer amable y buena le abre a uno los brazos y le estrecha contra su corazón.






Ignacio Manuel Altamirano-Clemencia (1).

Dos citas de los Cuentos de Hoffmann. Fragmento.

Una noche de diciembre, mientras el viento penetrante del invierno, acompañado de una lluvia menuda y glacial, ahuyentaba de las calles a los paseantes, varios amigos del doctor L...tomábamos el té, cómodamente abrigados en una pieza confortable de su linda, aunque modesta casa.

Cuando nos levantamos de la mesa, el doctor, después de ir a asomarse a una de las ventas, apresuró a cerrar en seguida, vino a decirnos:

-Caballeros, sigue lloviendo, y creo que cae nieve; sería una atrocidad que ustedes salieran con este tiempo endiablado, si es que desean partir. Me parece que harían ustedes mejor en permanecer aquí un rato más; lo pasaremos entretenidos charlando, que para eso son las noches de invierno. Vendrán ustedes a mi gabinete, que es al mismo tiempo mi salón, y verán buenos libros y algunos objetos de arte.

Consetimos de buen grado y seguimos al doctor a su gabinete. Es éste una pieza amplia y elegante, en donde pensabamos encontrarnios uno o dos de esos espantosos esqueletos que forman el más rico adorno del estudio de un médico; pero con sumo placer notamos la ausencia de tan lúgubres huéspedes, no viendo allí más que preciosos estantes de madera rosa, de una forma moderna y enteramente sencilla, que estaban llenos de libros ricamente encuadernados, y que tapizaban, por decirlo así, las paredes.

Arriba de los estantes, porque apenas tendrían dos varas y media de altura, y en los huecos que dejaban, había colgados grabados bellísimos y raros, así como retratos de familia. Sobre las mesas se veían algunos libros, más exquisitos todavía por su edición y encuadernación.

El doctor L..., que es un guapo joven de treinta años y soltero, ha servido en el Cuerpo Médico-Militar y ha adquirido algún crédito en su profesión; pero sus estudios especiales no le han quitado su apasionada propensión a la bella literatura. Es un literato instruido y amable, un hombre de mundo, algo desencantado de la vida, pero lleno de sentimiento y de nobles y elevadas ideas.

No gusta de escribir, pero estimula a sus amigos, les aconseja y, de ser rico, bien sabemos nosotros que la juventud contaría con un Mecenas, nosotros con un poderoso auxiliar y, sobre todo, los desgraciados con un padre, porque el doctor desempeña su santa misión como un filántropo, como un sacerdote. Eso más que todo nos ha hecho quererle y buscar su amistad como un tesoro inapreciable.

Emil Ludwig-Beethoven (3).

Apenas terminó la obra (la novena sinfonía), quiso ponerla en ejecución. Aquél fue su último concierto. Estuvo presente en él, pero no dirigió la orquesta. En un día del mes de mayo dio a conocer en un teatro de Kärntertor su Novena Sinfonía. Cundía el espanto en el corazón de los oyentes; en aquella corta hora fue reconstruida para ellos la lucha de su vida...Cada uno, no importa dónde se librara la batalla contra fuerzas extrañas, se sintió vivir en los mismos presentimientos; jamás el juego del destino con los mortales, su reto y su ataque, ha sido tan formidablemente plasmado por la mano humana...nunca desde Esquilo.

Oyeron, en el primer movimiento, cómo la Humanidad aparece completamente anodada, mientras el caos estalla en truenos. En el segundo emprende la marcha intrépidamente, adelante, siempre adelante, con sus aperos y cuernos de caza, mas los tambores la echan por tierra. Vuelve a levantarse, vuelve a emprender carrera, mas siempre el tambor la hace retroceder.

Pero en el tercer movimiento se olvida del Destino. un hombre vaga solo por el paisaje y experimenta lo que los dioses no pueden experimentar: amor, dolor, la gran sumisión humana. ¡Cuán dulce y suave es todo, cuán plácidamente se mueve y desliza todo! En la eterna ordenación de las cosas, entre el eterno cortejo, vibra una leve, esotérica prevención, un  augurio. Siempre, cada vez que el bombo se insinúa, el golpe atronador es amortiguado con la palma de la mano. ¡Cuán lejos está el Destino! De pronto elévase el dúo humano, serenamente, con muhcas y anhelantes miradas a las amenazadoras nubes del Destino. Una sola vez se recuerda al hombre que afuera le aguardan las luchas, pero se rinde nuevamente al amor. 

Luego, después de un dulcísimo final, el caos se abre de nuev, los tambores suenan enfurecidos, el cielo amenaza. El violoncelo aventura algo como una interrogación...El tumulto estalla con más furia. Pero la cósmica hecatombe ha despertado a los prisioneros. ¿Son animales? ¿Son esclavos? Se agitan en sus rechinantes cadenas...se agitan con impaciencia...¡Piden su libertad! Los poderes de la luz y de la sombra luchan en denuedo mientras los prisioneros gruñen. En la mente de los hombres surge la idea y el anhelo de la felicidad tranquila. Violoncelos y contrabajos cantan, hablan, evocan...Diríase que todos los instrumentos de la orquesta han adquirido el lenguaje de los hombres. Hablan, hablan antes de que los hombres se acerquen. Un gran congreso de los cautivos, en su despertarm se ha inaugrado; una asamblea de razonadoras e interrogantes criaturas.


Emil Ludwig-Beethoven (2).

Catástrofes. Fragmento.


Tan sólo en la simple naturaleza, lejos de los hombres, halla este corazón paz y tranquilidad. "Mi desdichado oído no me hace aquí ninguna falta. Todos los árboles me hablan, y su lenguaje llega perfectamente a mi alma. ¡Oh santa, admirable naturaleza! ¿Quién podría, arrobado en mitad de los bosques, expresar todos los sentimientos que embargan el corazón? Si todo lo demás anda mal, el bosque siempre es el mismo, hasta en invierno. He alquilado una vivienda a un labrador, muy barata, por cierto, considerando los tiempos".

En tal disposición de ánimo le encuentra y lo describe un pintor subiendo una cuesta con el amplio sombrero gris aplastado bajo el brazo y echándose al pie de un árbol, una vez llegado a la cima, en cuya posición se queda un rato extático contemplando el cielo. Como de costumbre, confía el maestro sus sentimientos de ventura al papel y, como de costumbre también, es al Supremo Hacedor a quien sus palabras se dirigen: "Dios mío, en el bosque soy feliz. ¡Qué serenidad, qué paz! ¡Únicamente en el bosque puede elevarse el alma a ti, sólo entre estas frondas puedo servirte!". En los apuntes para su mayor sonata (Op. 106) aparece de pronto: "Una casita...demasiado deliciosamente pequeña para ocuparla desaparejado. Tan sólo unos días en esta divina moradea. Anhelo o deseo...de liberación o satisfacción...".

Estas últimas sonatas (hasta la 111) varían todas el gran tema de su vida: la lucha con el destino. Pero sus desarrollos musicales más notables están acompañados de ensueños graves y dulces; porque siempre tienen que expresar sentimientos evocados por alguna desgracia o algún suceso melancólico, elige la forma del cuarteto o de la sinfonía. En lugar de aquella liberrima fantasía de que hacía antes gala en el piano, compone ahora estas sonatas sin orillas, en que las notas manan de la misma fuente inagotable que originó las otras, pero con una fuerza interior mucho más trágica. La sinfonía, por el contrario, es, según él, en resumidas cuentas, su propio elemento: "Cuando la música suena en mí, oigo siempre toda la orquesta". Con su creciente fuerza y blanda transparencia de los colores, a tono con el sentimiento, recuerda Beethoven en sus últimas obres la pintura de Rembrandt.

Emil Ludwig-Beethoven.

Lucha contra el destino. Fragmento.

"¡Cuán feliz es usted pudiendo ir al campo tan pronto! Antes del día 8 no podré gozar yo también de esta dicha. Ya me regocijo como un niño al pensarlo. Nadie puede amar al campo más que yo. Los bosques, los árboles, las peñas, devuelven el eco que pide la humanidad".

Jamás artista alguno descansó en el regazo de la naturaleza , como éste. Acostumbrado al aire y al agua, volviendo siempre solo al bosque y al arroyo -aun en los días que se relacionaba con la sociedad-, ermitaño contra su voluntad, refugiábase el mudo restigo de Dios en el corazón; y si no podía percibir la voz de los pájaros (especialmente de la codorniz) que antes había intercalado en su orquestación, su oído interior podía discernir los sonidos del viento, la lírica de las nubes, todas las armonías que flotan entre el cielo y la tierra.

Este hábito, esta inspiración feliz que insufla en su alma la voz poderosa de la naturaleza, anima desde un principio todas sus composiciones. Tan sólo más tarde, el trato con los hombres, y sobre todo con las mujeres, introduce elementos de suave amabilidad, de dulce ya alegre insinuación, en su música.

Ha compuesto un Adagio (Op.59): "Cuando contemplo el estrellado cuelo y reflexiono sobre la armonía de las esferas". Un pasaje de Fidelio fue concebido entre las frondas del bosque de Schönbrunn, sentado sobre una encina cuyo tronco se separaba a dos pies del suelo. De los bosques estivales sacaba fruto para todos los otoños, y muchas portadas de sus obras han ennoblecido los nombres de aldeas, desde cuyas humildes estancias él se precipitaba al aire libre planeando o escribiendo composiciones.

sábado, 27 de noviembre de 2010

José Blas Santaella-Oaxaca.

