martes, 7 de diciembre de 2010

Knut Hamsun-Fragmentos de "Pan".

Desde hace algún timepo acuden persistentemente a mi memoria los días estivales pasados cerca de Sirlund, en la costa septentrional, y me parece ver aún la cabaña en donde viví  y el intrincado bosque que se expandía a su espalda. Me he decidido a escribir alguna de aquellas remembranzas para combatir el tedio; los días se me antojan interminables, aun cuando vivo la vida alegre del célibe y ninguna sombra la empaña; estoy contento y llevo con agilidad el fardo de mis 30 años. Hace poco, alguien me envió unas plumas verdes de pájaro nórdico, que llegaron inesperadamente en un paquete lacrado, produciéndome alegría y avivando recuerdos antiguos.

Recuerdo que hace 2 años el tiempo no se me antojaba tan lento como ahora, y el comienzo de otoño siempre me sorprendía cual si se anticipase. Fue en 1855 -voy a darme el placer de rememorar- cuando me sucedió la aventura que a veces me parece un sueño. Como no he vuelto a pensar en ella, muchos detalles menudos se han desvanecido en mi mente; mas recuerdo de modo preciso que por aquella época se me aparecía con esplendor extraño: las noches, iguales en claridad a los días, sin una sola estrella en el cielo, las gentes, que adquirían ecnanto particular, cual si fueran seres de otra naturaleza abierta de súbito para mí, a manera de inmensa flor, una vida más fragrante  y lozana...¡Oh!, yo no niego que hubiese algún sortilegio en esta visión que así mejoraba a los hombres, luces y paisajes; pero como jamás lo había experimentado hasta entonces, vivía unos días venturosos, en pleno milagro.

En una casa blanca situada junto al mar conocí a cierta persona que durante lagún tiempo, poco, por fortuna, había de llenar todas mis ideas. Ahora sólo pienso en ella de vez raro en raro, y la mayor parte del tiempo su imagen desaparece por completo de mi memoria, mientras otros detalles que creí no observar -los gritos de los pájaros marinos, mis peripecias de cazador, las claras noches profundas, las cálidas horas cuniculares- acuden al primer plano de la evocación.

Desde mi cabaña veía los islotes, los arrecifes costeros, un pedazo de mar y las cimas tenuemente luminosas y azules de las montañas. Detrás ya he dicho que se expandía la inmensa selva. Una alegría, una especie de gratitud hacia la belleza del paisaje, me penetraba el alma con solo mirar los senderos olorosos de raíces y de hojas; el aroma acre de la resina, pesado como olor de médula, me exicitaba a veces, y entonces iba a tranquilizar mis sentidos bajo los árboles inmensos, donde, poco a poco, todo se transformaba dentro de mí en armonía y serena pujanza. Diariamente recorría las frondosas colinas; y en mi espíritu no había otro anhelo que el de que aquellos paseos por entre el barro y la nieve se prolongasen indefinidamente.

A menudo, por la noche, de regreso de caza, la tibia quietud de mi casita me envolvía, produciéndome un extásis o agitando todo mi ser con vibraciones dulces. Entonces, necesitado de comunicarme con alguien, le decía a mi perro, que me miraba con los ojos hondos y comprensivos, mi júbilo por aquel bienestar compartido con él: "Eh, ¿Qué te parece su encendiéramos fuego en la chimenea y asáramos un pájaro?" Y en cuanto comíamos, Esopo iba a situarse en su rincón favorito, cerca de la entrada, mientras yo me tendía sobre el lecho a fumar una pipa, con el oído atento a los mil murmullos del bosque, que ya no eran confusos para mí ni turbaban el vasto silencio que sólo de vez en cuando rasgaba el grito agrio de algún ave, después del cual la quietud volvía a ser más inefable, más balsámica.

Muchas veces me sucedió quedarme dormido sin desvestirme siquiera, y despestarme luego de un largo sueño. Al través de la ventana, a lo lejos, blanqueaban las grandes construcciones del puerto, y más cerca precisábase el caserío de Sirilund, la tiendecita en donde compraba yo el pan. El despertar era tan brusco, que durante un momento me sorprendía de encontrarme en aquella cabaña, al borde de la selva. Esopo, al verme volver a la vida, sacudía su cuerpo esbelto y elástico, haciendo tintinear los cascabeles del collar, y abría varias veces la boca y movía la cola diciéndome: "Ya estoy dispuesto". Y yo me levantaba, tras cuatro o cinco horas de sueño reparador, de nuevo ágil y alegre, como si también dentro de mi corazón sonara un cascabel.

¡Cuántas noches transcurrieron así!

Nada importa para estar contento que el viento ruja fuera y la lluvia golpee en los cristales. Cuanto más densa es la cortina de agua y más la agita el huracán, más pueril y pura es, a veces, la alegría que mece el espíritu; y nos aislamos de ella, y quisiéramos guardar, como algo muy íntimo, la dicha de sentir el alma tibia y confortada enmedio del desamparo de la Naturaleza. Sin motivo aparente, la risa nos sube entonces a los labios, y por el pensamiento, estimulándole hacia perspectivas de júbilo, pasan luminosas imágenes sugeridas por los menores detalles reales o ilusiorios: un cristal raro, un rayo de sol quebrándose en la ventana, un pedacito de cielo azul:  no hace falta más.En otras ocasiones, en cambio, los más bulliciosos festines no logran arrancarnos de nuestro éxtasis nocturno, y en pleno baile estamos fríos, indiferentes. Es la fuente de nuestras alegrías y tristezas está en lo más profundo de cada ser.



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