jueves, 2 de diciembre de 2010

Octavio Paz-Pinturas de José María Velasco.

Después de recorrer la exposición del pintor JMV, el espectador se siente en lo alto de un valle frío y respira un aire delgado, aire sólo para las águilas, en un misterioso equilibrio entre el cielo y la tierra, frío otoño de las alturas. Cielos azules, límpidos; nubes blancas a un tiempo sólidas y aéreas; aguas tranquilas, ensimismadas; algún cactus solitario, un pirú y, como en un espejo, la lejanía: las mismas aguas, los mismos cielos, la misma tierra rojiza, volcánica, levemente áspera. Cielo y tierra. Y el aire, invisible presencia que delata a los grandes pintores. Todo está suspendido en un momento de pausa, como si la naturaleza se hubiese detenido un instante para después proseguir su marcha. Pintor de límites, Velasco nos muestra un mundo que no es el del reposo absoluto ni tampoco el del movimiento, sino el del descanso. El paisaje que nos revela también posee esa tonalidad: la meseta, donde la desolación de la montaña se inicia y cesa la lujuria de la costa. La hora y la luz predilectas de este pintor son equidistantes de la plenitud del mediodía y del abatimiento crepuscular. La pintura de Velasco vive en una reserva inmóvil, que no pertenece al abandono sino al equilibrio, a esa pausa en la que todo cesa y se detiene brevemente, antes de transformarse en otra cosa.

Mas esta tregua prodigiosa no posee ningún temblor. Todo es firme y neto y la reflexión de la creación -porque a esa hora la naturaleza parece reflexionar- no está invadida por las vascilaciones de la duda o el fulgor del presentimiento. Este mundo exacto y transparente parece ignorar la inquietud de la vida y la del hombre. Nada de lo que allí vemos solicita la complicidad de nuestros sentidos o de nuestros apetitos; su misión se reduce a aislarnos de lo humano y provocar, más que un contagio o una comunión, un estado de soledad. Mundo silencioso, extrañamente vivo, pero ajeno a nosotros, a nuestra vida. Lección de desdén.

Casi todos los cuadros de Velasco están compuestos de un modo muy simple: una línea horizontal divide, a la mitad de la composición, la tierra del cielo. Y eso le basta para revivir un mundo profundo y sólido, de hondas perspectivas e infinitas lejanías. Esta línea sólo tiene una función estética y no posee significacióne espiritual: ni separa a dos mundos, como ocurre con otros pintores, ni señala las fronteras entre el infierno y el cielo, entre el "acá" y el "allá". No hay ningún dualismo en Velasco; este pintor "católico" ignora al infierno tanto como al cielo. Sólo hay un mundo, este mundo de límpidas apariencias, de transparentes disfraces, parecen decirnos sus cuadros, si es que esta alma fría y desdeñosa intentó decirnos algo.

No le basta a su reserva, sin embargo, rehusarse a pintar el transmundo de las cosas; lejos de contemplar al Valle de México con los ojos del asombro, lo retrata como un naturalista. Su pulso anota, sin temblor y sin precipitaciones, lo que su tranquila mirada de águila descubre, con la misma apasionada indiferencia del sabio que sólo pretende registrar los fenómenos, sin intentar hundirse en ellos.

Hay una suerte de horror al hombre en todo lo que pinta; la figura humana sólo aparece cuando necesita subrayar la desoloación o la grandez solitaria de la naturaleza, enmedio de la cual el hombre es siempre un intruso. Es sorprendentre our por ahí que Velasco es un pintor cristiano: ¿En dónde están el cielo o el infierno, la sensualidad, el erotismo de los cristianos? Este pintor ignora la existencia de otro mundo que no sea éste. Una nota domina toda su producción: la ausencia de sensualidad. Ni amor a la carne, ni incendio de la carne. Su pincel es casto, aunque carece por completo de inocencia, de asombro virginal. Y no sólo huye de la sensualidad y de la imaginación; ni siquiera la geometría, esa abstracción intelectual, le seduce: está lejos de ella como de la sensibilidad del impresionismo. Imparcial, exacto y desdeñoso, su orden es el de la ciencia. 

El equilibrio, la sobriedad arquitectónica, los ritmos austeros recuerdan la precisión de ciertos poemas mexicanos. Si Velasco hubiera sido poeta, su forma predilecta habría sido el soneto. Sus paisajes poseen el mismo rigor, la misma arquitectura desolada y nítida, la mismoa monotonía de los sonetos de Othón. La línea horizontal que los divide tiene la calidad de un final de estrofa. Y hasta se atreve con sobrias rimas, ecos, correspondencias. El cielo frío y azul, inmenso, rima con el agua parada de los charcos, reducido infinito; las nieves de los volcanes, nubes inmóviles, son algo más que un recuerdo, una alusión y un eco de las otras nubes que se mueven, silenciosa e invisiblemente en la profundidad del cielo: son una verdadera metáfora. Como Othón, logra recrear el paisaje de México sin ninguna concesión, sin ningún adjetivo. No necesita vestir la desnudez de lo que pinta con atavíos más o menos regionales para expresar que este paisaje frío y altanero, más desolado que triste, sólo pertenece a México.

La ausencia de la figura humana -mas indiferencia que desprecio- tiene estrecha relación con el famoso soneto "A una estepa del Nazas". Aunque no hay semejanza entre el paisaje de Othón y el de Velasco -uno canta el desierto del Norte y el otro pinta el Valle de México- sí existe cierta identidad en la actitud espiritual de ambos artistas:

Ni un verdecido alcor, ni una pradera;
tan sólo miro, de mi vista enfrente,
la llanura sin fin, seca y ardiente,
donde jamás reinó la primavera.

Rueda el río monótono en la austera
cuenca, sin un cantil, ni una rompiente
y, al ras del horizonte, el sol poniente,
cual la boca de un horno, reverbera.

Y en esta gama gris que no abrillanta
ningún calor; aquí, do al aire azota
con ígneo soplo la resaca de plata,

sólo, al romper su cárcel la bellota
en el pajizo algodonal levanta
de su cándido airón la blanca nota.

Pero Othón encuentra, en los sonetos del Idilio salvaje, que la desolación del paisaje sólo es un eco y un símbolo del desierto de su espíritu. Velasco, nada amoroso, menos profundo, jamás se entrega: se repite infatigablemente, como un espejo que no conoce la sed ni la saciedad. Hay algo aterrador, inhumano, en esta altiva perfección que no descansa.

Cuando se termina de recorrer esta exposición, se siente una especie de plenitud fría, como al respirar el aire  puro, horriblemente puro de la cumbre. Y ante esta pureza el espectador se pregunta: ¿Cuál es el significado de esta obra, toda ojos y pulso, en la pintura mexicana? Su importancia reside, precisamente, en ese ascetismo y desdén ante los excesos y las tentaciones de la sensibilidad; gracias a esta reserva puede ahora la pintura mexicana, después de tantas aventuras, contemplarse en una parte de su ser: el rigor, la reflexión, la arquitectura, la castidad, la lealtad.

Frío riguroso, insensible y lúcido, JMV sólo es una mitad del genio. Pero es una mitad que nos advierte de los peligros de la pura sensualidad y de la sola imaginación.

México, 1942.














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