Hermosa te hizo el Dios de las naciones,
Te dio lozanas y fecundas tierras,
Y embelleció con ricas producciones
Tus grandes valles y nubosas tierras.

Al cruzar estas míseras edades,
Por un efecto de sus sabias leyes,
tù no ostentas magníficas ciudades
ni palacios de príncipes y reyes.

A tí te cupo en suerte, patria mía,
cielo de hermoso azul; nubes doradas,
territorios de eterna lozanía,
montañas pintorescas y elevadas.

Sus gigantescas y azuladas crestas
se bañan en la niebla, y a sus faldas,
frondosas y balsámicas florestas
extienden sus ramajes de esmeraldas.

Hermosass son tus fértiles praderas
y tus campiñas de álamos y tules
tus verjeles de mirtos y palmeras
tus arroyuelos diáfanos y azules.

En tí encuentra el viajero sin rivales
el raudal cristalino de la fuente,
esbeltos y floridos vegetales,
horizontes de nácar transparente.

En el fondo risueño de los valles,
crecen alrededor de las cabañas,
palmas y sauces de ligeros talles,
lánguidas flores, cimbradoras cañas.

Grato es mirar junto a las frescas rosas
bellos jacintos del color del cielo,
las camelias magníficas y hermosas
y el tulipan de rojo terciopelo.

Aquí despliega virgen su corola
el girasol, como una estrella de oro,
allá tiembla amorosa la amapola
al impulso del céfiro sonoro.

La margarita angélica y serena
brota alegre en lñas húmedas barrancas,
y en sus grietas la débil azucena
abre sus hojas púdicas y blancas.

La brisa mece en sus flotantes nidos
aves hermosas de plumajes varios;
de verde y oro colibríes vestidos
atraviesan tus bosques solitarios.

En las riberas, al sonar del viento
y al rumor majestuoso de los mares,
el zenzontle gentil con dulce acento
se detiene cantando en los palmares:

Y dslumbrando tus campestres galas,
con raro brillo y altivez salvaje,
el pavo tornasol de regias alas
despleiga su magnífico plumaje.

Mas ya miro de Mitla los desiertos:
ese lugar sin flores ni armonías
es el valle sagrado de los muertos
sus praderas son tristes y sombrías.

Allí, de un pueblo idólatra en memoria,
yacen entre las zarzas y magueyes,
como páginas rotas de su historia,
los sepulcros ilustres de sus reyes.

Grandioso es verm al pie de las colinas,
aquellos silenciosos monumentos,
la antigua majestad de aquellas ruinas
batidas por los rayos y los vientos.

Un tiempo en estos místicos lugares
donde hoy se ven en lontananza hermosa
arrabales y rústicos aduares,
el desierto y la selva silenciosa.

Hubo un reino y guerreros paladines,
bravos como los bárbaros del norte,
y palacioes y templos y jardines,
y una opulenta y poderosa corte.

Bajo este hermoso cielo florecieron
grandes héroes,artistas e inventores,
aquí pueblos con pueblos combatieron
y señores altivos con señores.
Vírgenes tuvo la mirada hermosa,
como son las beldades de oriente,
de dulces labios de color de rosa,
de árabes ojos y apacible frente.

 Y aquí, donde aun el céfiro suspira
debajo de las palmas y las flores,
cantó el bardo gentil sobre su lira
a sus dioses, su patria y sus amores.

Hoy sólo se oye en este bosque mudo
de insectos vagamundos la algazara,
o el silbido monótono y agudo
que la cigarra del ciprés dispara.

Acaso el rudo leñador destroza
el árbol sepulcral su linaje,
o el indio labra su pajiza choza
de su vieja teocalli en el paraje.

No lejos, entre las franjas de verdura,
de cenicientas lomas al declive,
humillado y cubierto de amargura
un pueblo oscuro y solitario vive.

 ¡Triste, desierta, infortunada aldea,
aun parece que se oye el estallido
de fusil homicida y que chorrea
por tu suelo la sangre del vendido!

¡Oh patria hermosa! tu fecundo suelo,
tus ricos valles y floridos huertos,
tus mansos lagos, tu esplendente cielo,
tus campiñas, tus bosques y desiertos.

En mil combates ¡ay! por culpa nuestra,
que lleno de vergüenza el labio calla,
en humareda lóbrega y siniestra,
oscureció el cañón de la batalla.

 ¡Ah! que si un tiempo de ventura llega,
y cesan en tu suelo las alarmas,
y el contínuo rumor de la refriega,
y el contínuo crugido de las armas.

 Si mas no viene a marchitar tus galas
el águila sangrienta de la guerra,
y el ángel de la paz tiende sus alas
sobre la fértil tierra mexicana.

 Serás dichosa y grande, no lo ingnores,
como Israel en tiempo mas sereno,
rico vergel de perfumadas flores
de la virgen América en el seno.


Flotarán tus banderas orgullosas,
enmedio de tu edénico tesoro
de verdes y palmas y fragrantes rosas,
de lirios blancos y de espigas de oro.

Mas si aun te devora el fuego lento
de pasiones impuras y mezquinas,
será de tu memoria el monumento
un montón de cadáveres y ruinas.

Santiago Rusiñol-La isla mística.

Cuando, al despertar por la mañana, abrimos los postigos para ver la luz del día, se presenta Notre Dame detrás de los cristales como un saludo a los ojos.

¡De allí no ha de moverse la augusta silueta! ¡Allí hemos de ver a todas horas a la hermosa, a la espléndida catedral! Allí la contemplamos como fondo a nuestra vida de isla, como plácida sombra, y aún sentimos el amparo de su mole, cuando la luz se apaga y muere el día tan casto y tan hermoso, en estos días del empedernido invierno!

Al levantarnos, para ella es el primer saludo que enviamos. Envuelta todavía en un sudario de niebla, vaga y vaporosa como un reflejo de ella misma, sin contornos y sin relieves, la entrevemos como nacida del Sena, la miramos dibujarse lentamente, surgir el Ábside, desabrigarse su flecha, estirar las dos torres hacia el cielo cual dos brazos desesperándose a la luz de la mañana y echar de sus espaldas la neblina. Libre de ella, cuando se aleja arrastrándose por la corriente del río, vemos crecer sus encantos y dibujarse sus secretos, detallarse sus bordados y volverse joya cincelada; en su ábside sus largas pieras de crustáceo apoyadas en el suelo, en sus espaldas sus cresterías pizarrosas, en sus monatntes sus siluetas de vírgenes y santos cobuijados en sus íntimas capillas, dragones y grifos y animales fantásticos, agarrados en sus costados macizos, figuras solitarias sobre el cielo, frágiles ojivas y ventanales esbeltos, todo liado en haz de perfecto conjunto en sinfonía de líneas.

En pleno mediodía, vemos el sol de invierno posarse sobre ella en pobres rayos enfermos y marcar, en sus relieves, esos azules sin color y esos vioeltas sin fuerza, que más pintan que iluminan; vemos tornarla ultramar y recibir las llaradas de fuego del sol que va al ocaso en los vidrios de sus larguiruchas ventanas, y la vemos por la noche tan cerca de las estrellas, que algunas parecen luces de plata encendidas en sus mismos campanarios.

No sé si tendrán alma los edificios, pero de que éste la tiene estoy seguro. Tiene un alma grande y triste como un nocturno, un alma misteriosa y gris como su misma pátina, el alma del roce de tantas almas como han orado en sus pliegues y la de tantos artistas que la han dejado en sus piedras. Su color, que es de luto, inspira encanto y temor de cosa grande, recibe el aire cual pobre convaleciente, sin que el oro de la luz pinte ja´mpas de rosa y ocre ese cuerpo de tétricas y perfectas proporciones; le sisnta mejor la melancólica sombra de las nubes y la niebla que los rayos de sol y los azules de cielo, y en su paz parecen pintarse alegrías y dolores como en cuerpo sensible, lágrimas con la lluvioa, temblores al contacto de los blancos copos de nieve, crujimiento de huesos con el frío de las grandes heladas de invierno.

¡Qué gran cosa tener la joya de un alma así, donde mirar, cuando la suerte depara tantas líneas antipáticas como fondos de ventanas de la vida! Salir a respirar el aire y recibirlo impregnado de la santa poesía que ha recogido en el camino! Soltar la mirada a la luz, sin temor de que se nos vuelva cansada de lo que ha visto y nos cuente las mil fealdades que el hombre acumula sobre la tierra! ¡Tener Notre Dame delante!




jueves, 25 de noviembre de 2010

César Antonio Molina-La cultura sin cultura. El país-25 de noviembre 2010.

Cuando se acaba de leer La cultura-mundo, de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy (Anagrama 2010, traducción de Promoteo-Moya), la desazón es terrible. Y lo es no por lo que se cuenta, ya sabido, sino por la constatación documental y fehaciente de los males que acucian hoy a la cultura. No a la cultura de uno u otro país, sino a la cultura universal invadida por la industria y el consumismo y cada vez más ajena a su función secular de explicar y entender el mundo. Una cultura sometida a los gustos del público y destinada al éxito inmediato, al consumo como una mercancía más. El lector transformado en consumidor mientras, el creador, el escritor o el artista, en simple productor de servicios.

