domingo, 26 de diciembre de 2010

Artemio de Valle Arizpe-Calle vieja-calle nueva.

Todo lo que aquí se dice, está tomado del blog:

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Artemio de Valle Arizpe fue uno de los más grandes cronistas de la historia de México. Gracias a él no se perdieron para siempre muchas historias sobre el Virreinato, una de las etapas más oscuras y menospreciadas de nuestro pasado. Don Artemio vivió en un país que transitó del esplendor porfirista al esplendor priísta y como tal le tocó sufrir y gozar de los cambios que tuvo México entre esas dos épocas.
Además de escribir sobre la Colonia, don Artemio también escribió sobre su propio pasado. Una de sus mejores crónicas le rinde homenaje a uno de los platillos más humildes y más deliciosos de nuestra cocina: las tortas. ¡Que lo disfruten!

Las tortas de Armando.

Pues bien, para mí -para mí y para muchos, para una infinidad-, ese callejón no era sino la tortería de Armando. “Las tortas del Espíritu Santo”, se les decía a las que con tanta habilidad y sabrosura confeccionaba Armando Martínez; después se dijo, ya que tuvieron fama, sólo “tortas de Armando”. En un zaguán viejo y achaparrado estaba instalada la tiendecilla; no ocupaba todo el zaguán, no, sino que éste, con un tabique de madera sin alisar, hallábase dividido a la mitad: una se destinaba al pequeño establecimiento, la otra era la entrada al antiguo caserón, que se cerraba con una recia puerta con clavos cabezones. El caserón a que aludo, ya reconstruido, hoy ostenta el número 38.
Era un placer grande el comer estas tortas magníficas, pero el gusto comenzaba desde ver a Armando prepararlas con habilidosa velocidad. Partía a lo largo un pan francés -telera, le decimos-, y a las dos partes les quitaba la miga; clavaba los dedos en el extremo de una de sus tapas y con rapidez los movía, encogidos, a todo lo largo, y la miga se le iba subiendo sobre las dobladas falanges hasa que salí toda ella por la otra punta. Luego ejecutaba la misma operación en el segundo trozo; después, en la parte principal, extendia un lecho de fresca lechuga, picada menudamente; en seguida ponía rebanadas de lomo, o de queso de puerco, según lo pidiera el consumidor, o de jamón, o de sardinas, o bien de milanesa o de pollo, y sólo con estas últimas especies hacía un menudo picadillo con un tranchete filosísimo con el que parecía que se iba a llevar los dedos de la mano, con la punta de los cuales iba empujando a toda prisa bajo el filo los trozos de carne, en tanto que con la otra movia el cuchillo para desmenuzarla, con una velocidad increíble.
Con ese mismo cuchillo le sacaba tajadas a un aguacate, todas ellas del mismo grueso. Para esto se ponía la fruta en el hueco de la mano y con decisión le metía el cuchillo por una punta y al llegar al lado contrario lo inclinaba, con lo que el untuoso pedazo quedábase detenido en la ancha hoja, y luego hacía el movimiento contrario sobre el pan y las iba tendiendo sobre él con una inigualada maestría, hasta cubrir las porciones de pollo, milanesa o lo que fuere, y en seguida las tapaba con rajas de queso fresco de vaca, en el que andaba el tal cuchillo con un movimiento increíble de tan acelerado, que casi se perdía de vista. Esparcía pedacillos o bien de longaniza, o bien de oloroso chorizo, y entre ellos distribuía otros trocitos de chile chipocle; mojaba la tapa en el picante caldo en el cual se habían encurtido esos chiles y con una sola pasada dejábala bien untada con frijoles refritos y la ponía encima de aquel enciclopédico y estupendo promontorio, al que antes le esparció un menudo espolvoreo de sal; como final del manipuleo le daba un apretón para amalgamar sus variados componentes, y con una larga sonrisa ofrecía la torta al cliente, quien empezaba por comer todo lo que rebasó de sus bordes al ser comprimida por aquella mano suficiente.
También preparaba tostadas, que aderezaba igualmente con singular prontitud y esmero y que eran de precio inferior a las tortas magníficas. Estaba con Armando tras el minúsculo mostrador una viejecilla alta ella, enlutada y silenciosa, que ocupábase solamente en servir la riquísima chicha, y cuando no andaba en esa tarea insignificante, tenía las manos cruzadas sobre el vientre, viendo como en perpetuo arrobo la calle. “Juanita, una chicha”, decía Armando de tiempo en tiempo con voz tiplisonante, y en el acto la callada mujer servía el líquido amarillento y frío en un vaso de vidrio, y después de esta operación volvía a poner sus miradas vagas en la calle.
