martes, 16 de noviembre de 2010

Azorín-La música.

He llegado a la pequeña y vieja ciudad a las diez de la mañana. Desde la plaza, donde ha parado el coche, me he dirigido a la calle de las Herrerías Viejas. Es una calleja desierta: parte la componen tapiales de huertos, por encima de los cuales asoman y se destacan en el cielo rígidos cipreses e higueras copudas; parte vetustas y medio arruinadas casucas. De las antigua herrerías que dieron nombre a la calle sólo queda una modesta fragua. Ya desaparecieron las afiligranadas espuelas que hicieron famosa a la ciudad; las llevaban los caballeros que iban  a conquistar América; las hacían resonar en anchas salas y en galerías claras de los palacios del renacimiento, palacios llenos de alicatados de piedra, nobles palacios, palacios platerescos. Ahora, en esta pobre y negra herrería, un viejo y un niño, que golpean rítmicamente sobre el yunque, sólo fabrican algún arado tosco y componen aperos de labranza. En la soledad de al calle resonaba el martilleo sonoro. Un gallo cantaba a lo lejos.

Entre las casuchas viejas destaca un caserón fornido, de saledizos balcones y aleros. He llamado a la puerta. Durante el rato que han tardado en abrirme he permanecido gozando de esta calma secular, gozando de este silencio profundo no turbado. El viejo herrero y el mozuelo han salido al umbral de la herrería y me miran curiosos. Para el cortesano, para el hombre de las grandes ciudades, nada hay comparable a este silencio reparador, bienhechor, de los viejos y muertos pueblos; él envuelve toda nuestra personalidad y hace que salgan a la luz y floten, posesionados de nosotros, dominándonos, los má íntimos estados de conciencia, sentimiento e ideas que creíamos muertos, que causaba angustia el ver cómo poco a poco iban desapareciendo entre nosotros.

Una viejecita ha salido a abrirme la puerta.
-¿Está don Manuel? -He preguntado.

Hemos atravesado un ancho zaguán. Luego, un patio con una ancha galería de columnas. En unas macetas crecían unos nardos blancos y olorosos. En una de las paredes se veía un cuadro viejo, una copia de un caballero de Sánchez Coello. Del patio hemos pasado a una ancha sala. Eran los muebles, no antiguos, sino viejos; muebles modernos, pero envejecidos, destartalados. Más, a pesar del destartalamiento y pobreza de los muebles, se veía acá y allá una nota de cuidado, de solicitud, de finura, que revelaba un alma femenina: unas flores sobre la cómoda, unos encajes sutiles y blancos en un tapete, un cuadrito con el marco brillante, pulido, y una fotografía de mujer. Con la vejez de los muebles contrastaba un piano ancho, de loca, un piano soberbio. ¿Qué vidas nos revelan estos muebles pobres y entre ellos este piano soberbio? ¿Qué espíritu es el que flota por toda esta sala de sus antiguos moradores y de sus presentes dueños?

-Espere usted aquí- me ha dicho la viejecita-;
don Manuel está en el huerto; voy a avisarle.
-No, no -he replicado-; yo voy también al huerto. No le moleste usted.

Hemos ido a un ancho huerto, detrás de la casa. Una doble fija de cipreses se extendía desde la huerta hasta un estanque redondo. Sobre las aguas flotaban hojas amarillentas. La vegetacion en todo el ámbito del jardín crecía libremente, invadía los pasos y caminales.Muchos años debía de hacer que ni la podadera, ni la azada, ni el rastrillo habían entrado por estas tierras. Volaban gozosos y piantes los gorriones en este feudo de paz y de silencio. Al pie de las higueras se veían los frutos negros que habían caído del árbol. El cielo estaba gris, plomizo. Unas avispas de oro iban voluptuosas de una uva a otra en un parral.

Cuando hemos atravesado un gran trecho del huerto, hemos columbrado a lo lejos, en una especie de solana o mirador, la figura de don Manuel. A un lado había una niña de cabellos rubios y ojos azules.
-¿Quién es? -ha dicho don Manuel, irguiéndose un poco.
-Un caballero que le busca a usted -ha dicho mi acompañante.
-Don Manuel, he dicho-, soy yo. ¿No me conoce usted?
Don Manuel ha permanecido un momento indeciso, silencioso.
-Esa voz...esa voz -ha añadido después-; esa voz....
-Soy Azorín -he vuelto a decir-. ¿No se acuerda usted de mí?

Entonces en el semblante del viejo caballero se ha hecho como una luz. Ha tendido hacia mí sus manos y se las he estrechado en silencio, lleno de emoción.
-¡Cuánto tiempo y cuántas cosas! -Ha exclamado luego.
La niña nos miraba conmovida.
-Cuando nos vimos la última vez -he dicho- fue en Madrid, en el Museo. Después le he escrito a usted alguna carta; pero no he sabido nada de usted.
-Sí, sí -ha contestado don Manuel-; en Madrid...en el Museo...¡Cuántas cosas desde entonces! Ahora, al cabo de tantos años, le veo a usted..., es  decir, ya no lo veo, ya no puedo verle.

Y volviéndose hacia la niña:
-¿Ves, Angelita? Este señor ha sido uno de mis mejores amigos. Y ahora aun se acuerda de mí. Vivo solo aquí, querido Azorín; aquí acabaré mis días; no tengo más satisfacción que esta casa vieja y estos árboles, que siento, que percibo en toda mi persona; pero que no puedo ver...Digo mal, tengo algo más. ¿Verdad, Angelita? Ya lo verá usted después. Y usted, ¿Qué hace? ¿Qué ha hecho desde entonces? A veces, en los periódicos que alguna vez me leen, he visto el nombre de usted. Pero, ¡estoy tan lejos ya de este mundo!

Hemos hablado un largo rato. Llegaban a la soledad del jardín las campanadas cristalinas y espaciadas de una iglesia. Seguía gris el cielo y el ambiente era grato, tibio. La fronda de los árboles estaba ya amarillenta.
-¿Quiere usted que vayamos a la sala? -me ha dicho don Manuel.
Hemos comenzado a andar lentamente. Y Luego:
--¿No le he dicho a usted antes que tenía algo más que esta casa y los árboles del jardín? Ahora lo verá usted.
El viejo caballero ha cogido de la mano a la niña y la ha llevado ante el piano. La niña se ha sentado.
-¿Qué? -ha preguntado la niña.
-Beethoven..., Beethoven, siempre Beethoven -ha dicho, sonriendo, don Manuel.

Entonces el piano ha comenzado a preludiar, a cantar maravillosamente las notas extrañas, trágicas, de la obertura Egmont, mientras el caballero permanecía absorto, recogido, extático, en una butaca.

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