Hoy no existe más que lo que se ve en televisión, lo que ve la masa, lo que todos comparten
El peso económico en la cultura la distorsiona, la infantiliza, la empobrece.
El desencanto de la vida intelectual es cada vez mayor, se nos dice. El valor de la cultura ha sufrido en las últimas décadas una depreciación irrecuperable, los grandes maestros han desaparecido (Foucault ya lo avisó), las grandes obras están solo en el pasado y un amplio sector de la vida intelectual se ha entregado al funcionariado universitario y a la comercialización. Hoy en día, la pérdida del peso que tenían las obras literarias, artísticas o filosóficas en la esfera pública es una triste realidad.
El poder de la inteligencia ha sido sustituido por el poder de los medios de comunicación que fabrican más celebridades que los círculos de eruditos e intelectuales. Celebridades que opinan desde su incultura como si fueran sabios. Hoy se escucha más a un cantante, a un deportista, o a una estrella del star-system que a un intelectual. Así lo explican los autores, Lipovetsky y Serroy: "Desacralización del mundo de las ideas, eclipse de los guías del espíritu humano, desaparición del poder intelectual". El consumidor no ha gozado jamás de tanta libertad y tanta oferta para consumir productos efímeros, y si antes la cultura proporcionaba conocimientos imperecederos, hoy día la "incertidumbre" y la "desorientación" son los sentimientos que invaden nuestro mundo democrático en una transformación de dimensiones jamás sospechadas: familia, identidad sexual, educación, moda, tecnologías, alimentación.
La cultura humanista está hoy abandonada por jóvenes entregados al becerro de oro de las redes de comunicación. Cualquier respuesta la obtienen -o creen obtenerla- allí, en el poder cada vez mayor de la información sobre el conocimiento. O, si se prefiere, en el poder cada vez mayor de la economía sobre la cultura. Las industrias de lo imaginario, del entretenimiento, se alzan sobre los valores del espíritu, la meditación, la reflexión. Lo útil sobre lo inútil. La cultura se convierte en industria, en la forma de un complejo mediático-comercial que es el motor del crecimiento de las naciones desarrolladas.
Las exportaciones de la industria cinematográfica, audiovisual, editorial, los beneficios derivados de la enseñanza de las grandes lenguas, producen hoy tantos ingresos como cualquier otra industria. Y esos beneficios también conllevan mutaciones en la cultura. Al prestigio se le opone la rentabilidad; a la reflexión, la facilidad. El peso económico en la cultura la distorsiona, la infantiliza, la empobrece. El mundo hipermoderno, tal como lo estudian estos dos autores, está organizado alrededor de cuatro polos estructuradores que configuran la fisonomía de los nuevos tiempos: hipercapitalismo, hipertecnificación, hiperindividualismo y el hiperconsumo. Es decir, la fuerza motriz de la globalización económica, la universalización técnica, la respuesta del individuo frente a la masificación y universalización y, finalmente, el hedonismo comercial como felicidad.
En medio de esta cultura sin fronteras se alza la sociedad universal de consumidores, cada vez más anónimos, más satisfechos, más alienados. La cultura va perdiendo batallas y también la política. De ello se deriva el escepticismo y desconfianza hacia los políticos, el descenso de la militancia y la confusión de las identidades ideológicas. Internet es un peligro para el vínculo social, añaden los autores de La cultura-mundo, en la medida en que, en el ciberespacio, los individuos se comunican continuamente, pero se ven cada vez menos. En esta era digital los individuos llevan una vida abstracta e informatizada, en vez de tener experiencias juntos quedan enclaustrados por las nuevas tecnologías.
Al mismo tiempo, mientras el cuerpo deja de ser el asidero real de la vida, se forma un universo descorporeizado, desensualizado, desrealizado: el de las pantallas y los contactos informáticos. Lipovetsky y Serroy, por cierto, con dos años de anticipación, resumían perfectamente la espeluznante película de David Fincher La red social, basada en la invención de Facebook, un fenómeno social tan revolucionario como inquietante.
Fue la Escuela de Fráncfort la primera que habló, hace más de medio siglo, de industria cultural, refiriéndose a la reproducibilidad de las obras de arte destinadas a un mercado de mayor consumo. Adorno y Horkheimer ya nos previnieron de los males de la cultura masificada, aunque no se imaginaron los extremos sin retorno a los que llegaríamos. Aquella alarma se ha convertido hoy en una gran amenaza y, cada vez más, la cultura revolucionaria de creación que desprecia el mercado está siendo devorada inmisericorde por la cultura industrial, menos exigente, más accesible, menos elitista, más divertida, evasiva y conformista.
En una civilización así, ¿qué queda de los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental? ¿Qué clase de ser humano producirá esta nueva civilización? El homo sapiens se ha transformado en pantalicus, absorbido por la televisión, por las pantallas de los ordenadores. El mundo existe por las imágenes que aparecen en la pantalla y los individuos lo conocen tal como se deja ver. La televisión cambia el mundo: el mundo político, la publicidad, el ocio, el mundo de la cultura. Hoy no existe más que lo que se ve en televisión, lo que ve la masa, lo que todos comparten. Es el triunfo de la sociedad de la imagen y sus poderes.
Frente a la oralidad, frente a la escritura, frente al pensamiento, la imagen aparece como un tótem absoluto. Y, mientras tanto, los escritores, los intelectuales, los artistas negociando sus derechos de autor a través de los agentes -exactamente como en la industria del espectáculo- y empujándose para estar en las listas de los más vendidos, que ya no son por fuerza los mejores. Un libro vendido equivale a un votante. Éxito, superventas, récords, firmas masivas: lo que no se vende ya no puede ser bueno. Las obras de arte acaban en las subastas, en el mercado más escandaloso, vulgar. Todo es ya espectáculo. Los museos-espectáculo, elevados al rango de objeto turístico de masas, semejan tan solo hipermercados apenas más refinados. Los museos, antes lugares de recogimiento, son hoy espacios para el bullicio y el aturdido turismo cultural. Las obras de los museos no se contemplan, se consumen. Hay un dato interesante aportado en La cultura-mundo: según una encuesta, un visitante medio pasa entre 15 y 40 segundos mirando El rapto de las sabinas de David; entre cinco y nueve segundos, La gran odalisca de Ingres. ¿Cuántos ante Las meninas o El Guernica? Y ante esa visión relámpago ¿qué conocimiento obtendrán? Sin embargo, los museos hoy solo son relevantes por el merchandising adquirido en sus tiendas.
¿Cómo salvarnos? Estoy absolutamente de acuerdo con la solución que dan los dos filósofos: solo la educación está a la altura del problema. Pero escuela y universidad no funcionan. ¿Es aún una tarea posible? La cultura, como valor espiritual, según aprendimos de Valéry, está en vías de extinción, destronada por la industria, el consumo y la mal llamada cultura mediática. Hoy, la lectura, y lo sé por mi propia experiencia docente, no está entre las preferencias de los estudiantes, si bien en el ordenador no paran caóticamente de leer y escribir. El mismo desinterés cunde en otras actividades culturales antaño masivas: teatro, cine, conciertos de música clásica y recitales. Como Lipovetsky y Serroy comentan, el capitalismo y el placer consumista han derribado a la cultura literaria y artística del pedestal en que estaba: en ese espectro ambiental "lo insignificante tiene ya valor cultural" y las jerarquías que no hace mucho distinguían la cultura noble de la cultura de masas han desaparecido. Este es el mar de las tinieblas en que navegamos. Siempre habrá náufragos que mantengan la memoria del origen, siempre alguien se librará y cuando eso suceda, la verdadera cultura permanecerá como tabla de salvación. El libro de Lipovetsky y Serroy es una llamada de atención desesperada, una muestra nada exagerada de que nuestra civilización sufre una crisis de valores de grandes proporciones.
César Antonio Molina es escritor y fue ministro de Cultura.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Jacobo Dalevuelta-Cariño a Oaxaca (4).

Noche de rábanos.

El retraimiento general de un año, economiza el buen humor para gastarlo en diciembre, el mes excepcional oaxaqueño. Diciembre forma cadena de festejos: la feria de Juquila, las "Mañanas de San Juanito", las posadas, la noche de rábanos, Navidad y año nuevo.

Saraos sin cuenta, paseos innúmeros. Época en que nadie se queda en casa. Hay algunas noches frescas; pero no tanto para que el orto nos empuje a la cama. El frío de Oaxaca, es graciosa ironía. La Noche de Rábanos es una fiesta genuina  y originaria de Oaxaca.

¡Quién sabe cuál sea su origen" Ni me interesa conocerlo. Ni los antiguos ni los modernos cronistas lo relatan con exactitud; pero sin duda que arranca de los primeros tiempos del coloniaje, cuando el reparto de los solares y la iniciación de la enseñanza de las industrias de Antequera. A los barrios de abajo -la Trinidad en primer término- les tocó el aprendizaje de la horticultura. Y probablemente, los mismos frailes catequistas tuvieron la idea de hacer exposiciones de los productos de las huertas. Allí nació la exposición de los rábanos. Fiesta original y bella que prepara a las vigilias de la Navidad.

