Por abril o mayo de 1915 don Porfirio Díaz y Carmelita volvieron a París. Mejor dicho, volvió entonces a París todo el pequeño núcleo de la familia: ellos dos, los Elízaga, los Teresa, y Porfirito con su mujer e hijos. La explosión de la Guerra Mundial los había sorprendido mienras veraneaban en Biarritz y en San Juan de Luz, y a casi todos los había obligado a quedarse en als playas del sur de Francia el resto del año de 1914 y los cuatro primeros meses de 1915.
En París don Porfirio reanudó su vida de las primaveras anteriores. Fue a ocupar con Carmelita -y los Elízaga, como de costumbre- su departamento de la casa número 28 de la Avenida del Bosque.
Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompañaba porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademan, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido. Porque siempre usaba su bastón de alma de hierro y puño de horo, tan pesado que los amigos solían sorprenderse de que lo llevara. "Es mi arma defensiva", contestaba sonriente y un poco ironico.
Cada semana o cada quince díaas, Porfirito alquilaba caballos, en la Pensión de la Faissanderie, próxima a la casa, y entonces, montados los dos, prolongaban el paseo hasta el interior del bosque. Aquellas caminatas, lo mismo que las otras, le sentaban muy bien: le vigorizaban la salud, ya bastante en declive, de hombre de ochetan y cinco años; le entonaban el cuerpo; le alegraban el espíritu.
Por las tardes, salvo que hubiera que corresponder alguna visita, se quedaba en casa. Era la hora de escuchar las noticias de los periódicos, que le leia el Chato, y de escribir o dictar cartas para los amigos que todavía no lo olvidaban. Porfirito llegaba a poco, y entonces era éste el encargado de la lectura, o, juntos los dos, o los tres -y aveces también algún amigo-, estudiaban la marcha de la guerra y se veían en unos mapas plantados de banderitas blancas y azules las posiciones de los ejércitos.
De la colosal contienda europea, a don Porfirio sólo le interesaba lo estrictamente militar, y esto en sus faces de carácter técnico. Sobre el posible resultado humano y político, ni una palabra. No tenía preferencias por unos ni otros, o, si las tenía, las callaba, acaso por iguales sentimientos de gratitud hacia los franceses, ingleses y alemanes, que lo habían recibido con análogos extremos de cordialidad. Francia lo acogió con los brazos abiertos; El Káiser le pidió que viniera a sentarse a su lado; en el Cairo, lord Kitchener lo recibió oficialmente en nombre del gobierno inglés.
Un día a la semana su distracción eran los nietos, a quienes profesaba cariño profundo, si bien un poco reservado y estoico. Porfirito, que vivía en Neuilly, llegaba con ellos desde la mañana, para alargarle la estancia con el abuelo. Aunque Lila se mostraba siempre la más afectuosa, él prefería al primogénito, que era el tercer Porfirio.
Por las mañanas, o por las tardes -o a comer con él, con Carmelita y los Elízaga, a menudo venía también María Luisa, la otra cuñada, a quien acompañaba a veces su hijo José. Lo visitaban con asiduidad Eustaquio Escandón, Sebastián Mier, Fernando González, la señora Gavito. De cuando en cuando se presentaba algún otro mexicano de los que vivían en París o que por allí pasaban.
Carmelita lo acompañaba siempre, salvon el la hora del ejercicio matinal. Desayunaban a las ocho, comían a la unam cenaban a las nueve, se acostaban a las diez. Como el departamento no era muy grande -se componía de un recibimiento, una sala, un comedor, dos baños, cuatro alcobas- aquella vida, sosegada y uniforme, transcurría en una atmósfera de constante intimidad y de un sabor netamente mexicano. Porque a toda hora se entretejía allí con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias, y otras, mudas, que la evocaban. El cocinero, el criado, las recamareras eran los mismos que con don Porfirio habían salido al destierro desde la Calle de Cadena. Algunos de los muebles habían estado en Chapultepec.
También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era la Noria, eran matices o anédotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás. Sonriendo recordaba él al viejo Zivy asomado a la puerta de "La Esmeralda" y diciéndoles a sus empleados: "Pongan el cronómetro a las ocho menos tres minutos: allí viene el coche de don Porfirio." A veces se comentaba alguna frase de don Matías Romero, o de Justo Sierra, o lo que en tal ocasión había tenido que hacer Berriozábal, o Riva Palacio. De lo del día, de la lucha regeneradora o asoladora -unos se lo insinuaban de un modo, otros de otro-, no había para qué hablar. En esto su juicio era terminante: "Será buen mexicano -decúia- quien quiera que logre la prosperidad y la paz de México. Pero el peligro está en el yanqui, que nos acecha". De allí no había quien lo sacara ni quien se saliera. Sólo un suceso merecía juicios en voz alta: el crimen de Victoriano Huerta. Lacónico, lo declaraba execrable; y concluía luego, para no dar tiempo a más amplias opiniones: "¡Pobre Félix!"
