Fue entonces cuando pude examinar completamente la figura del cura. Parecía tener como treinta y seis años; pero quizá sus enfermedades, sus fatigas y sus penas eran causa de que en su semblante, franco y notable por su belleza varonil, se advirtiese un no sé qué de triste, que no alcanzaba a disipar ni la dulzura de su sonrisa ni la tranquilidad de su acento, hecho para conmover y para convencer.
Quizá yo me engaño en esto, y mi preocupación haya sido la que puso para mis ojos, en la frenre y en la mirada del cura, esa nube de melancolía de que acabo de hablar.
Es que yo no puedo figurarme jamás a un pensador sin suponerlo desgraciado en el fondo. Para mí, el talento elevado siempre es presa de dolores íntimos, por más que ellos se oculten en los recónditos pliegues de un carácter sereno. La energía moral, por victoriosa que salga de sus luchas con los obstáculos de la suerte y con las pasiones de los hombres, siempre queda herida de esa enfermedad incurable que se llama la tristeza; enfermedad que no siempre conocemos, porque no nos es dado contemplar a veces a los grandes caracteres en sus momentos de soledad, cuando dejan descubierta el alma en las sombras del misterio.
El cura era indudablemente uno de esos personajes raros en el mundo, y por eso yo no lo creía feliz. Hubiera sido imposible para mí, después de haberlo escuchado, considerarlo como una de esas medianías que encuentran motivos de dicha en casi todas partes.
Continuando mi examen, vi que era robusto, más bien por el ejercicio que por la alimentación. Sus miembros eran musculosos, y su cuerpo, en general, conservaba la ligereza de la juventud. Sobre todo, lo que llamaba mi atención de una manera particular era su frente elevada y pensativa, como la frente de un profeta, y que aun estaba coronada por espesos cabellos de un rubio pálido; era la mirada tranquila y dulce de sus ojos azules, que parecían estar contemplando siempre el mundo de lo ideal; era su nariz ligeramente aguileña, y que revelaba una gran firmeza de carácter. Todo este conjunto de facciones acentuadas y de un aspecto extraordinario, estaba corregido por una frecuente sonrisa, que apareciendo en unos labios bermejos y ligeramente sombreados por la barba, y de unos dientes blanquísimos, daba al semblante de aquel hombre un aire profundamente simpático, pero netamente humano.
Su traje era modestísimo, casi pobre, y se limitaba a chaqueta, chaleco y pantalón negros, de paño ordinario, sobre todo lo cual vestía, quizá a causa de la estación, un redingote de paño más grueso y del mismo color.
Cuando acabó de hablar con el alcalde, se levantó, y haciéndome una seña me presentó a aquel honrado personaje, a quien no solamente saludé sino que en cumplimiento de mis deberes militares, me presenté oficialmente, habiéndome excusado él con suma bondad de la fórmula de presentación en la casa municipal esa noche, aunque ofrecí poner en sus manos mi pasaporte al día siguiente.
Después, el cura me presentó a un sujeto que había estado hablando con él, juntamente con el alcalde, y cuya inteligente fisonomía me había llamado ya la atención.
-El señor -me dijo el cura- es el preceptor del pueblo, de quien yo soy ayudante; pero todavía más: amigo íntimo, hermano.
-Es mi maestro, señor capitán -se apresuró a añadir el preceptor-. Yo le debo lo poco que sé y le debo más: la vida.
-Chist ... -replicó el cura- usted es bueno y exagera los oficios de mi amistad. Pero usted está fatigado, capitán, y preciso será tomar un refrigerio, sea que quiera usted dormir, o bien acompañarnos en la cena de Navidad. Yo no lo acompañaré a usted, porque tengo que decir la misa de gallo; ya sabe usted: costumbres viejas y que no encuentro inconveniente en conservar puesto que no son dañosas. Aquí no hay desórdenes a propósito de la gran fiesta cristiana y de la misa. Nos alegramos como verdaderos cristianos.