La reunión es en el zócalo. La Trinidad está de fiesta. Se rompieron los terrales hurgando abajo la cosecha de rabanos. Hay que admirar la elegancia de las mujeres de la gleba, en sus preparativos para esa competencia florida de lo que da la tierra, madre fecunda.

En la periferia del zócalo establecen sus puestos para la exposición de la cosecha. Se presentan rábanos de tamaños descomunales, poco imaginables así como rabanitos ensaladeros; pero todos adornados. La forma caprichosa con que la Naturaleza dotó la raíz herbácea, sirve de base para que la fantasía del horticultor realice gracia, arte, originalidad. Esperan un año para sacar la raíz que les puede ameritar. Así es cómo en la exposición vemos rábanos transformados en animales, en personas, en objetos de figuras fantásticas.

La noche se quedó destinada a una fiesta. Oaxaca se da cita en el zócalo. Hay, además, bandas de música; ventas de flores; algunas veces hay concursos municipales para estimular a los jardineros. Alegría de una velada original que organiza la gleba hortelana para un disfrute de todos.

La fiesta comienza a las veinte y concluye cuando decae el entusiasmo; es decir muy tarde, muy tarde.

A nosotros nos interesa en estas noches comer fuera de casa. Y el sitio mejor es la Plaza, la vieja y bella plaza, donde las cocineras del pueblo, -¡oh la magia de sus gustos!- realizan con alarde plausible sus prodigiosos condimentos. En la Plaza nos citamos para comer carne frita, molotes, chorizos de Ejutla, atole de granillo...Y cuando en esa hora expande su posibilidad, nuestro alegre vivir y cuando calentamos el cuero al ritmo delicioso de un buen "pechuga", también tenemos en la Plaza, a la madrugada, las atenciones generosas de las cocineras que nos dan caldo y "rostros", exquisitos.

¡Noche Buena! Buñuelos. Misa de Gallo. Madrinaje del Niño Dios en las iglesias.

Entonces cantan las amigas de bronce:

"campanita menor de voz de niña"...

los sones de cuna. También se rompen platos y en las fiestas religiosas tocan las orquestas en el curso de la Misa, música para baile.

"Esta noche, es Noche Buena,
noche de comer buñuelos.
En mi cas no los hay,
por falta de harina y huevo!...

Copla de un cantar para los niños pobres. Los otros la ignoran, naturalmente.

Las Madrinas del Niño Dios preparan sus desfiles. Las reuniones se hacen antes de medianoche en la casa de la Madrina, donde recibe a sus amistades. de ahí salen en procesión -rebozos de bolita, mantillas sevillanas, abriguillos de moda- rumbo a los templos.

Allá va esa caravana siguiendo a la Madrina quien lleva en el regazo -bien cubierto- para que no le lastime el frío, la escultura de un Niño Dios, pequeñito, encueradito; recostado sobre cojín de pochote forrado en raso de seda, levantando un piecesito, el izquierdo, y la mano derecha con el índice erecto. Y sobre la canez, a falta del halo de una estrella, lleva fija una corona de oro tachonada con perlas pequeñas.

A media noche se abren los templos y penetran las procesiones; hay quema de cohetes en los atrios;el  incienso aroma el ambiente en las naves. La madrina llega hasta el pie de las escalerillas presbiteriales y entrega al Niño Santo en las manos oficiantes. Cantos de cuna en el coro; muchachos que aturden con silbatos. Es la única ocasión en que la Iglesia es risueña, jubilosa.

Comienza la misa de Gallo.

Solo un sector social pretende apartarse de la costumbre antañona. Cena y baila antes de la Misa de Gallo. Pero los más hilvanados a la vida retrospectiva, a la vida de ayer, van primero a la pleitesía del Niño y después regresan a la fiesta.

Hasta el amanecer.

Jacobo Dalevuelta-Cariño a Oaxaca (3).

Cármenes Oaxaqueños.

En los retablos anteriores hablé repetidamente de los perfumes de flor que fragantes envuelven a la ciudad. Tal vez se haya creído que mis afirmaciones fueron fantásticas. Pero no, por fortuna.

Oaxaca es un jardín, vasto carmen donde hay brotes perennes de capullos y abrir eterno de flores. Policromía y aroma por todas partes y en todo tiempo. Es que la primavera se perpetúa en la tierra. Los mirajes se cambian, según la hora, cuando el Sol matiza a maravilla el tirso. La ciudad está cercada por espesa muralla de parques -huertas privadas- hacia todos los rumbos de la Estrella de los Vientos.

San Felipe del Agua es el señorío de la magnolias y de las orquídeas; Huayápam, cantón de los límeros y jazmineros; el Marquesado, feudo de los rosedales. La Trinidad, encomienda de las dalias y otros mil encantos en flor. Exhibición perenne de belleza, vanidad de altura de pétalos y competencia vigorosa entre las Rosas de rancio abolengo: "Manto de Oro", "Príncipe Alberto", "Rosa Reina", "Rosa de Italia"...frente a la expresiva sencillez de la "Rosa viche" o de la "Rosa de Castilla", flores de la gleba.

La Trinidad es también de las proletarias amapolas. En cualquier sitio, desde los patios embaldosados con piedra verde, hasta los humildes rincones de las clas de vecindad, hay macetas de donde emerge la vida transformada en corolas, pétalos, pistilos, aromas y lozanía. Tálamos para las mariposas.

Cuando muere la tarde, embriaga el vésper. A esas horas derraman holores de "Jazmín de Huayápam", la Mosqueta y el Soberano Señor don Huele-de-Noche.

Triunfal y gallardo yérguese sobre todos el "Jazmín de Amelia"! Romántica flor que humedece con su néctar y embalsama con delicia las cartas que se mandan para las novias.

¡Pasear, vagar, transitar en el instante del Ocaso por los jardínes, es como realizar un viaje sensual ensueño, incitante, amoroso!

El "Llano" se arrebuja en grasa de azur y nos duerme con esencia de azahar. La "Calzada" se pinta de verde oscuro y huele a floripondio.

¡Vagar!...¡Pasear!...¡Transitar!...ante la majestad de lo que se ve, y para perfumar el espíritu en la hora en que las luciérnagas encienden sus farolillos de oro!...

En el verano, los cerros aledaños -murallas del Valle- también son pebeteros y nos ofrecen azucenas blancas en alfombras dilatadas. "Estrellitas de la Virgen", delicadas como un ensueño joven.

 Huelen también el toronjil y la yerbanis.

 ¡Vagar!...¡Vagar!

Jacobo Dalevuelta-Cariño a Oaxaca (2).

Retablo no. 4 ¡Antequera! ¡Antequera!

La visión es blanca, porque los trabajadores del andén visten camisa y calzón proletarios. Pero del conjunto brotan manchas de colores en los vestidos de las mujeres urbanas. Cuando llega el tren a tiempo, aun alcanzamos el majestuoso declinar de la tarde. Salimos de la estrechez del carro de ferrocarril y descansamos. Es que nos recibe un clima sedante; que se respira un aire libre de contaminaciones; que no está impregnado del olor de als esencias febriles; impera un ambiente aromado de perfume de "Jazmín de Amalia", magnolias, rosas; en el otoño huele a manzana y a membrillo. Porque la ciudad cuatricentenaria, que se levanta sobre el Valle Grande, tiene su muralla de jardines, donde el rosedal, el jazminero, la madreselva, la magnolia, la gardenia y otras mil maravillas de las flores, abren sus pebeteros en la hora magnífica y melancólica del tramonto. La estación del ferrocarril, colocada en un rincón entre el Noroeste de lac apital recibe algo como un aletazo de viento suave -relente- que arranca de la montaña azul, toma el perfume de los cármenes de San Felipe, enriquece su acervo con los de Xochimilco, cruza la estación ferrocarrilera envolviéndola y sigue su curso fatal hacia el sur, para depositar tal riqueza a los pies de Monte Albán, como ritual ofrenda destinada a los "binigulatzas", quienes en espíritu pueblan la cima misteriosa y atrayente.

Yo he oído expresiones emotivas a personas que han visitado a Oaxaca y las he recogido con entusiasmo:

-Desde Las Sedas, dijo una, el tren se desliza como sobre un tobogán y llega a la planicie marcando un ritmo suave y sensual.

-Vi a Oaxaca, exclamó otra, desde la Ciudadela de Monte Albán y tuve la impresión de que estaba envuelta en gasa azur. Esta frase describe el color del ambiente -valga la expresión- en los atardeceres oaxaqueños. Sí, es cierto. En las "oraciones" la ciudad parece arrebujada en tul, efluvio aguamarino. Azul. Es que el cielo oaxaqueño no tiene rival. Y no es que lo diga yo porque hablo siempre con cariño de mi tierra. Está el testimonio de los poetas y cronistas -sin excepción- que han pasado por allí y no recuerdo bardo que haya omitido su admirativo sentimento y que no haya expresado la sutil emoción que le produce ver el cielo de cobalto de Oaxaca. Tono de mar que recoge el Cerro de San Felipe y lo echa en la amplitud grandiosa de un miraje sobre el Valle.

Un poeta lugareño dijo: "Es Oaxaca tu cielo de zafir." Y es de zafiro el manto que acaricia, envuelve las cosas y romantiza a las gentes en la hora de un vésper claudicante.

