miércoles, 8 de diciembre de 2010

Victor Hugo-Los miserables (Msr. Myriel-1)

Un Justo

En 1815, M. Carlos-Francisco-Bienvenido Myriel era obispo de D. Era un anciano de cerca de 75 años, y ocupaba la sede de D. desde 1806.

...Era de buena presencia, aunque de estatura pequeña, elegante, gracioso, inteligente; y toda la primera parte de su vida la había ocupado en el mundo y la galantería.

Los trágicos espectáculos de 1793...¿Hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y soledad?

El palacio episcopal era un vasto edificio, construido de piedra a principios del siglo XVIII por disposición de monseñor Enrique Puget, doctor en teología por la universidad de París y abad de Simore, el cual había sido obispo de D. en 1712. Este palacio era una verdadera morada señorial. Todo en él respiraba cierto aire de grandeza: las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones interiores, el patio de honor muy ancho, con galerías de arcos, según la antigua costumbre florentina, los jardínes plantados de magníficos árboles.

En el comedor, que era una larga y soberbia galería del piso bajo con salida a los jardínes, monseñor Enrique Puget había dado el 29 de junio de 1714 un gran banquete...Los retratos de estos siete reverendos personajes adornaban aquella sala, y la fecha memorable 29 de julio de 1714, estaba allí grabada en letras de oro en una lápida de mármol blanco.

Cuando se trataba de la caridad, no retrocedía ni aún ante una negativa, y solía en estas ocasiones decir frases o palabras que hacían reflexionar.

Por lo demás, era el mismo para la alta sociedad que para la gente humilde del pueblo.
No condenaba nada ni a nadie apresuradamente y sin tener en cuenta las circunstanicas; y solía decir: -"Veamos el camino por donde ha pasado la falta".

La vida privada de M Myriel estaba llena de los mismos pensamientos que su vida pública. Paar quien hubiera podido verla de cerca, hubiese sido un espectáculo grave y sublime aquella pobreza voluntaria en que vivía si era obispo de D.

Como todos los ancianos, y como la mayor parte de los pensadores, dormía poco. Este sueño, aunque corto, era profundo. Por la mañana oraba durante una hora, después, decía su misa, bien en la catedral, bien en su casa. Dicha la misa, se desayunaba con pan de centeno, mojado en la leche de sus vacas. Después, trabajaba.

Un obispo es un hombre muy ocupado: es preciso que reciba todos los días al secretario del obispado, que de ordinario es un canónigo, y caso todos los días a sus grandes vicarios. Tenía congregaciones que inspeccionar, privilegios que conceder, toda una librería eclesiástica que examinar, libros de misa, catecismos, etc. Pastorales que escribir, predicaciones que autorizar, curas y alcaldes a quienes poner de acuerdo, la correspondencia clerical, y la correspondencia administrativa; por una parte el Estado, por la otra la Sante Sede; en fin, mil negocios.

El tiempo que le dejaban libres éstos, y sus oficios, y su breviario, lo dedicaba primero a sus necesitados, a los enfermos, y  a los afligidos; y el que estos le dejaban vacante, lo destinaba al trabajo. Tan pronto escardaba, sembraba o regaba en su jardín, como leía o escribía. Sólo usaba de una palabra para designar estas dos clases de trabajo: llamado jardinear. "El espíritu es también un jardín", decía.

Hacia el mediodía, cuando hacía buen tiempo, salía y paseaba a pie por el campo o la ciudad, entrando frecuentemente en las habitaciones pobres. Se le veía ir solo ensimismado, con los ojos bajos, apoyado en un gran bastón, vestido con su traje morado, bien entretelado y bien caliente, calzado con medias moradas y zapatos gruesos, y cubierto con un sombrero chato, que dejaba caer por sus tres puntas, tres borlas de oro de gruesos canelones.

Deonde quiera que aparecía había fiesta. Hubiérase dicho que su paso esparcía por donde iba, luz y animación. Los niños y los ancianos salían al cancel de sus puertas para ver al obispo, como para tomar el sol. Bendecía y le bendecían. A cualquiera que necesitaba algo se le indicaba la casa del obispo.


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