Se trata, indudablemente, de uno de los libros más importantes para la cultura iberoamericana de los publicados el año que acaba de transcurrir. El solo nombre de Vasconcelos suscita, en cualquier mexicano de nuestro tiempo, una serie de adhesiones y repulsiones, de cóleras y simpatías, que lo hacen el escritor más vivo de México. Ningunio como él está tan hundido en el tiempo, en la duración; otros hablan "desde la historia", desde los futuros libros de historia literaria (con derecho, sin duda); él, por el contrario, habla, a veces sin ton ni son desde el instante mismo. La literatura no es un sillón, parece decirnos, ni un sitio cómodo; es un arma, un instrumento, tanto de amor como de pelea. No sólo pretende seducir sino que muchas veces, deliberadamente, se complace en desagradar. "Hay que nadar contra la corriente". Y Vasconcelos es un magnífico nadador.
No vale la pena, en una nota apresurada, anotar cuidadosamente lo que otro compañero suyo de generación ha llamado "simpatías y diferencias". Son muy profundas; Vasconcelos provoca en nosotros -y digo nosotros porque pienso en este momento en casi todos los jóvenes mexicanos- una seducción y una admiración y una simpatía, entendámonos, que no nos hacen olvidar, sino que avivan, por el contrario, todas nuestras profundas diferencias. ¡Dichoso el escritor que sabe mover de tal modo pasiones encontradas y que suscita, junto a la crítica inflexible, una amistad que no consciente otro adjetivo que el de encarnizada! Un escritor así es un escritor con discípulos, quierdo decir con interlocutores. Los libros de Vasoncelos provocan un diálogo, mientras otros sólo consiguen un silencio de aprobación. Pero no es este momento de expresar nuestra parte de diálogo; algún día, quizás, podré escribir ese ensayo encarnizado que pienso. Ensayo en carne viva; en la carne viva de mi juventud, a la que Vasconcelos conmovió no sólo como hombre sino como escritor. (En una época un grupo de políticos estudiantiles hicieron una profesión del "vasconcelismo". Confieso que nunca he sido vasconcelista, aunque a los 15 años haya gritado: "¡Viva Vasconcelos! Después se vio que aquellos incondicionales del hombre, del político, no lo eran tanto; su admiración era de tal naturaleza que no consentía dudas, ni reservas, no condiciones, por eso, a última hora, lo pudieron habandonar sin remordimiento.)
Antonio Castro Leal es el autor de la selección y del prólogo. El prólogo me parece de lo mejor que ha escrito Castro Leal y, sin duda, lo más exacto que se ha escrito sobre Vasconcelos; nada enturbia la magnífica prosa de Castro Leal, ni siquiera el temblor de una simpatía que, apresurada, la crítica torna en justicia. Es, en suma, un modelo en su género. La selección no nos parece tan acertada. Sale perdiendo en ella el Vasconcelos novelista -el gran novelista de su propia vida: "todo lo que no es autobiográfico es académico." Y, además, hay un cierto desorden, atribuible, al editor. (¿Hasta cuándo los escritores mexicanos estarán a merced de semejates personas? Y, a peasr de todo, habrá que agradecerle que publique los libros; los demás libreros se reducen a enriquecerse sin publicar.)
Al releer estas Páginas Escogidas de Vasconcelos ¡Cuántos recuerdos, cuántas incitaciones nos asaltan! Pero no se trata de eso, ni siquiera de juzgar al libro sino, tan sólo, de señalar su aparición. (Al ver el triste papel, los horribles colores, las erratas, etc., se tiene que pensar, inevitablemente, en la edición que acaba de hacer José Bergamín de la obra de Machado; ¿Cuándo podremos hacer algo semejante con los nuestros? Mas, ¿Para qué digo esto? ¿Cuándo podremos publicar sin angustia, libres de cualquier resentido burócrata metido a dictador de la cultura, supremo dispensador de los "premios a la virtud perrunoliteraria? ¿Cuándo, -¡Oh México!- país de licenciados, generales y muertos de hambre?)
Diré, por último, la sensación que se tiene después de leer el libro de Vasconcelos. Este hombre ha creado, con palabras, las cosas de América. Mejor dicho, les ha dado voz. En Vasconcelos hablan los ríos, los árboles y los hombres de América. No siempre hablan como debieran; el ímpetu elocuente nubla, en ocasiones, las cosas, pero a cambio de eso ¡cuántos vivos relámpagos, cuántas páginas serenas, quietas, y arrebatadas, como la danza lenta, casi invisible, de las nubes del cielo del Valle! Vasconcelos es un gran poeta, el gran poeta de América; es decir, el gran creador o recreador de la naturaleza y los hombres de América. Ha sido fiel a su tiempo y a su tierra, aunque le hayan desgarrado las entrañas las pasiones. la obra de Vasconcelos es única, entre la de sus contemporáneos, que tienen ambición de grandeza y de monumentalidad. Quiso hacer de su vida y de su obra un gran monumento clásico, como sus maestros; quizá el monumento no sea clásico sino dinámico. (No en balde es el creador de una filosofía dinámica.) Pero palpita en él, al mismo tiempo que el arrebato, la pasión del orden, la pasión del equilibrio; sus mejores páginas sobre estética son aquellas que habla del ritmo y de la danza: entiende el orden, la proporción, como armonía, como música o ritmo. Hay en su obra una como nostalgia de la arquitectura, de la arquitectura musical, sobre todo. (Cosa extraña en un filósofo: no en un buen psicólgo.) Pasará el tiempo y de su obra quedarán, quizá, unas enormes ruinas, que muevan el ánimo a la compasión de la grandeza y, ¿por qué no?, alguna humilde, pequeña veta, linfa de agua pura, viviente, eterna: la de su ternura, la de su humanidad. Su autenticidad, tanto como su grandeza, es testimonio de su viril, tierna, apasionada condición, y esta condición es lo que amamos en él, por encima de todo.
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