Las hospederías tienen mucho de familiar. No se ha contaminado la vida con la indiferencia que pasa en los grandes hoteles organizados por la industria del turismo. En las "Casas de huéspedes" cada viandante encuentra un rincón agradable. Después de la primera noche, a la hora de cenar, siente como si estuviese de temporada en hogar de amigos o de parientes. No hay extranjeros. Bastarán unas horas para adquirir una identificación espirtual.

¡Cuánta belleza a la hora del retorno de los pájaros a los nidales que cuelgan en las encrucijadas de las ramazones arbóreas! Hay zigzagues de golondrinas en redor de sus nidos de barro, engarfiados en las oqueadades de la Catedral, de la Compañía, de los miradore del Portal del Señor. Píares de inteligencia de los polluelos que abren el pico hambriento. Retozar de alas que se pliegan después de que "mamá-pajarita" silenció a la chiquillería golosa. La luz artificial siembra pánico en el pueblo alado y los pájaros cierran sus gargantas.

La noche. En los jardines sobre los prados hay luz de horo de las luciérnagas. A eso de las veinte concluye sus faenas el comercio; los voceadores de periódicos son los únicos que, por breve tiempo, atentan contra el silencio. Después queda para el viajante el paseo del zócalo donde casi a diario hay serenatas.

Llegan al jardín las bellezas oaxaqueñas. Exquisita sencillez suntuaria; cabezas libres del imperativo esclavizante metropolitano del sombrero. Gráciles y bellas lucen el cuerpo.Deambulan, por regla general, en sentido contrario de los hombres. Se dejan ver íntegras, sin afectaciones. Forman grupos de amigas o de parientes y al encontrarse se oyen juguetones y cantarinos saludos corales:


-¡Adiós!...
-¡Adiossss!

En las bancas se refugian los viejos (hombres y mujeres) quienes acompañan a sus hijos para la gran asamble que discute, cotidianamente, la vida de la familia oaxaqueña.

¡Zócalo bello! ¡Palenque del chismerío!

Los viejos...decía...Han visto pasar, en luengos años de quietud, la vida de Oaxaca. El zócalo es un lugar de añoranza. Allí jugaron cuando pequeños; conocieron a sus esposas; han visto transitar a sus hijos; han sentido la humana tristeza de asistir a la inteligencia del amor que más tarde los convirtió en abuelos. Faltarán al zócalo cuando se ausenten para siempre de la vida.

En un costado de la Catedral están los neveros. Venden néctares helados de las frutas que produce la tierra. en torno de mesillas enmanteladas se junta la parroquia en democrática igualdad. El pobre y el rico van a bener nieve, deliciosa nieve.

Las radios -imperativo- distraen a las familias hasta muy noche. Pero la ciudad está quieta.

Las 22. Los billares cierran sus puertas. Uno que otro transeunte va con rapidez, como perseguido por su propia sombra, hacia el hogar. Bajo la umbría protectora de las casas, se ven parejas noviales charlando con una reja de por medio. Algunas ventanas están abiertas y al hechar nuestro mirar inquisidor hacia adentro, vemos a los padres de familia, en pecho de camisa, embabuchados los pies, a medio envolver en los periódicos que leen acuciosamente.

De vez en vez, hay rápidas iluminaciones en las esquinas. Es que se abre furtivamente la puerta de una tienda miscelánica, para despedir al último cliente que prolongó la charla.

¡Fidelita! ¡La gran mezcalillera de Oaxaca, casi un monumento, cuya visita se recomienda al turista, empuja al último parroquiano bien "alumbrado" por el mezcal de pechuga! ¡Crema de Mitla!

Silbatazos arrítmicos de los gendarmes.

Jacobo Dalevuelta-Cariño a Oaxaca (1).

Plácida noche en que comienzo a escribir este libro que es de cariño! ...¡Así fueran mis horas de siempre!, sin renconres, ni amarguras pobres. Fuera, más allá de mi balcón abierto, sobre mi cabeza, hay luz de plata que viene del misterio de la noche. Las estrellas tejen filigranas de ilusión y la luna, a medio envejecer en este décimo mes, parece que me mira con expresión dulce, recreada en íntima añoranza, como es la mía.

No siento calor ni frío. Hay en todo vivir sedante; ambiente aromado de jazmín; todo es tibio y apacible...

Plácida noche, la de ahora, en que comienzo este libro que es de cariño! Me propongo escribirlo a mano, para que resulte más mío; íntimamente mío y para que no lastime al pensamiento, la indiferencia grosera de la mecanica. En cada palabra o período se observará un poco más de mi voluntad, un poco más de mi propia emoción.

Placida noche mía!...¡Todo me acaricia! Aquí mismo, muy cerca, hay música. es ritmo, es la quietud de una respiración. Duerme en su alcoba, que a estas horas pueblan las visiones gratas, mi pequeño continuador, el que lleva el nombre de mi agrado y goza de mi cariño perfecto. Y cuando aquel respira euforicamente -porque es niño bueno y niño sano-yo recojo sus alientos y los penetro en el espíritu para escribir mejor este libro que es de cariño...

Plácida noche mía!...

Hay en el ambiente aroma de flor. Sueña el pequeño. Luz de luna y luz de estrellas manchan de blanco el herraje negro del balcón.

De pronto la voz del cilindro esquinero, troncha el silencio de las cosas y de su entraña escapan las notas de manoseada canción de arrabal.

Por el fin de la calle inmediata surge estridente el grito locotomoril....Seguir de ruido pesado de un rosario rodante. ¿Va? ¿Viene?...Si es lo primero, seguro que habrá riego de lágrimas de ausencia; si es lo segundo, habrá pechos elevados por la emoción de llegar a una meta ilusoria; pero una meta al fin; llegar a un término...¿Quién no se ha despedido? ¿Quién no ha vuelto?

Yo voy ya, Caballero en un rayo de ensueño, rumbo a ti, novia cordial, mi novia de ayer y de siempre. Llevo bajo la camisa la misma carta en azul que ofrece amores y promete dichas en la ternura de un beso...Un beso que será eterno un día, el día en que vuelva liberado, limpio, radiante a ejecutar el desposorio contigo, tierra de maravilla, novia cordial, novia de siempre!

Pero quiero que antes vayan otros, no a dormir en tí, sino a placer en ti. Les llevaré asidos por mi mano, estimulados por mi cantar de amor a visitarte, a sentirte en sí mismos, a palpitar sus corazones en tí.

Quiero que vayan otros a mirarte. A llenar sus ojos de visión. Por eso he de llevarlos de la mano -sol conductor, guía luminoso-, por tus caminos; por las riberas de los ríos broncos, majestuosos; por las cuencas rocosas, por las gargantas y por las cumbres de las montañas erizadas con "candelabros que se mecen"...He de llevarlos en la fatigosa ascención hasta la cima de "Las Sedas", para que sientan la caricia sensual del viento montañero que huele a encinar y que desciendan después por la ruta del Atoyac, hacia los planos de alfalfar, hacia la mesas de los trigales de Etla y lleguen y pasen bajo el dintel azul, por la puerta grande del Marquesado...

Entonces comenzarán a quererte; me contarán su impresión agradable, amorosa. Después pasarán por la calle Real para que reciban la sonrisa de la "Virgen de Piedra"...La "Virgen de Piedra" nos despide a los nativos el día de la partida rumbo al ensueño y nos envuelve en la tarde gris en que tornamos cubiertos por el povo del caminar largo, fatigados por las jornadas de muchos agostos a buscarte a ti, novia inolvidable, que también nos esperas.)

...Después recorrerán tus calles y aprenderán a querer a tus piedras verde-luz; amarán en tus ruinas seculares, el pasado grande; cantarán romances frente a las ventanas de donde brota luz de ojos que miran, ojos que interrogan, hurgan, ofrecen y esperan. Beberán del agua cantarina de manantial que viene desde el hontanar de San Felipe, en un caño sombreado por las ramas de la magnolia. Llenarán sus ánforas con perfumes de rosas y con mieles de abejas...

Cuando hagamos viaje de regreso, cuando les deje otra vez en estas tierras altas e inclementes, serán voceros de tus glorias y pregonarán, en tono de himno, lo que eres y lo que vales -oro de calidad- novia cordial y única de mis amores!

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Plácida noche la de ahora, en que comienzo a escribir este libro que es de cariño!

martes, 23 de noviembre de 2010

Artemio de Valle Arizpe-Historia de una vocación.

He caminado leguas y leguas, todas las leguas que Dios ha querido, y me siento cansado y un poco triste. Me detengo a reposar un momento mi fatiga y vuelvo la vista hacia atrás; el camino recorrido es largo, se pierde en una lejanía indefinible. Pasé por lugares apacibles, de sosiego deleitoso, con verdes lontananzas que le pusieron inefable paz a mi espíritu, y atravesé por otras áridas tierras, grises, polvorosas, llenas de agrios peñascales y de cardos punzadores que me acometían para desgarrar mis carnes. En aquéllas tuve discretas alegrías, mansos contentos que me alentaron, y en éstas pardas de secano el dolor y la angustia me salieron al encuentro y ennegrecieron mis días. Y callado, con afán constante, continué paso a paso, ya alegre, ya triste, por la senda que me tocó suerte seguir.

