No hay expresión más ilustrativa del poder que la conducta del director de orquesta. Cada detalle de su actuación en público es significativo; cualquiera de sus gestos arroja luz sobra la naturaleza del poder. Quien nada supiera acerca de este, podría deducir una tras otra sus propiedades observando con atención a un director de orquesta. Que esto nunca haya ocurrido se debe a una razón evidente: la música, que el director controla, es para el público lo principal, y se da por sentado que la gente va a los conciertos para escuchar sinfonías. El propio director es el más convencido de ello; su actividad, cree él, está al servicio de la música y ha de transmitirla con precisión, nada más.
El director se considera el primer servidor de la música. Está tan imbuido de ella que simplemente no se le ocurre pensar que su actividad pueda tener un segundo sentido, extramusical. Él seria el primer sorprendido, por la interpretación que expondremos a continuación.
La obra musical que dirige, que suele ser de cierta complejidad, le exige la máxima atención. Ecuanimidad y rapidez se cuentan entre sus atributos principales. Deberá corregir velozmente a quienes infrinjan las leyes, que le han sido dadas en forma de partitura. Hay otros que también las tienen y pueden controlar su ejecución, pero solamente él decide, y juzga en el acto las faltas cometidas. Que esto suceda en público y todos puedan verlo sin perder detalle, otorga al director una peculiar conciencia de su propio valor. Se acostumbra a que lo vean, y cada vez le cuesta mas no se visto.
El silencio del público sentado forma parte de los objetivos del director tanto como la docilidad de la orquesta. El auditorio es obligado a permanecer inmóvil. Antes de que salga el director y empiece el concierto, el publico conversa y se mueve en desorden. La presencia de los músicos no perturba a nadie, casi no se les presta atención. De pronto, aparece el director y se hace el silencio. El director se sube al podio; carraspea; levanta la batuta; todos enmudecen y ya nadie se mueve. Mientras él dirija, al público no le estará permitido moverse. En cuanto él termine, los oyentes deberán aplaudir. Todas las ganas de moverse que la música despierta y acrecienta en el público deberán contenerse hasta el final, para estallar entonces. El director se inclina ante las manos que lo aplauden. Por ellas regresa al escenario, y lo hará cada vez que se lo pidan. Solo está a merced de esas manos, y por ellas vive realmente. Es la antigua aclamación prodigada al victorioso lo que así le brindan. La magnitud de la victoria se manifiesta en la intensidad del aplauso. Victoria y derrota se convierten en el marco en el que se articula su configuración psíquica. Nada cuenta fuera de ellas; todo lo que llena normalmente la vida de los demás se transforma aquí en victoria o derrota.
Durante el concierto, el director es un guía para la multitud reunida en la sala. Está al frente de ella y le da la espalda. Es a él a quien siguen, pues da el primer paso. Pero en lugar de darlo con el pie, lo da con la mano. El itinerario que esta va trazando dentro de la música sustituye el camino que seguirían sus piernas. La multitud que colma la sala es raptada por el director. Cuyo rostro no llega a ver en ningún momento. Es un raptor inexorable que no permite descanso alguno. Su espalda se yergue ante los oyentes como si fuese una meta. Si se volviera una vez, siquiera una sola, rompería el hechizo. El camino que los oyentes recorren ya no seria tal y, decepcionados, se verían sentados en una sala inmóvil. Pero pueden confiar en que no se volverá, porque mientras ellos lo siguen él debe dominar al pequeño ejercito de músicos profesionales que tiene delante. También en esto lo ayuda la mano, que, sin embargo, no se limita a marcar los pasos, como para los que están detrás, si no que imparte ordenes.
La intensísima mirada del director abarca toda la orquesta, cada uno de cuyos integrantes se siente observado por él, pero sobre todo escuchado. Las distintas partes instrumentales son las opiniones y convicciones a las que el director presta máxima atención. Es omnisciente, pues mientras que los músicos tienen delante solo sus partes instrumentales, él tiene la partitura completa en la cabeza o en su atril. Sabe con toda exactitud qué le esta permitida a cada uno en cada momento. El hecho de que preste atención a todos juntos le confiere el don de la omnipresencia. Está, por así decirlo, en la cabeza de todos y cada uno. Sabe lo que cada cual ha de hacer y también lo que esta haciendo. Él, suma viviente de las leyes, domina los dos lados del mundo moral. Su mano ordena o impide lo que debe o no debe hacerse. Su oído ausculta el aire en busca de lo proscrito. Para la orquesta, el director representa así, de hecho, la obra entera, en su simultaneidad y en su duración; y como durante el concierto el mundo no ha de consistir en nada que no sea la obra misma, en ese lapso concreto él se convierte en el amo del mundo.
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