lunes, 15 de noviembre de 2010

Azorín-Jardínes de Castilla.

Dispóngase el lector a dar un breve paseo -ideal, fantástico- por Castilla. No veremos los monumentos, ni las ciudades, ni los campos. Vamos a visitar los jardines. Cierre los ojos el lector; ya estamos en el primer jardín. Nos encontramos en una diminuta ciudad castellana; en el centro de ella hay una glorieta o jardín. Viejos olmos la rodean, con sus troncos recios, rugosos, con su fronda áspera, obscura. Luego, en el medio, se alinean unas bandas de evónimos polvorientos; a trechos están pajizos, amarillos; las avenidas o pasos del jardín son estrechos, desiguales; atraviesa alguno de ellos una reguera o somera acequia; se ven guijarros puntiagudos que sobresalen del terreo; de trecho en trecho se yergue puesto en un poste de madera tosca, algún farol. Tienen un aspecto peculiar estos faroles de los sórdidos y pequeños jardines municipales de las ciudades castellanas. Eran faroles, vetustos faroles de petróleo; se veía en ellos esos tubos gordos, abombados, que sólo podemos ver ahora en las viejas fotografías. La luz de petróleo ha sido reemplazada por la eléctrica.

Dentro del farol ha sido colocada una bombilla; está polvoriento, sucio, sin cristal, y los cristales del farol han desaparecido o alguno de ellos se muestra roto en pedazos. Alguno de los postes de estos faroles aparece ladeado, vacilante, bien a causa de los recios vendabales de invierno o bien a causa de los esfuerzos de los chicuelos y mozalbetes de la ciudad. Se respira un profundo abandono, una profunda tristeza, una irremediable y desconsoladora laxitud de estos reducidos y polvorientos jardines. Acaso en el centro se ve una fuente de piedra, una antigua y noble fuente de algún viejo palacio o caserón, traída aquí, sacada de su ambiente natural, y sobre la que se ha colocado, desfigurándola, mutilándola, humillándola, alguna tosca figura de hierro fundido , de hierro con sus ásperas junturas y granulaciones. El jardín está solitario; allá a lo lejos, por encima de la fronda de los olmos, se ve la torre de la iglesia; más cerca aparecen los porches de la plaza y unos balcones panzudos, desnivelados. De tarde en tarde cruza por el jardín un mendigo, que se sienta en un banco, o uno de esos guardias municipales de las pequeñas ciudades castellanas, astrosos, grasientes, con los bigotes lacioes y la barba sin afetitar. En la primavera algunos rosales dan sus rosas rojas, sus rosas blancas, entre la tristeza de los evónimos, en el profundo silencio de la ciudad; rosas fugitivas, rosas pasajeras, rosas que duran un momento y que hacen más melancólica la visión de este reducido jardín, con sus faroles rotos y sus olmos adustos.

Sigamos caminando. Ya estamos en otro jardín de Castilla. Es el jardín de un antiguo y bello palacio. Fue bello el palacio hace tres siglos. Huyeron de él sus naturales y magníficos moradores. Desde entonces han pasado por él muchas gentes. Ha sido el palacio Intendencia de la provincia, Delegación de Hacienda, Gobierno civil. Detrás del edificio se extiende el jardín. Desde hace treinta o cuarenta años ha sido cuidado por ningún jardinero. De cuando en cuando unas manos crueles cortan bárbaramente las ramas de los árboles, arrancan también algunos troncos (para las chimeneas del caserón) y todo después vuelve a quedar igual..., no igual, sino despedazado y destrozado. Hay en el jardín laureles, cipreses y rosales. Las alamedas están intransitables; la vegetación ha crecido y ha invadido todos los viales y arriates; un estanque reducido tiene sus aguas verdosas, inmóviles, llenas de hojas y ramas. Se oye por la mañana un clamoroso y vivo piar de gorriones; en las horas de sol salen por las avenidas, suben por los muros de la cerca, lentos lagartos y diminutas lagartijas, que se pasean sosegadamente y entornan sus ojuelos. En la primavera, sobre las rosas, revolotean pesadamente los redondos cetonios y van entrando entre las frescas y olorosas hojas, que roen y destrozan en silencio.

No llega ningún ruido al jardín. En el fondo, en el viejo palacio, se ven en las ventanas unos cristales rotos, unos cristales polvorientos, los cristales de unas ventanas que no se han abierto hace muchos años, en las que no ha aparecido nadie, a las que no se ha asomado la vida hace treinta o cuarenta años. ¿Qué nos dice este jardín en abandono y qué sugieren a nuestro espíritu estas ventanas cerradas, estos cristales rotos, cristales lamentables, que son a estos otros jardines lo que los faroles son a los otros pequeños tristes jardines municipales?

Cotinuemos en nuestra marcha. Volvamos a cerrar los ojos. Ya estamos en otro diminuto y castizo jardín. Caminamos lentamente por los claustros de una colegiata o de una catedral. Los jardines interiores, cerrados, aprisionados, tienen un encanto particular que no tienen los libres, los que se extienden en campo abierto o en el centro de las ciudades. En nuestras catedrales, en León o en Ávila, por ejemplo, existen reducidos jardines de estos que son tan melancólicos y están tan abandonados como los descritos anteriormente.

No son casi jardines. Si alguna vez tuvieron cuidados y atendidos, hace ya tiempo que no lo están. La maleza crece libremente en su ámbito. Como el espacio que se dispone para ello es muy reducido, a poco que se aleje sin cuidarlos, la vegetación lo invade locamente todo. Además, en estas iglesias y catedrales las reparaciones que se han ido haciendo en ellas y las que se hacen continuamente han dejado el pequeño jardín lleno de escombros y de sillares. En los muros del claustro se ven las tumbas de los guerreros, obispos y teólogos de hace cuatro o seis siglos. Sólo de tarde en tarde resuenan pasos sobre las losas y bajo las bóvedas de la venerable galería. Se oyen claras y silbantes campanadas que caen de la alta torre. A veces, al abrirse una puertecilla, por la mañana, llega al silencioso jardín el sonido confuso y armonioso del órgano. Por la tarde nada turba el sosiego. 

La ciudad reposa profundamente. En el caer de la tarde va llenándose de sombra el diminuto jardín, revolotean blandos, elásticos, los primeros vespertillos. Allá lejos suena la campana de algún convento. Ha llegado el crepúsculo. Comienza a brillar una estrella en el cielo obscurecido. Entonces es la hora propicia, la hora peculiarisima de estos minúsculos y aprisionados jardínes: es la hora en que estos jardínes entran en armonía y comunión íntima y secreta con el ambiente y con las cosas que les rodean; con las tumbas de los guerreros y de los obispos, con la alta torre, con las columnas del claustro, con el cielo obscuro y sereno, con el parpadear brillante de las estrellas, con las campanadas del Ángelus, que caen lentas, sonoras, pausadas sobre la ciudad...

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