Guióme entonces el cura a un pequeño comedor, en el que también ardía un agradable fuego, y allí nos acompañó al preceptor y a mí mientras tomábamos una merienda frugal, pues no quise privarme del placer de hacer los honores a la tradicional cena de Navidad.
Después, dejándome reposar un rato, salió con el preceptor a preparar en la iglesia todo lo necesario para el oficio.
Cuando volvió, me invitó a dar una vuelta por la placita, en que se había reunido alguna gente de derredor de los tocadores de arpa y al amor de las hermosas hogueras de pino que se habían encendido de trecho en trecho.
La plazoleta presentaba un aspecto de animación y de alegría que producían una impresión grata. Los artistas tocaban sonatas populares, y los mancebos bailaban con las muchachas del pueblo. Las vendedoras de buñuelos y de bollos con miel y castañas confitadas atraían a los compradores con sus gritos frecuentes, mientras que los muchachos de la escuela formaban grandes coros para cantar villancicos, acompañándose de panderetas y de pitos, delante de los pastores de las cercanías y demás montañeses que habían acudido al pueblo para pasar la fiesta.
Nos acercamos al más grande de estos coros, y a la luz de la hoguera pude ver rostros y personajes verdaderamente dignos de Belén, y que me recordaron el hermoso cuadro del Nacimiento de Jesús, de nuestro Cabrera, que decoraba la sacristía de Taxco. En efecto, esas cabezas rudas, morenas y enérgicamente acentuadas, con sus flotantes cabelleras grises y sus largas barbas; esas sonrisas bonachonas; esos brazos nervudos apoyándose en el cayado, parecen ser el modelo que sirvió a nuestro famoso pintor para su Adoración de los Pastores. Y junto a ellos, y haciendo contraste, las muchachas del pueblo, con su fisonomía dulce, sus mejillas sonrosadas y su traje pintoresco; y los niños con su semblante alegre, sus carrillos hinchados para tocar los pitos, o sus bracitos agitados tocando los panderos, todo aquello me pareció un magnífico sueño de Navidad.
El cura notó mi curiosidad y me dijo:
-Esos hombres son, en efecto, pastores de las cercanías, y pastores verdaderos, como los que aparecen en los idilios de Teócrito y en las églogas de Virgilio y de Garcilaso. Hacen una vida enteramente bucólica, y no vienen al poblado sino en las grandes fiestas, como la presente. A pocas leguas de aquí están apacentándose hoy sus numerosos rebaños, en los terrenos que les arriendan los pueblos cercanos. Estos rebaños se llaman haciendas flotantes; pertenecen a ricos propietarios de las ciudades, y muchas veces a un rico pastor que en persona viene a cuidar su ganado. Estos hombres son independientes de esas haciendas y viven comúnmente en las majadas que establecen en las gargantas de la sierra. Hoy han venido en mayor número, porque, como usted supondrá, la Nochebuena es su fiesta de familia. Ellos traen también sus arpas de una cuerda, sus zampoñas y sus tamboriles, y cantan con buena y robusta voz sus villancicos en la iglesia, aquí en la plaza y en la cena que es costumbre que dé el alcalde en su casa esta noche. Justamente van a cantar; óigalos usted.
En efecto, los pastores se ponían de acuerdo con los muchachos para cantar sus villancicos, y preludiaban en sus instrumentos. Uno de los chicuelos cantaba un verso, y después los pastores y los demás muchachos lo repetían acompañados de la zampoña, de la guitarra montañesa y de los panderos.
He aquí los que recuerdo, y que son conocidísimos y se han transmitido de padres a hijos durante cien generaciones:
Pastores, venid, venid.
veréis lo que no habéis visto
en el portal de Belén,
el nacimiento de Cristo.
Los pastores daban saltos
y bailaban de contento,
al par que los angelitos
tocaban los instrumentos.
