-Agradezco a usted infinito -dije al capitán- su atención de permitirme disponer de esta biblioteca. Encierra tesoros de ciencia, y me aprovecharé de ellos.
...En aquel momento, el capitán Nemo abrió una puerta frontera a la que nos había dado paso a la bibioteca, y entramos en un salón inmenso, espléndidamente iluminado.
Era un vasto cuadrilátero rectangular, de 10 metros de largo, por seis de ancho y cinco de altura. Un cielo raso, luminoso, decorado con ligeros arabescos, distribuía una suavidad clara y diáfana sobre todas las maravillas amontonadas en aquel museo. Porque era realmente un museo, en el que una mano inteligente y pródiga había reunido todos los tesoros de la naturaleza y del arte, en esa peculiar mescolanza característica de los talleres pictóricos.
Una treintena de cuadros, obras maestras, con marcas uniformes y separadas con relucientes panoplias, adornaban las paredes tapizadas con severos damascos. Allí vi lienzos del más alto valor, cuya mayor parte había ya admirado en las colecciones particulares de Europa y en las exposiciones de pintura. Las diversas escuelas de los antiguos maestros estaban representados por una madona de Rafael, una ninfa de Coreggio, una virgen de Leonardo da Vinci, una mujer del Tiziano, una adoración del Veronés, una Asunción de Murillo, un retrato de Holbein, un monje de Velásquez, un mártir de Rivera, una kermesse de Rúbens, dos paisajes flamencos de Teniers, tres cuadritos de género de Gerardo Dow, de Mestu y de Pablo Potter, dos lienzos de Gericault y de Proudhon y unas marinas de Backuysen y de Vernet. Entre las obras de la pintura moderna, aparecía cuadros firmados por Delacroix, Ingres, Decamp, Troyon, Meissonier y otros. Unas admirables reducciones de estatuas en mármol o en bronce, tomadas de los más hermosos modelos de la antigüedad, se alzaban sobre sus pedestales en los ángulos de aquel soberbio museo. El estado de estupefacción que me predijo el comandante del Nautilus, comenzaba ya a invadir mi ánimo.
-Señor, profesor, me dijo aquel hombre singular. Perdone usted la familiaridad con que le recibo y el desorden que reina en este salón.
-Caballero, le contesté, sin pretender averiguar quién es usted ¿Me permitiría reconocerle como artista?
-Un aficionado, a lo sumo, caballero. En otro tiempo, me gustó coleccionar las obras de arte creadas por la mano del hombre. Era un buscador ávido, un huroneador infatigable, y pude reunir algunos valiosos objetos. Son los últimos recuerdos de esta tierra que ha muerto para mí. Los artistas que ustedes califican de modernos, los considero ya como antiguos, tienen 2mil o 3mil años de existencia y se confunden en mi memoria. Los genios no tienen edad.
-¿Y esos músicos?, le pregunté, señalando algunas partituras de Weber, de Rossini, de Mozart, de Beethoven, de Haydn, de Meyerbeer, de Herold, de Wagner, de Aubert, de Gounod y de Massé y de otros muchos, esparcidas sobre un òrgano de gran tamaño, adodsado a uno de los lienzos de la pared.
-Esos músicos-, me contestó el capitán Nemo resultan contemporáneos de Orfeo, porque las diferencias cronológicas se borran en la memoria de los muertos, y yo estoy muerto, señor profesor...El capitán Nemo calló, pareciendo abismado en profunda meditación. Yo le contemplé vivamente emocionado, analizando en silencio las particularidades de su fisonomía. Acodado sobre el ángulo de una preciosa mesa de mosaico, no me veía siquiera; se había olvidado de mi presencia.
Respeté aquel recogimiento, y continué pasando revista a las curiosidades que enriquecían el salón.
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