Beethoven trabaja con una sustancia que de sonido sólo tiene la apariencia sensible, pero que es un fluido misterioso salido de su corazón, compuesto de su yo y también de la esencia de los afectos ajenos y de las cosas externas; flúido que al exteriorizarse produce sonidos, pero que es más bien pensamiento vigoroso, una especie de atman estético. Atman porque contiene la esencia del alma y la esencia del mundo y también porque es capaz de penetrar todas las cosas y de desenvolverse y sonar, interpretándolas a todas. Voz, incomprensible en algunos instantes, pero que aun así, jamás se envilece con el sentir vulgar, ni se torna baladí por sacrificio a la claridad. Para juzgar este lenguaje necesitamos colocarnos más allá de la razón y del absurdo, más allá de la necesidad y la ambición y el deseo, en el plano de lo eterno.
Escuchemos la séptima sinfonía: enmedio del silencio, o de los rumores inconexos, se distingue el rugir de una fuerza indomable, como si alguien intentase coordinar la dispersión de las cosas para imponerles una manera congruente. Suena orgullosa la frase orientadora, se repite en diversos instrumentos y provoda la aparición de sonidos extraños que no se le unen espontáneamente, que le resisten o le huyen. Con precisión tenaz se reproduce en medio de las sombras silenciosas, coincidiendo con el alboroto de frases interrumpidas que son como conatos de otros seres; tiembla y se modifica ensayando su fuerza, su consistencia, su identidad, puesta a prueba en los distintos timbres de la cuerda o del metal. Se convence y nos convence de su firmeza. Enseguida comprendemos que no es la suya una energía accesoria, un efecto inevitable o un proceso determinado, sino un valor autóctono, inmensurable. Un ser que no viene a pedir a las cosas molde en que vaciarse, sino apego y adhesión para su empresa revivificadora.
Va desdeñoso y huraño porque sabe que fuerzas mezquinas le harán resistencia, porque mira cosas informes y almas oscuras y que, sin embargo, se obstinan en su imperfección. Nos conmueve algo como el dolor de los redentores. Resuena otra vez el allegro atrevido y fiero, como si extrajese de la pesantez y de la muerte fuerzas maravillosas y libertadoras. Combate el "es" con el "no es" y con "no es así". La voz dominadora posee tonos contradictorios ásperos y dulces como de ternura reconcentrada que se humilla y reuga o se eleva imprecadora. Algunos sonidos parecen golpes de lucha, explosiones de cólera provocada por oscuras felonías: el ímpetu clarividente irritándose contra la terca incomprensión; enseguida la energía decae y se desahoga en lamentos hondos o resucita en alegrías ruidosas, que responden a alguna aguda y súbita percepción interna.
Concluye el tiempo con un célebre pasaje que a los críticos pareció absurdo y sintomático de locura. Ahí el tema creador, la visión iluminada, acomete contra el sentido de la tierra, el goce fácil, la sensualidad aletargadora; denuncia y rompe las mentiras. El pianísimo y el fortísimo contrastan simbolizando la naturaleza antitética que es necesaria al carácter de los creadores, a la vez firme en la imposición y despreocupado cuando sigue su propio rumbo; violento para vencer la resistencia enemiga y a al vez hondamente dulce y amoroso como para atraer y recoger lo débil y lo informe y llevarlo a la infinita ternura de la comunión en el ideal. Temas diversos mantienen conmovedora anarquía lírica, ensayan propósitos atrevidos, dudosos, certeros, efímeros, como los tanteos de la fuerza primitiva en el caos y del principio individual en la conciencia desorientadora: una verdadera crisis del albedrío, santa, peligrosa, pavorosa locura de la que sólo se salvan los grandes.
