lunes, 29 de noviembre de 2010

Ignacio Manuel Altamirano-Clemencia (2).

Guadalajara de lejos.

Hallábase Guadalajara en aquellos días llena de animación. A propósito, me parece conveniente hacer a ustedes la descripción de esta hermosa ciudad que tal vez no conozcan. 

Guadalajara, que a justo título puede llamarse la reina de Occidente, es sin duda alguna la primera ciudad del interior...por su belleza, por si situación topográfica, por su antigua importancia en tiempo de los virreyes -la que no ha disminuido en tiempo de la República- sea considerada superior, no sólo a las ciudades que he mencionado, sino a todas las de la República.

La antigua capital de la Nueva Galicia, que contaba en el año de 1738 más de ochenta mil habitantes, según afirma Mota Padilla, cronista de todos los pueblos de Occidente...Esto, y el hecho de ser el centro agrícola y comercial de los Estados Occidentales, así como de haber representado siempre un papel importantísimo en nuestras guerras civiles, dan a Guadalajara un interés que no puede menos de inspirar la curiosidad más grande a los viajeros mexicanos que la ven por primera vez.

Yo particularmente sentía un placer inmenso en ir acercándome instante por instante a la bella ciudad que había oído nombrar a menudo como la tierra de hombres valientes y mujeres hermosas, y esto me compensaba en parte la contrariedad que sufría por verme alejado del círculo de los sucesos militares.

Guadalajara está separada del centro de la República por una faja de desierto que comienza en los Lagos, y que con la única interrupción de Tepatiltán, pequeño oasis famoso por la belleza de las huries que le habitan, concluye a las puertas de la gran ciudad; de modo que ésta se muestra, al viajero que la divisa a lo lejos, más orgullosa en su soledad, semejante a una mujer que, dotada de una hermosura regia, se separa del grupo que forma bellezas vulgares, para ostentarse con toda la majestad de sus soberbios encantos.

Por el lado de las poblaciones centrales de México, Guadalajara está defendida naturalmente por el caudaloso río de Santiago que, nacido en la gran mesa del Anáhuac, y después de formar el lago de Chapala, va a desembocar en el mar Pacífico.

En el centro de este valle, trazado por el gran río y por la gigantesca cordillera, se halla asentada Guadalajara. Magnífiico es el aspecto que presenta al que la ve, llegando por el lado de occidente, y después de trasponer las últimas colinas que bordean la ribera del Santiago, por el paso de Tololotlán.

La vista no puede ser menos de quedar encantada al ver brotar de la llanura, como una visión mágica, a la bella capital de Jalisco, con sus soberbias y blancas torres y cúpulas, y sus elegantes edificios que brillan entre el fondo verde oscuro de sus dilatados jardines.

Todavía más que Puebla, Guadalajara parece una ciudad oriental, pues, rodeada como está de una llanura estéril y solitaria, encierra en su seno todas esas bellezas que traen a la memoria la imagen de las antiguas ciudades del desierto, tantas veces descritas en als poéticas leyendas de la Biblia.

Efectivamente, la llanura que rodea a la ciudad da un aspecto extraño al paisaje, que no se observa al aproximarse a ninguna de las otras ciudades de la República. 

En las mañanas del estío, o en los días del otoño y del invierno, como en los que llegué por primera vez a Guadalajara, aquel valle es triste y severo; el cielo se presenta radioso y uniforme, pero el sol abrasa y parece derramar sobre la tierra sedienta torrentes de fuego.

La brisa es tibia y seca, el suelo, pedregoso o tapizado con una espesa de esa arena menuda y bermeja que los antiguos indios llamaron con el nombre genérico de Xalli (arena, en náhuatl), de donde se deriva Jalisco, ya que se asemeja a la rambla de un inmenso lago disecado, o el cráter relleno de un volcán extinguido hace millares de siglos.

Guadalajara de cerca.

Por una calzada de hermosos fresnos se atraviesa en un instante la pequeña distancia que hay de San Pedro a Guadalajara.

Desde que se penetra en sus primeras calles hay algo que simpatiza profundamente: se ve algo semejante a la sonrisa de una familia hospitalaria; se diría que una mujer amable y buena le abre a uno los brazos y le estrecha contra su corazón.






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