Los pastores y zagalas
caminan hacia el ortal,
llevando llenos de frutas
el cesto y el delantal.
Los pastores de Belén
todos juntos van por leña
para calentar al Niño
que nació la Nochebuena.
La Virgen iba a Belén;
le dio el parto en el camino,
y entre la mula y un buey
nacio el Cordero divino.
A las doce de la noche,
que más feliz no se vio,
nació en un Ave María
sin romper el alba, el sol.
Un pastor, comiendo sopas,
en el aire divisó
un ángel que le decía:
Ya ha nacido el Redentor.
Todos le llevan al niño;
yo no tengo qué llevarle;
las alas del corazón
que le sirvan de pañales.
Todos le llevan al niño;
yo también le llevaré
una torta de manteca
y un jarro de blanca miel.
Una pandereta suena;
yo no sé por dónde va;
camina para Belén
hasta llegar al portal.
Al ruido que llevaba,
el santo José salió;
no me despertéis al Niño,
que ora poco se durmió.
Pero los siguientes, por su carácter melancólico, me agradaron mucho:
Una gitana se acerca
al pie de la Virgen pura,
hincó la rodilla en tierra
y le dtjo la ventura.
Madre deI Amor hermoso,
-así le dice a María-
a Egipto irás con el Niño
y José en tu compañía.
Saldrás a la medianoche,
ocultando al sol divino;
pasaréis muchos trabajos
durante todo el camino.
Os irá bien con mi gente;
os tratarán con cariño;
los ídolos, cuando entréis,
caerán al suelo rendidos.
Mirando al Niño divino
le decía, enternecida:
¡Cuánto tienes que pasar,
Lucerito de mi vida!
La cabeza de este Niño,
tan hermosa y agraciada,
luego la hemos de ver
con espinas traspasada.
Las manitas de este Niño,
tan blancas y torneadas,
luego las hemos de ver
en una cruz enclavadas.
Los piececitos del Niño,
tan chicos y sonrosados,
luego los hemos de ver
con un clavo taladrados.
Andarás de monte en monte
haciendo mIl maravillas;
en uno sudarás sangre,
en otro darás la vida.
La más cruel de tus penas
te la predIgo con llanto:
será que en tus redimidos,
Señor, hallarás ingratos.
No parece sino que el poeta popular y desconocido que compuso este villancico de la gitana quiso, a propósito del Niño Jesús, encerrar en una triste predicción la que ante la cuna de todos los niños puede hacerse de los sufrimientos que los esperan en la vida.
Y después de versos tan melancólicos, los cantares concluyeron con éste, que lo era más aún:
La Nochebuena se viene;
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.
-Todos estos villancicos antiguos son de origen español -dijo el cura- y yo advierto que la tradición los conserva aquí constantemente como en mi país (1). Respetables por su antigüedad y por ser hijos de la ternura cristiana, tal vez de una madre, poetisa desconocida del pueblo; tal vez de un niño, tal vez de infelices ciegos; pero de seguro, de esos trovadores oscuros que se pierden en el torbellino de los desgraciados, yo los oigo siempre con cariño, porque me recuerdan mi infancia. Pero desearía de buena gana que los sustituyeran con otros más filosóficos, más adecuados a nuestras ideas religiosas acruales; más propios para inspirar a las masas, en esta noche, sentimientos no de una alegría o de una ternura inútiles, sino de una caridad y una esperanza siempre fecundas en la conciencia de los pueblos. Pero no hay quien se consagre a esta hermosa poesía popular, tan sencilla como bella, y además sería preciso que el pueblo la aceptase gustoso, para que se pudiera generalizar y perpetuar.
Nota
(1) En casi todos los pueblos de la República se cantan en la Nochebuena estos villancicos, que ciertamente son de origen español. Estan en la preciosa colección de Cantos populares, publicada por Emilio Lafuente Alcantara en su Cancionero popular, (Madrid, 1865).
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