Después de esta crisis, como un comienzo de solución, se inicia el andante. Parece que nos hallamos, después de la muerte, en un mundo nuevo, el mundo neuvo de los que vivirán conforme al espíritu. Los seres y las cosas impresionan, pero ya no con la angustia, ya no con la pasión dolorosa del amor particular. Cada vez reaparecen sugeridos por la melodía, los mriamos transfigurados como nuestra propia esencia, sentimos que se desarrollan a impulso del canto, según la ley lírica y sub especie aeternitatis. Sin embargo, subsiste el tono de melancolía; el poder ha triunfado pero aun padece zozobras y late con el ritmo del corazón en la victoria incompleta...Avanza tembloroso como si el mundo fuese otra vez a dispersarlo y se conmueve, pero ya no despertará, ya posee el secreto de la reunificación y no volverá a caer en la locura. Así, confiado en su identidad, goza y se expresa en intensos aires de danza que el corazón recoge para modelar pasiones nuevas. Esto es lo que vi intentar a Isadora Duncan: su maleable corazón de mujer se permeaba en la intuición del genio y la manifestaba en expresiones plásticas; el pathos de la orquesta modelaba sus movimientos comos si fuese una energía todavía muy contaminada de materia y confusa por los latidos del dolor, estremecía su elocuente cuerpo y le imprimía gestos de llanto, vibranciones de esperanza y luminosidades de aurora.
En el andante se olvidaron los afectos particulares; la fuerza interna dejó de ser sierva del deseo para convertirse en pathos desinteresado y ley de belleza; en el scherzo se olvidan los dolores personales y se abre la múltiple perspectiva de las oposiciones y conflictos de la existencia. Por el interior del profuso espectáculo, va triunfando un poder ligero como brisa primaveral; recordamos los cielos luminosos, las praderas florecidas; sentimos un ritmo latente y en ese mismo instante las discípulas de la Duncan acuden a encarnarlo, se aniegaan en la gozosa melodía, la recogen, la reconcentran y le dan expresión formal equivalente al ritmo de la música, pero vigorizada y humanizada una vez más en sus cuerpos, como si saliera brotante del corazón del creador. Muy pronto sonidos, cosas, figuras, colores, muslos, talles y espíritus ejecutan unísonos ritmos vivaces, bravíos, extraídos de las raíces del mundo y triunfantes sobre las desventuras. La energía interior del planeta, el movimiento ciego se ha vuelto el panorama espléndido de la naturaleza rejuvenecida. Sobre el mullido del césped, entre el volar de sus gasas corren las bellas piernas, se afirman y saltan gozosas en semi-espiral. Sus pies extraen el jugo de la tierra y lo levantan al través de su entusiasmo espléndido, en pos de aventuras celestes. La creación se sacude con el canto de la palingenesia; la vida tiembla y danza gloriosamente, se eleva en actitudes victoriosas y nos arranca gritos; una dicha profunda nos aniega y nos hace llorar, pero con sollozos de goce...En medio de este dionisaísmo profundo, resuena en los clarines y pasa a los violines una melodía religiosa de inmenso tono emotivo y que se antoja un presagio de que aún más allá de las fuerzas triunfantes de la vida, más allá de alegría dionisíaca, existe un misterio mucho más importante que el festín del goce...Como si un claro se abriese en el misterio sublime, adivinamos maneras de existencia más valiosas que la terrestre y nos parece que todas las partes de lo efímero, organizadas en el ritmo de la sonoridad y el baile, se vierten íntegras con todo cuanto nosotros somos en la prometedora eternidad.
En el tiempo final, suelta Beethoven al espacio todo el contenido de su inmenso corazón imperioso. Pero lo que en la vida a los ojos de los necios parecía hosco e incomprensible, desgarbado o rudo y acaso suscitaba rencores aunque estuviese inspirado en honda ternura, aquí en el arte fluye despreocupado y poderoso, cría su ritmo y su ley propios y se impone a los oyentes despertándoles y exaltándoles el alma. Todo es sonoridad pomposa y lujo soberano; al través de una multitud de motivos avanza orgulloso el tema personal, hiere y endereza, coordina y adapta sin gastarse como se gastó en la vida en tanto tropiezo inútil. Los motiv os se multiplican pero manteniendo afinidad y como enriqueciendo el tema fundamental que corre y se ensancha irrefrenado, envolviendo de sí mismo el poder de lo infinito. "El movimiento rítmico celebra su propia orgía", dijo Wagner de este tema portentoso en que el alma intensificada se siente capaz de maneras nuevas, se hace poder místico penetrante y victorioso en su empeño de coexistir con lo Absoluto. He aquí cómo llega el arte a la divinidad, por el pathos de la belleza.
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