Veo hacia adelante y el sendero se dobla en un recodo oscuro, metido entre negros y grandes peñascales informes. ¿Está lejos, está cerca esa revuelta de la vía? Sólo Dios sabe la distancia, yo sí sé que por este estrecho paso he de atravesar para cerrar la vida. Yo estoy pronto para cuando Tú ordenes, Señor, que entre en la tiniebla misteriosa de esa noche intempesta. Saber estar pronto, es saber partir. Allí seré desatado para hacer otra jornada, la que no tendrá regreso. Mas para ese atardecer tengo mi lámpara. y mientras Él no me llame para Sí cumpliré contento mi destino.

Éste ha sido menear la pluma. Una decidida vocación para eso nació conimgo, esa fuerza latente traje al mundo desde mi primer instante y no la pudieron torcer ni consejos ni burlas, ni menos deszonados regaños, pues radicaba en los más hondo de mi ser. Lo que la naturaleza da, nadie puede quitarlo, reza un viejo Adagio francés. Soy lo que quise ser. Lo que ha permitido Dios que sea.

En mis estudios preparatorios, como en México se llama al bachillerato, esos volúmenes seriotes, graves, de matemáticas los aborrecía y aún aborrezco con detestación, y no quiero entenderlos, pues no estoy ya para esas valentías. Esa empresa no está reservada a mi ingenio. De la álgebra con sus ecuaciones para mí ediantradas, de la odiosa geometría plana y de la dicha dizque en el Espacio, y de esa otra geometría analítica, y del enredado galimatías del cálculo infinitesimal, con sus integrales y diferenciales, nunca pude penetrear sus recónditos secretos, y hasta aquí ¡qué bueno!, he estado en cabal ignorancia de toda esa sabia monserga. Jamás le di alcance a esa dificultad. No lo entiendo ni falta que me hace.

A esos tremendos libracos de algoritmia, que el diablo aguante, y que eran para mí un puro embolismo, prefería ¡oh dicha! los de vaga y amena literatura, que devoré sediento en furtivas lecturas nocturnas, sabrosísimas, porque eran vedadas y así poblaba mis noches de estrellas. Hallaba regalo y largo entretenimiento en ellas, las paladeaba quitándome el agrio sabor de la espesa matemática para la que tenía herméticamente cerrado el entendimiento. Era yo un muchacho imaginativo, reconcentrado, que se iba a las regiones de la ilusion y allí fabricaba los sueños con la vida y tejía vida con los sueños. Si yo hubiese entendido y amado, la tal matemática, hoy, como dice el Petrarca, sería otro hombre del que soy. Sí, digo yo, me trabajaría mejor la cabeza que el corazón.

Un atardecer aparentaba estudiar muy ensimismado en mi aburrida Geometría, pero tenía metido, cautelosamente, un libro chiquito en las páginas con las que fingía estarme quemando las pestañas y era una pequeña edición de las Pasionarias del romántico poeta Manuel M. Flores. mi padre, que daba vueltas por el zaguán, cada vez que en su ir y venir pasaba frente a la puerta del cuarto en que yo estaba afanadísimo con mis poesías, al ver que no levantaba la cabeza del libro, indudablemente que pensaba en la gran aplicación que yo ponía en mi estudio, que estaba aguzando mi entendimiento e ingenio para hacer penetrar en el cerebro, con laudable esfuerzo, aquello tremendo que él bien sabía que no me entraba ni a necios empujones. De seguro que alababa mi constancia. Encontrábame abstraído, fuera del mundo, y por mi desgracia, con imprudencia jamás imaginada, me entusiasmé con la ardorosa petición que el bardo le hacía a su amada. En mis años aquello era arrebatador:

Bésame con el beso de tu boca,
cariñosa mitad del alma mía,
un solo beso el corazón invoca,
que la dicha de dos me mataría.

¡Sublime! Se me desleía eso en la boca como una pastilla azucarada. Cuando menos lo acordé y tuve el gran susto, estaba mi padre junto a mí y me dijo con voz de Juicio Final:

-Oye, ¿Qué estás leyendo?
-Leo lo referente al paralelepípedo, le conesté con voz temblorosa, como si estuviese hablando debajo de una ducha de agua helada.
-Ah, ¿Sí? Pues no comprendo que haya nadie en el mundo que haga los ademanes y gestos de orador enardecido que tú haces, arrobado con los ángulos del paralelepípedo. ¡A ver, qué tienes en el libro!

Y, ¡ay, Dios! Sobrevino la tragedia. No se me olvidará mientras viva ese atardecer como el más infausto de mi existencia. El insigne poeta don Manuel María Flores fue a dar al suelo todo desencuadernado, que inspiraba lástima, y yo me quedé  largo rato viendo lucecitas de todos los colores en gracia del rotundo manotazo que recibí en la cabeza. Pero no hay mal que por bien no venga, pues ese potente golpe que recibí en la caja craneana me sirvió eficazmente para que no se me olvidase nunca en lo que tuviera de vida, que el tal paralelepípedo es un sólido terminado en seis paralelogramos cada dos opuestos entre sí. Como se ve claramente, es cosa facilísima de entender y que le sirve a uno de mucho en el mundo. Estoy persuadido de que la letra con sangre entra. Eso es innegable, ¿Verdad?

He sacado a relucir esta historia para que se vea la denodada lucha que tuve que librar a brazo partido con la logomaquia de los guarismos. Me hubiera sido mucho más fácil descifrar un palimpesto medieval o un pegamino con inexcritables caracteres cúficos, que entender esas ecuaciones, axiomas y postulados y eso terrífico de la elipse y de la parábola. Más, mucho más arduo fue mi trabajo con esas materias abstrusas que el del orientalista Champolion con la pictografía egipcia. Cursar las tales matemáticas es la hazaña de mayor fortaleza que he realizado. tuve muchos hígados para pasarlas, tanto que lo peliagudo de la materia en sí, como el terrible y alharaquiento dómine que las enseñaba. ¿Las enseñaba?

Las demás asignaturas de la preparatoria las cursé con alegre felicidad y buenas calificaciones, principalmente la historia universal, la de México y la literatura, con las cuales recibí gusto y deleite estudiándolas. Eso iba a ser mi dedicación futura. En eso puse cuidado y deseo de saber, pues andando el tiempo me harían dar conmigo mismo. Sólo se entiende bien lo que se siente y para lo que se tiene gusto se tiene genio.

En la biblioteca paterna, entre Digestos, Siete Partidas, Fuero Juzgo, Novísimas, códigos y otros muchos sabios cuerpos doctrinales de jurisprudencia, se hallaban tres libros, tres tesoros olvidados, a los que fueron con avidez de mozo soñador: El Lazarillo de Tormes, La Gitanilla, maravillosa joya de Cervantes, y el Buscón, del peregrino Quevedo, qeu me hacía irme saboreando con el almíbar picaresco. Estas tres renombradas personas me adoctrinaron, comunicándome certero amor a los clásicos castellanos. Después hice conocimiento con el ínclito caballero don Quijote de la Mancha, quien a ratos me llenaba de tristeza y a ratos de risa caudalosa al deleitarme con embeleso indecible sus aventuras de desdichado caballero andante. Esos tres libros fueron mis primeros maestros en el arte literario, y siempre que los buscaba dábanme lección amplia, placentera y provechosa.

En la exigua librería del "Ateneo Fuente" encontré unos cuantos volúmenes de la Antología de poetas líricos castellanos, centón magnífico compuesto por don Marcelino Menéndez y Pelayo; hallé otros tomos de la Biblioteca Clásica Española, impresos en Barcelona y algunos descabalados en la Rivadeneyra, y me metí gozoso en esas lecturas. Me llenaron de reverente asombro los nimios cronistas de indias por el portentozo mundo que pusieron ante mis ojos azorados. "Parecía a las cosas de encanto que se cuentan en el libro de Amadís". Cuando los ojos ven lo que nunca vieron, el corazón siente lo que nunca sintió, escribe Gracián. De allí brotó mi curiosidad por la historia. Esa vena, desde aquel entonces lejano, ha corrido a lo largo de mis días y con señalado aumento fue creciendo. De un manantial delgado tienen principio ríos muy hondos.

Esas colecciones truncas de la precaria biblioteca de mi querido "Ateneo Fuente", alma mater, me mostraron a la santa abulense Teresa de Jesús, a Lope de Vega, a Tirso de Molina, al innatural Quevedo, a Agustín Moreto, a los Argensola, a nuestro magnífico y terriblemente infortunado Juan Ruiz de Alarcón, al nocherniego Arcipestre, a don Sem tob de Carrión, el rabí sensitivo y delicado, y al maestro Gonzalo de Berceo, quien no tenía la sabiduía exquisita de los libros, pues ni tan siquiera leyó a don Aristotil y, por lo tanto, no supo de sus diez abstractas categorías, pero era poseedor de la más fina emoción, ternura y delicadeza. 

El divertimento a que tenía vinculadas mis delicias era la lección constante de esos volúmenes. Me solazaba en ellos con feliz dulzura. Los leía y tornaba a leerlos, pues mi curiosidad no saciábase nunca y, a pesar de mi torpe inexperiencia juvenil, les encontraba cada vez más abundantes bellezas y palabras que me deslumbraban como joyas extraordinarias y me iban sonando con titntineos de oro o bien como choque de delgados cristales, y hasta se me figuraba que iban atravesando luminosas, fosforecentes, por el aire y que dejaban tras de sí leve estela de luz.