A mediados de junio empezó a sentirse mal. Le sobrevino la misma desazón de dos antos antes en Biarritz, la misma fatiga, los mismos amagos de bronquitis y de resequedad en la garganta. Pero ahora lo acometían más fuertes mareos al mover súbitamente la cabeza y se le nublaba más lo que estaban viendo sus ojos. Le zumbaban los oídos al grado de ahuyentarle el sueño. Se le dormían los dedos de las manos y de los pies.
Por de pronto no hizo caso: su hábito le ordenaba no enfermarse. Luego, consciente de que su malestar se acentuaba, mandó llamar al doctor Gascheau, un médico de barrio, que ya lo había atendido de alguna otra dolencia, esa más lever, y que le inspiraba confianza y simpatía.
A él Gascheau le dijo que aquello no era nada: el cansancio natural de los años; convenía evitar todo ejercicio, todo esfuerzo; debía descansar más. Pero a Carmelita y Porfirito el médico no les disimuló lo que ocurría; eran la arterioesclerosis en forma ya bastante aguda. Como dos años antes en Biarritz, quizás el enfermo se sobrepusiera y se aliviara; pero había más probabilidades de que eso no sucediese.
Don Porfirio dejó de salir. Ahora se estaba sentado en una silla que le ponían junto a la ventana. Desde allí miraba los árboles de la avenida, que diariamente lo habían acompañado en sus paseos. Se entretenía en escribir, de su puño y letra, una que otra carta. Le contaba a Teodoro Dehesa los detalles de su mal. Cansado o absorto, volvía la vista hacia la ventana; contemplaba las puestas de sol.
Cerca de él siempre, Carmelita, le conversaba para distraerlo. Procuraba que los temas, variando, le interesaran. Esfuerzos inútiles: a poco de abordar ella cualquier asunto, el pensamiento de don Porfirio y sus palabras ya estaban en Oaxaca o en la Noria. "¡Cómo le gustaría volver!" "Allá le gustaría descansar y morir."
El cuidado por el enfermo aumentó las visitas; pero se procuraba abreviarlas para que no fatigasen. Él pedía que le trajeran a los nietos y que los tuvieran jugando allí; eso no lo cansaba. Llegaba Lila con sus halagos; venía el segundo porfirito a dejarse querer. Había un recién nacido; Luisa, la nuera, se acercaba a la silla, le ponía al niño entre las piernas, y él entonces se quedaba mirándolo en ratos de profunda contemplación.
Para ocultar un poco la inquietud -porque todos estaban inquietos y temían revelarlo- porfirito y Lorenzo comenzaban entre sí la guerra, o con Carmelita, o con Sofía, o con María Luisa, o con José. Don Porfirio atendía unos instantes y luego tornaba a su obsesión: "¿Qué noticias había de Oaxaca"? "Otros años, por esa época, al caña de la Noria ya estaba así" -aseguraba levantando la mano. Luego, evocaba conversaciones y escenas de tiempos ya muy remotos. "Borges, el segundo marido de Nicolasa, le había dicho una vez esto o aquello."
El día 28 de junio tuvo que guardar cama, pero no porque algo le doliera o lo quebrantara particularmente, sino porque su desazón, su fatiga, eran tan grandes que apenas si le dejaban ánimos de hablar. El hormiguero de los brazos, la sensación de tener como de corcho los dedos de las manos y de los pies, le atacaban ahora más a menudo. Procuraba no mover bruscamente la cabeza para no desvancerse.
Gascheau, que venía a mañana y tarde, le dijo que sólo eran transtornos de la circulación; que si se sentía mejor en la cama, le convenía no levantarse; acostado sentiría menos los dsvanecimientos y no se le nublarían tanto los ojos. "Sí -comentaba él, con acento de quien todo lo sabe- : la circulación", y paseaba la vista por sobre cada uno de los presentes, para quienes, en apariencia, todo seguía igual. Porque realmente sólo los accesos de tos, por la resequedad de la garganta, parecían ser algo mayores.
