Y después de un momento en que consagraba mi alma al culto absoluto de mis recuerdos de niño, por una transición lenta y penosa me trasladaba a México, al lugar depositario de mis muchas impresiones de joven.
Aquel era un cuadro diverso. Ya no era la familia; estaba entre extraños; pero extraños que eran mis amigos: la bella joven por quien sentí la vez primera palpitar mi corazón enamorado, la familia dulce y buena que procuró con su cariño atenuar la ausencia de la mía.
Eran las posadas con sus inocentes placeres y con su devoción mundana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares tradicionales y con sus sabrosas golosinas; era México, en fin, con su gente cantadora y entusiasmada, que hormiguea esa noche en las calles corriendo gallo; en su plaza de Armas llena de puestos de dulces, con sus portales resplandecientes; con sus dulcerías francesas, que muestran en los aparadores iluminados con gas, un mundo de juguetes y de confituras preciosas; eran los suntuosos palacios derramando por sus ventanas torrentes de luz y de armonía. Era una fiesta que aún me causaba vértigo.
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