Fui a estudiar a San Luis Potosí, en la "verde primavera de mis años", en frase de Lope, y tuve la singular fortuna de hallarme, pronto, en proximidad y contacto de ese suntuoso hombre del Renacimiento italiano que fue el ilustrísimo señor, doctor y maestro, monseñor Ignacio Montes de Oca y Obregón, a quien siempre vi con ojos de respeto, amor y veneración, y fui como su familio.

Paseaba su ilustrísima deslumbrante, magnífico, por los alhajados salones de su ancho Palacio Episcopal sonando la seda morada de sus removidos andalurios y con el levantado pecho lleno de los vivos fulgores de su flamescente pectoral de brillantes de muchas luces, o de gruesas esmeraldas hialinas o de ensangrentados rubíes vivos, con ardienetes cambiantes que, desde luego, tenían menos relumbres que la palabra pomposa del elgante prelado potosino.

Este gran señor al ver mis aficiones y apego a los libros, que ése ha sido el principal oficio de mi vida, me franqueó con cariñosa generosidad su rica y copiosísima biblioteca, en que me sentía como ratón en queso de bola y como gato encerrado en pajarera. Allí le di amplio gusto a mi gusto. Los desguarnecidos aposentos de mi cerebro amoblé con lujo. Adorné el entendimiento con las  guirnaldas de las letras. Era inefable placer no sólo quedar harto con la lección de los libros, sino dar contento a los ojos, contemplando aquella vasta biblioteca, ir curioseando de plúteo en plúteo, hojear las ediciones de anchos márgenes, magníficas y raras, estampadas en papeles estupendos de particular olor, que al volver sus páginas hacían leve ruidecillo en aquel amplio y odorífico silencio; pasar la mano, en delectación morosa, como en leta y suave caricia, sobre los lomos de tantísimos volúmenes que parecía que con curiosidad me contemplaban con sus tejuelos rojos, azules, verdes, morados, amarillos.

En tanto que desde los altos anaqueles me miraban muy serios los santos padres, envueltos en anchos pergaminos, blandos al ojo y al tacto, como un antiguo marfil, reunidos en asamblea muda. También se me antojaba que me veían con amorosa bondad que hacía "deleite a la vista", en palabras de Fray Luis de León. Se acentaba en ese amplio recinto un grave silencio empapado del aroma sutil que fluía de los libros y del balsámico que esparcían las talladas maderas, y que de tiempo en tiempo caía al espaciado son de las campanas de la catedral que lo llenaban armoniosamente. ¡Oh dulces y frescos años idos!

El preclaro obispo, que tenía muchas y escogidas letras, perspicaz talento de erudición vasta, varón muy leído y sabio en las historias antiguas de los griegos y romanos, me metió en el estudio, más bien, en la meditada lectura de los ingenios de esos siglos. Lautamente le daba luz a mi ignorancia. Explicábame con palabra clara las Odas a Horacio, las Geórgicas del mantuano Virgilio, las elegantes peroraciones de Cicerón, los diálogos y arengas de los héroes de Tácito y Tito Livio, las sentencia de oro de Marco Aurelio. En esas cátedras daba resplandores de sabiduría que me dejaban maravillado. Pero mi natural propensión eran los libros castizos, que leí copiosamente. Gozo y doctrina recibía con ellos. Se nos va el pensamiento a lo que de corazón amamos. Dice Agustín Moreno por boca de uno de los personajes de La Arcadia:

Libros que, mezclando
lo útil y lo suave,
con lo mismo que divierten
enseñan y persuaden.

Pero un día, día feliz, el prócer Ipandro Acaico me apartó con su mano amable, fina y fría, de esas lecturas profanas y me puso en comercio con frailes sapientes para que me enseñaran, me alumbrasen el entendimiento, me instruyeran en las letras. Y sí, ellos me dijeron con placimiento cómo había de decir las cosas, cómo modelar la frase, cómo darle precisión y claridad, y a granjearle número y armonía. A la vez, a cada paso, me recordaban serenidad, templanza, mansedumbre, sabio equilibrio, conformidad con los trabajos y, en los tiempos adversos, mostrar rostro placentero y no tener palabras sosegadas...

...Vine a estudiar la entretenida carrera de Derecho a esta ciudad de México y no se sabe lo hermoso que es este ancho pedazo del mundo hasta que se vive en él.

Es el centro,
y es la esfera de toda lindura,

En verso de Calderón de la Barca.

Me deslumbraron sus doradas iglesias, llenas de ornato y hermosura; sus palacios, unos de vívidos azulejos y vastos de rojo tezontle que parecía forrarlos como un terciopelo de suave tacto y de los que no dijo cosa alguna el barón de Humboldt; sus anchurosas plazas con portales; sus calles tumultuosas, llenas de gente apresurada y con incensasente ir y venir de carruajes que hacían vislumbres con sus charoles y barnices, pues nada de eso precioso que solicitaba mi atención había en mi plácida y tranquila ciudad fronteriza, porque soy nacido en el Saltillo. En ningún otro lugar hubiera querido nacer más que allí...

Y fui curioso de saber todo eso nuevo que había aparecido en mi horizonte. Nada detenía mis ansias.



sábado, 20 de noviembre de 2010

Adolfo Castañón-Amigos clásicos.

Alfonso Reyes/Enrique González Martínez. El tiempo de los patriarcas. Epistolario 1909-1952. Compilación, estudio introductorio y notas de Leonardo Martínez Carrizales, Fondo de Cultura Económica, col. Letras mexicanas, México, 2002, 454 pp.