Cuando se iba el médico, don Porfirio decía, dirgiéndose a Carmelita, la cual no lo dejaba ya ni un instante: "Es la fatiga de ¡tantos años de trabajo!"
El día 29, hablando a solas con Porfirio, Gascheau advirtió que el final podía producirse dentro de unos cuantos días o dentro de unas cuantas horas. El abatimiento físico, no el moral, empezaba a adueñarse de don Porfirio, que ya casi no se movía en su cama. Ahora tenía mareos continuos, y la resequedad de su garganta se había convertido en molestia permanente.
Esa mañana pidió que viniera un sacerdote. Por la tarde le trajeron uno, español -de la iglesia de Saint Honoré l'Eylau-, al cual dijo que quería confesarse. Hizo confesión y en seguida se habilitaron altar y capilla para que comullgase. Además de aquel sacramento, recibió ese día la bendición apostólica, que le trajo el padre Carmelo Blay, un sacerdote mexicano del Colegio Pío Latino de Roma, a quien él conocía. Don Porfirio manifestó extraordinaria beatitud al verlo y puso visible atención a las sagradas palabras.
A media mañana del 2 de julio la palabra se le fue acabando y el pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la Noria, de Oaxaca...A las dos de la tarde ya no pudo hablar. Era como parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intención de la mirada, procuraba hacerse entender. Se dirigía casi exclusivamente a Carmelita. "¿Cómo?" "¿Qué decía?" "¡Ah, sí: la Noria!" "¿Oaxaca?" "Sí, sí: Oaxaca, en Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar."
Se complació oyendo hablar de México: hizo que le dijeran que pronto se arreglarían allá todas las cosas, que todo iría bien. Poco a poco, hundiéndose en sí mismo, se iba quedando inmóvil. Todavía pudo, a señas, dar a entender que se le entumecía el cuerpo, que le dolía la cabeza. Estuvo un rato con los ojos entreabiertos e inexpresivos conforme la vida se le apagaba.
Perdió el conocimiento a las seis. Por la ventana entraba el sol, cuyos tonos crepusculares doraban afuera las coaps de los castaños. Los rayos, oblicuos, encendían los brazos y el asiento de la silla y casi atravesaban la estancia. Era el sol cálido de julio; pero él, vivo aún, tenía ya toda la frialdad de la muerte. Carmelita le acariciaba la cabeza y las manos; se le sentían heladas.
A las seis y media expiró, mientras a su lado el sol lo inundaba todo en luz. No había muerto en Oaxaca, pero sí entre los suyos.
Se llenó la casa con funcionarios de la República Francesa y con delegados de la ciudad de París. Vino el jefe del cuarto militar del Presidente Poincaré. Se presentó el general Noix. que había recibido a don Porfirio a su llegada a Francia y le había puesto las manos la espada de Napoléon; desfilaron comisiones de los excombatientes. Acababa de moriralgo más que una persona ilustre: el pueblo de Francia rendía homenaje al hombre que por treinta años había gobernado a otro puebloo; el ejército francés traían un saludo para el soldado que medio siglo antes había sabido combatirlo. Pero eso era el valor oficial: el duelo íntimo quedaba reservaod para el país remoto y presente. Porque lo más de la la colonia mexicana de Parísacudió en el acto trayendo su reverencia, y otros hijos de México, al conocer la noticia, llegaron desde Londres, desde España, desde Italia.
Quiso Carmelita que se le hicieran honras fúnebres. El servicio religioso, a la vez solemne y modesto, se celebró en Saint Honoré l´Eylau, y allí quedó depositado el cadáver en espera de su tumba definitiva. Año y medio después se sacaron los depojos para llevarlos al cementerio de Montparnasse. El sepulcro es una capilla pequeña, en cuyo interior, sobre una losa a manera de ara, se ve una urna de cristal que contiene un puño de tierrra de Oaxaca. Por fuera, en lo alto, hay inscrita un águila mexicana, y debajo del águila un nombre compuesto por dos palabras.
Rugía en México la lucha entre Venustiano Carranza y Francisco Villa. El 2 de julio Carranza recibió en Veracruz un telegrama que lo apartó un momento de las preocupaciones de la contienda. El mensaje venía de NY y, conciso, decía así:
"Señor VC, Veracruz: Prensa anuncia estos momentos hoy siete de la mañana murió en Biarritz, el general PD. Salúdolo afectuosamente- Juan T. Burns.
México, septiembre de 1938.
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