El amanecer mexicano a la democracia formal nos ha traído varias sorpresas. No todo se arregla con la alternancia. La falta de seriedad de los gobernantes es pareja, cruza a todos los partidos. Las vanidades y protagonismos son un virus que ataca a cualquiera. La corrupción no acepta exclusividades, se practica en todos los frentes. Los problemas centrales del país siguen allí. La alternancia ayuda a desplazar camarillas, vamos a que no se perpetúen en las sillas indefinidamente, pero camarillas aparecen en todas partes. La lista de malas noticias ha propiciado un desencanto.
Pero también hay un aspecto positivo. Los mexicanos del 2003 parecieran más realistas. En el horizonte ya no está la pócima mágica que cure todos nuestros males. Lentamente nos encaminamos a un catálogo de exigencias terrenales. Creemos menos en los santos y más en las debilidades generalizables y generalizadas de los mortales, con cualquier camiseta partidaria. Más que la venta de posturas ideológicas o morales sin sustento los mexicanos reclaman resultados. Sólo así se explica uno que López Obrador, que hasta hace poco era el “coco” de las clases medias capitalinas, hoy tenga su simpatía. Sólo así comprende uno que el PRI vaya a reconquistar Nuevo León, como lo ha hecho en otras latitudes. Los problemas de fondo empiezan a reaparecer en la agenda después de un período de ensoñación democrática. Uno de esos problemas es la actitud de los propios mexicanos frente a las leyes y frente a nosotros mismos. Cómo creer en los nuevos políticos si hacen exactamente lo mismo que criticaron en sus adversarios.
Los panistas se daban baños de pureza señalando el Pemex-gate hasta que apareció su asuntito de Amigos de Fox. Para no hablar de los negocios del Partido de la Sociedad Nacionalista o la posición familiar de los verdes y las medicinas. Las irregularidades en el financiamiento de las campañas ya se convirtieron en regularidades. Ahora, en el mejor estilo priísta, vemos al Presidente Fox inundar las pantallas de televisión y las transmisiones de radio promoviendo su gobierno con la clara intención de apoyar a su partido. Lo mismo de hace tres, seis o doce años. Somos demócratas, no tontos dijo uno de sus principales asesores como explicación de la campaña con recursos de presidencia. Son lo mismo dice el común de los ciudadanos y no le hace falta razón. Esa veta torcida de los mexicanos escapa a todas las leyes. Es esa veta torcida la que propicia desesperación, desesperanza.
En tan sólo cuatro días al gobierno en particular, pero en general al país le llovieron reclamos. Un grupo de inversionistas en Europa, el propio Grupo de los ocho y varios connotados empresarios de nuestro país señalaron, entre otros problemas, a la debilidad de nuestro estado de derecho como el gran obstáculo de largo plazo. Cada quien desde su óptica: la inseguridad, la carencia de garantías jurídicas, la economía informal, la corrupción, siguen allí instaladas. De poco sirve el juego partidario y el desplazamiento de camarillas si el pacto entre los mexicanos está podrido.
Solidarios decimos con gran orgullo, los mexicanos somos muy solidarios y siempre tendremos alguna anécdota tierna que contar, pero muy poco hablamos de nuestras actitudes cotidianas en las cuales los mexicanos atropellan a los mexicanos por sistema. El 54 por ciento de los mexicanos opina que no hay problemas de su comunidad que les interese resolver. El 51 por ciento opina que es difícil organizarse con otros y el 82 por ciento acepta nunca haber trabajado ni formal ni informalmente para resolver problemas de su comunidad. ¿Solidarios? (Ver Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas, SEGOB, ESTE PAIS núm. 137) El 85 por ciento admite no participar en ningún tipo de organización. A mí que me resuelvan los problemas, pareciera ser la actitud generalizada. Pero así no caminan las cosas. En un país moderno los ciudadanos de alta intensidad, parafraseando a Nexos, son una pieza central.
Si la capital, por sus niveles socioeconómicos y educativos, es la punta de lanza de la participación, en esto no nos va nada bien. Lo que más pasión desata en la capital es la actividad deportiva y aun así sólo el 17 por ciento de los ciudadanos pertenece a alguna organización. Las religiosas vienen en un caído segundo lugar con el 12 por ciento o sea que el 87 por ciento de los fervorosos capitalinos no participa más allá de los rituales. Las asociaciones profesionales abrazan a sólo el siete por ciento y los todopoderosos sindicatos lo mismo. A los partidos, por más que se les dan dineros públicos para que se organicen, sólo consiguen movilizar al cinco por ciento como miembros. Son un club bastante caro y exclusivo. En la cola vienen las asociaciones de asistencia social o sea que viva el Teletón y el espectáculo pero al día siguiente nos olvidamos de los otros. Y, finalmente, las ONGs con el dos por ciento (Este país, junio del 2003). Otros indicadores podrían ser aún más dramáticos como por ejemplo el número de horas entregadas a la sociedad. Las comparaciones son odiosas, pero en este expediente en particular salimos muy mal parados. Hay países, los nórdicos, donde el 85 por ciento de los ciudadanos pertenecen a cinco o más asociaciones de todo tipo. Falso que seamos solidarios, las cifras nos muestran como egoístas, muy egoístas.
El llamado asociacionismo es deseable no exclusivamente por razones éticas o filantrópicas. Nadie está para dar recetas de moral. El asociacionismo es deseable porque el llamado por los teóricos “buen gobierno”, aquel donde la corrupción es excepcional y las políticas públicas son altamente eficientes, sólo se alcanza con una ciudadanía exigente y organizada. Lo que Putnam y Fukuyama entre otros han llamado capital social, es una pieza clave de una sociedad moderna y democrática. La desorganización de la sociedad mexicana es parte de la explicación de nuestros fracasos. Somos corresponsables. En nuestro desencanto con la alternancia en todos sus niveles debemos ser justos con lo que la vida política puede darnos y lo que no. Revisar este expediente es imprescindible, pues de poco sirve una participación electoral crecientemente plural si no viene aparejada de una mayor exigencia y vigilancia social.
Todo esto porque estamos a unas horas de que entre en vigor la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información. Se trata de una pieza clave del “buen gobierno”, pero que sólo mostrará sus bondades si los ciudadanos la hacen suya y activan el mecanismo. Para una sociedad apática y poco comprometida nunca habrá fórmulas mágicas, ni la alternancia ni la transparencia. Veremos. Suerte a los consejeros y al Instituto.
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