En su juventud temprana, Enrique González Martínez estudió en un seminario en la ciudad de Guadalajara. "La enseñanza del latín en el seminario tenía un carácter puramente gramatical", nos dice en sus memorias: El hombre del búho. Junto con uno de sus profesores, descubre que el latín es también literatura, y no sólo ejercicios aburridos. "Leímos otra vez la Eneida e íbamos reparando en sus encantos hasta allí recónditos; él salvaba las dificultades que había en mí, en los pasajes oscuros y difíciles y a la hora del comentario, éramos ambos los fascinados y sorprendidos. Cuando recuerdo aquellos días de comercio íntimo con la flor de la literatura latina y me veo ahora ya torpe y olvidado de aquella lengua prócer, me explico las palabras de Pierre Laserre, que al defender la enseñanza del latín en los colegios de Francia, decía: 'No pretendo que todos lo sepan, me conformo con que lo hayan olvidado'. Yo soy aquel que lo olvidó todo, pero guardo en mi espíritu el perfume de los viejos poetas, y aún me seduce la armonía suprema, el noble tono de aquella lengua inmortal".1
     No se tiene constancia de que Alfonso Reyes haya estudiado lenguas clásicas en su juventud. Sin embargo, sabemos que desde muy temprana edad le interesaba vivamente el orden clásico, como prueban sus Cuestiones estéticas (1911). Desde este horizonte, hay que retener las frases que a la educación clásica dedica en Pasado inmediato: " [...] Ayuna de Humanidades, la juventud perdía el sabor de las tradiciones [...]. Quien quisiera alcanzar algo de Humanidades tenía que alcanzarlas a solas, sin ninguna ayuda efectiva de la Escuela [...] Se prescindía de las Humanidades, y aún no se llegaba a la enseñanza técnica para el pueblo: ni estábamos en el Olimpo, ni estábamos en la tierra, sino colgados de la cesta, como el Sócrates de Aristófanes."2
     Probablemente cuando empezaron a escribirse Enrique González Martínez y Alfonso Reyes no sabían que el barco que estaban tomando juntos los llevaba por una senda común y paralela. Esa senda sólo sería visible muchos años después, cuando después de la muerte del poeta Alfonso Reyes apareciera en la revista Ábside su correspondencia con Enrique González Martínez
     La muerte de Enrique González Martínez el 19 de febrero de 1952 tuvo una resonancia inusitada: "Las exequias fueron tan aparatosas como concurridas por los representantes de diversos sectores de las letras y de la administración pública. De acuerdo con uno de los testigos, sólo Amado Nervo había gozado de semejante distinción" (Leonardo Martínez Carrizales, p. 13). Nacido en 1871, Enrique González Martínez representaba a ese tipo de escritor "alimentado en la dieta del romanticismo francés y el modernismo hispanoamericano".
     El entierro de Enrique González Martínez representó el adiós a una de las siluetas más conspicuas de la inteligencia de la primera mitad del siglo sobreviviente en el México moderno, postrevolucionario. Miembro eminente de la inteligencia del Antiguo Régimen —tenía casi cuarenta años en 1910—, médico, poeta, diplomático, académico, Enrique González Martínez supo dar al modernismo un "segundo aire" al imprimir en su retórica una reforma estilística llamada a hacer perdurar, más allá de sus límites naturales, su panoplia sintáctica. Su célebre verso "Tuércele el cuello al cisne de la divina elocuencia..." debe ser considerado como invitación a cultivar más allá del espectro modernista, los pactos que alimentaron la tradición lírica moderna. El impulso para imprimir al movimiento ese segundo aire tiene una raíz ética y estética que engrana y coincide con la raigambre que animará a su joven corresponsal al que le lleva dieciocho años de edad. Al morir Enrique González Martínez, surge la idea de que Alfonso Reyes publique en las páginas de la revista Ábside su túmulo poético, su correspondencia con Enrique González Martínez. Ábside era la revista donde se concentraban los escritores que ahora llamaríamos conservadores, los abogados de la tradición clásica. Al morir González Martínez y Alfonso Reyes ser invitado a preparar su correspondencia para la revista, es como si Reyes tomara en Ábside el lugar de su amigo.
     La amistad entre Enrique González Martínez y Alfonso Reyes se dibuja como un encuentro necesario: comparten ambos amistades y proyectos de vida con amigos comunes de los escritores congregados en torno al Ateneo, comparten una idea y una práctica de la poesía que hace de cada obra publicada un ascenso y la afirmación de una vocación literaria en el paisaje no siempre nítido de una literatura —la nacional mexicana— en emergencia y construcción. Un encuentro necesario entre dos vocaciones complementarias, dos cuerpos unidos por una sola sombra vocacional: la literatura como un ensayo de autoperfeccionamiento que no deja de tener sus resonancias públicas y civiles, ya que el escritor se concibe como una suerte de víctima propiciatoria, aquel que asume en sí los pecados del mundo y los absuelve. Si en el epistolario se escribe el encuentro necesario entre dos vocaciones complementarias, esa necesidad se expresará en la recepción recíproca, en la celebración comprensiva, en la atención vigilante que sabe responder al grito o la exclamación del otro. El tiempo de los patriarcas da cuenta del encuentro entre dos figuras eminentes de las letras mexicanas a lo largo de casi cincuenta años en que se van diciendo y expresando sus afinidades y distancias desde un cierto horizonte crítico. Pero este encuentro no se da en el vacío. A la muerte de González Martínez, Alfonso Reyes publicará en Ábside la selección ya mencionada de la correspondencia. Esta publicación resulta, según hace ver Leonardo Martínez Carrizales, más relevante de lo que a primera vista parecería. Culmina en ella, por parte de Alfonso Reyes, un largo proceso de aproximación al humanismo clásico y tradicional que es uno de los enclaves de la revista Ábside —una de las publicaciones independientes más consistentes de la primera mitad del siglo XX. (Sobre la revista Ábside cabe consultar el extenso y minucioso artículo de Louis Panabière: "Ábside: un ejemplo de dilación de la conciencia nacional por la cultura" publicado en la revista Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, núm. 6, primavera de 1981. El Colegio de Michoacán, México). Leonardo Martínez Carrizales detalla la evolución de la presencia de Alfonso Reyes en Ábside, desde las menciones de Gabriel Méndez Plancarte sobre Alfonso Reyes en su Horacio en México hasta la edición del epistolario.
     Esa evolución coincide con una descripción del paisaje clásico contra el cual se recorta la obra de Alfonso Reyes, y esa descripción es quizá uno de los elementos más valiosos de este epistolario: el descubrimiento de Alfonso Reyes como poeta de inspiración clásica. El drama poético de Alfonso Reyes se resume en la carta que le dirige Gabriel Méndez Plancarte (28-ix-1937) donde se defiende del cargo de ser una suerte de "millonario que ha derrochado sus caudales, autor de una obra grande pero fragmentaria, demasiado inquieta e inmóvil, poco dispuesta a la perdurabilidad". Dice Alfonso Reyes: "[...] cuando yo aparecí con mis primeros versos en la literatura mexicana, realmente tuve una sensación de triunfo inmediato. Como los poetas de aquel tiempo, entre los cuales yo era el 'benjamín', se habían desentendido del todo de las letras clásicas, mi poesía tenía algo de grande sorpresa. Cuando me decidí a reunir en Huellas todos esos poemas, mi libro tuvo nada más un succès d'estime, como dizcen los franceses. Sentí el frío, y aunque yo lo presentía porque mis versos no iban con la mora, esa impresión no dejó de afectarme. Yo creo sinceramente que me desarmó un poco. He necesitado hacer cuentas muy claras con mi conciencia para resolverme después, a sabiendas de que a casi nadie le iba a gustar, a escribir y publicar mi Ifigenia. Creo haberme curado de este traumatismo" (p. 53). Por su parte, Enrique González Martínez está presente en la revista desde el primer número y llegará a ser considerado por uno de sus fundadores, Gabriel Méndez Plancarte, como un exponente no sólo de la tradición clásica en México sino aun de cierta expresión cristiana: "...bajo la acendrada concisión y la helénica euritmia, palpita un vasto anhelo mesiánico de purificación, que abre insospechados horizontes, y da a la poesía de González Martínez un hondo temblor y un presentimiento de aurora cristiana" (p. 57). Sobra decir que en este péndulo Alfonso Reyes-Enrique González Martínez sonarán horas paralelas, sonarán al unísono.
     Dos escritores mexicanos intercambian a lo largo de casi medio siglo notas, cartas, apuntes; su correspondencia dibuja a contraluz el perfil, la silueta de cada uno escribiendo en su soledad, traza también los límites de un pacto, las fronteras de una aldea simbólica: aflora entre las líneas de la correspondencia una idea y una práctica de la literatura que, a falta de mejor expresión, habremos de llamar clásica: si el cultivo de la letra representa un trabajo sobre sí mismo, un adelanto en el proceso de la escultura interior, el intercambio de noticias en torno a ese cultivo conlleva una afinación pública de que ese camino —el de la auto-afirmación atestiguada por la mirada del otro— tiene sentido, lleva a alguna parte. ¿A dónde? Por ejemplo, a este acto donde se celebra o se saluda el testimonio de una amistad compleja y compartida.
     Empieza la correspondencia como un intercambio a la vez solemne y fervoroso en torno a la participación de Enrique González Martínez y de Alfonso Reyes alrededor de algunas actividades del Ateneo de la Juventud. Son ambos actores un tanto periféricos, pero eso les permite reconocerse y dejarnos un paisaje de lo que aquellos episodios significaban.
     En la biografía literaria de cada uno de los corresponsales, este epistolario tiene un valor distinto: en el caso de Alfonso Reyes, la escritura y publicación de la correspondencia con Enrique González Martínez nos remite al proyecto de afirmar una biografía pública y de configurar en el orden forense una suerte de ersatz, de figura pública
     Otra sombra que pasa por la correspondencia es la de la muerte del hijo de González Martínez, a quien Alfonso Reyes dedica unos versos de condolencia. Una tercera sombra que pasa (y no pasa) por este epistolario es la que suscita la designación de Enrique González Martínez para el Premio Nobel de Literatura en 1949, que no deja indiferente a Alfonso Reyes aunque aquí no lo deja ver.
     En el Epistolario 1909-1952 cruzado entre Alfonso Reyes y Enrique González Martínez y publicado con el título El tiempo de los patriarcas, Leonardo Martínez Carrizales concentra un conjunto de tareas: desglosa la articulación de dicho epistolario en el marco histórico que le corresponde, define la construcción de una amistad en el sentido clásico, establece las pautas que sigue la construcción social del epistolario y culmina interrogando el sentido social de las exequias. En el camino, hará saber al lector que ésta no es la primera vez que se publica dicho epistolario pues Alfonso Reyes publicó en sucesivas entregas en la revista Ábside una versión de dichas cartas (en los últimos dos números de 1953 y los dos de 1954). La versión presentada por Alfonso Reyes tiene algunas correcciones y enmiendas que la edición de Leonardo Martínez Carrizales sabe restablecer.
     Leonardo Martínez Carrizales ha realizado un trabajo serio y cuyos alcances no es fácil definir. Presenta las noventa cartas con un estudio introductorio en cuatro partes. Luego transcribe los documentos y presenta acompañándolos un conjunto de alrededor de 250 notas a las que le añade luego la reproducción de vi apéndices diversos. Esas aproximaciones, como si fuesen los cuerpos de una pirámide, le permiten ir situando, mejor diríamos enalteciendo el espacio definido por las cartas. Tal enaltecimiento era necesario para dar cuenta de un momento significativo en el proceso más amplio de las letras mexicanas: el largo momento en que se expresa y sostiene la correspondencia entre dos varones eminentes de las letras mexicanas contemporáneas, el momento de aquel primer interregno cuando se encontraron sin reconocerse del todo las dos generaciones mexicanas del medio siglo. -
capaz de envolver y acompañar la biografía del autor; en el caso de Enrique González Martínez la propuesta se plantea en forma más inocente y desinteresada, Enrique González Martínez no levanta ningún monumento. En medio para ambos: la estima y la admiración recíprocas, el registro de las publicaciones y obras cruzadas entre ambos deja amplio testimonio de la estima compartida, del fervor correspondido a través de quiebros y requiebros. En el curso de esta amistad aparecen algunas sombras, una en particular: la que sembró algún equívoco entre los amigos a la hora en que Alfonso Reyes es designado representante de México en España en 1926, en un puesto para el que Enrique González Martínez esperaba ser nombrado. La nube equívoca se disipa pero Alfonso Reyes se ve obligado a escribir algunas de sus cartas más persuasivas y elocuentes.

Tomado de letras libres:

http://www.letraslibres.com/index.php?art=8920