sábado, 20 de noviembre de 2010

Giovanni Papini-Un centenar de libros.

Me salvó de esta soledad sin luz la manía de saber...Uno de los momentos más divinos de mi vida fue cuando tuve pleno derecho sobre la biblioteca de mi casa. La librería de mi padre consistía en una rústica cesta de viruta y dentro de ella unos cien volúmenes, poco más o menos. Aquella cesta estaba en una pequeña habitación oculta en el fondo de la casa y que daba sobre los tejados -verdadera Alhambra de mis fantasías- donde había de todo: leños para quemar, trapos sucios, trampas para ratones, jaulas de pájaros, un fusil de la guardia nacional y una carcomida roja gabardina, con la medalla del 60.

Allí me encerraba diariamente apenas estaba libre y sacaba uno a uno, con asombro y circunspección, los libros olvidados. Volúmenes desencuadernados, disparejos, manchados, envilecidos por excrementos de moscas y de palomas; todos rotos y desiguales, pero, sin embargo, tan generosos para mí, de sorpresas, de maravillas y de promesas. Leía acá y allá, descifraba, no siempre comprendía, me cansaba, volvía a probar, siempre agitado por un arrebato impaciente, apenas me acercaba las primeras veces a aquellos mundos de la poesía, de la aventura y de la historia que de vez en cuando una frase o una figura hacía fulgurar un instante en mi cerebro virgen.

No solamente leía; fantaseaba, reflexionaba, reedificaba, intentaba adivinar. Para mí todos aquellos libros eran sagrados y tomaba muy a lo serio lo que decían. No distinguía entre historia y leyenda, entre hecho y fantasía: los caracteres de imprenta eran a mis ojos testimonios de infalibes verdades.

Para mí la realidad no era la de la escuela, la de la calle, la de la casa, sino, más bien, la de los libros -donde me sentía vivir. En ciertas abrasadoras tardes de verano veía a Garibilde galopar, con la capa levantada por la brisa, entre las tropas y las fusilerías de la pampa; en las mañanas tristes y lluviosas estaba junto al conde Alfieri, que blasfemaba tras caballos y versos, por todos los caminos postales de Europa; y por la noche temblaba de odio patriótico y de oratorio frenesí de gloria con los hombres ilustres de un Plutarco diminutamente impreso en muchos tomitos vestidos de color suave.

En aquellos libros encontré también los primeros impulsos de reflexión. Había en el fondo de aquella maravillosa cesta, hasta cinco o seis grandes libracos verdes (mesa revuelta de un compilador racionalista...

...Un libro que surtió gran efecto en mi mente fue el "Elogio de la locura", de Erasmo de Rotterdam. Había en esa casa una edición italiana con las secas figuras grabadas por Holbein,y lo leí varias veces con gusto indescriptible.Debo, quizás, a Erasmo, mi pasión por los pensamientos comunes y el convencimiento profundo de que los hombres son canallas, cuando no son imbéciles.

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