Cuando Armando estaba entregado a su tarea con gracia y experta destreza, nadie osaba proferir ni una sola palabra, o si acaso se hablaba era en voz baja, sin quitar los ojos ávidos de los acelerados y magistrales movimientos del cuchillo. Apenas se concluía la elaboración complicada de la torta, cuando ya andaba preparando otra con ligereza, y después otra y otra más, y todas ellas con esmero y prontitud indecibles. En la puerta se aglomeraba, saboreándose, el gentío, y sólo se escuchaba en aquel amplio silencio, como esotérico, la voz que decía: “Armando, una de lomo”, “Armando, una de jamón”, “Armando, tres de pollo para llevar”; “Armando, dos tostadas”; y así el pedir y el complacer era interminable.
Vivíamos varios estudiantes de leyes en la calle de Santa Catarina No. 3, y desde allá, al anochecer, después de haber estudiado toda la tarde -aclaro: toda la tarde en tiempo de exámenes-, la emprendíamos a pie hasta la lejana calle del Sapo, en donde tenía casa un querido y generoso condiscípulo a quien llamábamos el Campamocha – su nombre de pila es Mario Camargo, que ahora es gran abogado y rico propietario-, para que nos convidase con unas tortas, lo que siempre hacía lleno de gusto- Todo el camino hasta llegar el callejón del Espíritu Santo, hablábamos ya de derecho civil, ya de derecho constitucional o de romano, o de otras materias áridas de las que pronto nos íbamos a examinar ante rígidos jurados. Pedíamos las insuperables tortas, siempre de lomo, que eran las más baratas, costaban diez centavos, y muy pronto llenos de placer, las encomendábamos a los dientes, saboreándolas con inmenso gusto. Comíamos y callábamos como unos santos. Con el sabor detenido aún en nuestra boca, tornábamos a hacer la larga caminata, rumbo a nuestro albergue de Santa Catarina, y al ir caminando, por calles y calles seguíamos repasando lecciones de jurisprudencia que no aprendimos o no entendimos del todo, por lo que mutuamente nos aclarábamos puntos oscuros.
No sólo se asocia la tortería del Espíritu Santo con el amargo tiempo de exámenes, en el cual un padecer inenarrable, una tremenda zozobra nos envolvía, y nos punzaba un constante malestar, sino que el callejón ése está con delicia en el tiempo plácido y festivo en el cual no sólo vivíamos para golosinear y embromar; íbamos a menudo a ver a Armando, tan a menudo como nuestros bolsillos, siempre exhaustos, nos concedían esa magnífica licencia, y muchas veces ni la necesitábamos siquiera, puesto que el buen Armando nos fiaba para que le pagásemos a vuelta de buena fortuna, que era el fin de mes. Entrábamos en su tiendecilla y con mucho donaire y gala embaulábamos nuestras magníficas tortas de lomo; de pollo, sólo cuando estábamos ricos: costaban quince centavos. No había para nosotros en ese tiempo manjar más regalado que ése, que tenía el incomparable aderezo del hambre. En esos felices años el corazón estaba en el vientre, así éramos de gargantones y desaforados golosos. Nuestro bello ideal era comer a pasto y a tabla de patrón, como se dice en el gracioso Estebanillo González.
En mi recuerdo está la tierna gratitud para Armando Ramírez por los instantes que me dio, siendo yo estudiante, de felicidad pasajera, pero felicidad al cabo, con sus tortas suculentas, saboreadas siempre, entre la charla labiosa y cordial de mis excelentes compañeros de estudios, que hasta la fecha nos hemos mantenido henchidos de viva cordialidad, nuestras diferencias a lo largo de la vida únicamente han sido encimeras. Rememoramos a menudo con renovada delicia nuestros venturosos días pretéritos, y convenimos con parecer unánime, que el sabor de las tortas, que ahora se hacen, ya no es el mismo que tenían las de nuestra época, a pesar de tener los mismos componentes. ¡Ay, los años, los pícaros años”
De Calle vieja y Calle nueva, 1949)

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