I
Invocación (Justo Sierra).
La noche y el abismo calla.
Y yo, en la soledad en que me pierdo,
busco, con la linterna del recuerdo,
los despojos del campo de batalla.
Te invoco, en tanto, Padre, porque fuiste
en los nublados de la edad, estrella
-la de los reyes magos- para aquella
generación desorientada y triste.
¡Época de deleite y desventura;
ningún consuelo alivia su amargura,
ningún sedante sus delirios para!
¡Y pasaste, vestido de blancura,
como un Cristo de luz y de ternura,
mitigando el dolor de la faunalia!
II
Manuel Gutiérrez Nájera
La máscara asimétrica de tu faz, era uno
de los grandes milagros del Genio y la Bondad.
Las vivas esmeraldas de tus ojos de Juno
tenían los destellos de la inmortalidad.
Tu burgués continente, de dandismo inoportuno.
Tu forma, enamorada de la frivolidad.
En tu estilo elegante se mezcló, de consuno,
flora extraña, a la flora de tu misma heredad.
Y sin embargo, estabas íntimamente triste.
El dolor de la vida -que no siempre escondiste-
te arrancaba las quejas mas hondas y divinas.
III
Amado Nervo
¿Cómo fue? Muchos años ha que pasó. Venías
de la plácida sombra de un rincón provinciano,
con tu hatillo de ensueños y de melancolías
y tu impoluto y virgen corazón en la mano.
Tu juventud, en éxtasis, cantaba letanías
en medio a los fragores del bullicio profano.
Al pasar, te miraban Salomé y Herodías,
y todos los poetas te llamaban: ¡Hermano!
Sufriste. Mas de dulce resignación ungido,
cruzaste por las negras borrascosas de la suerte.
Tus gloriosas canciones triunfaron del olvido.
Y, en el silencio augusto de tu espíritu fuerte,
llamaron a las puertas del corazón herido
dos vistitas a un tiempo: el amor y la muerte.
IV
Manuel José Othón
Montaraz complicado de príncipe y poeta.
Rústico de exquisita finura espiritual.
Cazador solitario para quien la escopeta
era el arma gozosa de no hacer nunca mal.
Candores infantiles y austeridad de asceta.
Penetraba en los bosques llevando en el morral
-alimento del alma- los salmos del profeta,
y -nutrición del cuerpo- la comida frugal.
Visitaba las urbes con atolondramiento
de colegial en fiesta. Todo su pensamiento
era gozar del mundo, del placer y del vino.
Cargado de volúmenes tornaba del viaje
a hundirse en los sonoros silencios del paisaje
y a repujar su verso maravilloso y fino.
V.
Jesús E. Valenzuela.
Rubén, Julio, Leandro, Balbino, caballeros
de la Tabla Redonda de este pródigo Arhur,
preparad el banquete. Llegarán, los primeros,
Ciro, el mordaz, y el rubio y elocuente Jesús.
El rey preside el goce de los aventureros
de la Ilusión y el Arte; y tiene, en su inquietud
-derrochador de vida, de gracia y de dineros-
el corazón, de otro, y el cerebro, de luz.
De pronto, una invisible mano oscura le asesta
golpe mortal. Un huésped cruel entró en la fiesta
y deramó las cráteras y apagó la alegría.
El rey yace en el lecho, callado e incosciente,
sin una sola idea que ilumine su frente.
Está seco el cráneo como copa vacía.
VI
Julio Ruelas
Y tú también -oh irónico- fuiste un atormentado.
También en tu semblante cetrino y aguileño,
pasaba, entre la mueca de burla y desenfado,
una encubierta nube de pesar zahareño.
Parecías sencillo pero eras complicado:
enfermizo y alegre, vigoroso y cenceño,
en apariencia, frívolo; mas en cada diseño
¡qué pensador terrible, fuerte y delicado!
Tu hachis era el ósculo, y el vino, tu beleño.
Tu arte fue una mezcla de sombras de alienado
y luces de vidente
Y un buen día halagueño,
en París, la esquelética, te sorprendió sentado
-entre un coro de ninfas de Montparnasse, risueño-
a la diestra de nuestro viejo padre, el pecado.
VII
Jesús Uueta
Voz, ademán, palabra. Todo gallardo y vivo.
Todo resplandeciente. Todo helénico. Ved:
el pensamiento noble se va, en el verbo, cautivo,
como van -oro y plata- los peces a la red.
¡Qué invitado magnífico hubiese hecho en la Cena
de Trimalcón! Y, a veces, qué hábil y qué buena
su piedad amorosa, comprensiva, sin fin!
Forjador de bellezas. Amo de multitudes.
Urna de livianidades. Ánfora de virtudes.
Un sátiro, por fuera. Por dentro, un serafín.
VIII
Jesús Contreras
Carne doliente; no rota escultura.
¡Carne doliente y mutilada! Era
como un roble, cargado de verdura,
al que se poda en plena primavera.
Varonil y simpática hermosura.
Mirada, entre apacible y altanera.
Audacia heroica. Impulso de locura.
Desordenado ingenio y alma entera.
Dominador de mármoles y bronces,
les arrancó un brazo el anaké. Y entonces,
con la siniestra mano, en su agonía,
plasmó la estatua emblema de su fatal destino,
y en el regazo de un amor divino,
se durmió, como el ave cuando se muere el día.
IX
Alberto (¿Fuentes o Herrera?)
Aun le miro feliz ante el piano
de una taberna preludiar un tierno
vals de Chopin. Romántica su mano,
noble su testa, de blancor de invierno.
Suave en el vicio; en la emoción, insano.
¡Rey Lear del sainete! En uuna impura
atmósfera impregnada todavía
de alcohol y de tabaco su figura
se yergue, blanca, en la memoria mía,
y se atraviesa, en su trágica locura,
sonando el cascabel de la alegría.
X
Ernesto Elorduy
Carátula, de nariz prominente,
con un perfil de fauno y un gesto de candor,
y una velada y pura claridad en la frente,
y, en los ojos, la chispa de un incendio interior.
De su ágil epigrama salía, de repente,
no sé qué misterioso y escondido dolor.
El pasó, de la Vida por el bíblico puente,
borracho de ternura, de ensueño y de licor.
Gran músico romántico, mostró su alma en sonidos;
sólo en las melodías cantaron sus gemidos.
Su inspiración no estuvo vencida de la edad.
Y cuando la impaciente vino a tocarle el hombro
la recibió tranquilo, sin pena y sin asombro,
creyente, como un árabe, de la Fatalidad.
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