La casa del alcalde era amplia, hermosa e indicaba el bienestar de su dueño. En el patio, rodeado de rústicos corredores, y plantado de castaños y nogales, se habían extendido numerosas esteras. Para los ancianos y enfermos se había reservado el lugar que estaba al abrigo del frío, y para los demás se había destinado la parte despejada del patio, en el centro del cual ardía una hermosa hoguera. Allí, la gente robusta de la montaña podía cenar alegremente, teniendo por toldo el bellísimo cielo de invierno, que ostentaba a la sazón, en su fondo oscuro y sereno, su ejército infinito de estrellas.
La casa estaba coquetamente decorada con el adorno propio del día. El heno colgaba de los árboles, entonces despojados de hojas; se enredaba en las columnas de madera de los corredores, formaba cortinas en las puertas, se tenía como alfombra en el patio y cubría casi enteramente las rústicas mesas. Parece que la poética imaginación popular lo escoge de preferencia en semejantes días para representar con él las últimas pompas de la vegetación. El heno representa la vejez del año, como las rocas representan su juventud.
El alcalde, honrado y buen anciano, padre de una numerosa familia, labrador acomodado del pueblo, presidía la cena, como un patriarca de los antiguos tiempos. Junto a él nos sentábamos nosotros, es decir, el cura, el maestro de escuela y yo.
La cena fue abundante y sana. Algunos pescados, algunos pavos, la tradicional ensalada de frutas, a las que da color el rojo betabel; algunos dulces, un pudín hecho con harina de trigo, de maíz y pasas, y todo acompañado con el famoso y blanco pan del pueblo, he ahí lo que constituyó ese banquete, tan variado en otras partes. Se repartió algún vino; los pastores tomaron una copa de aguardiente a la salud del alcalde y del cura, y a mí me obsequiaron con una botella de jerez seco, muy regular para aquellos rumbos.
Concluida que fue la cena, el maestro de escuela llamó por su nombre a uno de los niños, su alumno, y le indicó que recitara el romance de navidad que había aprendido ese año. El niño fua a tomar lugar en el centro de la concurrencia, y con gran despego y buena declamación recitó lo siguiente:
Repastaban sus ganados
a las espaldas de un monte
de la torre de Belén,
los soñolientos pastores.
Alrededor de los troncos
de unos encendidos robles,
que restallando los aires
daban claridad al bosque;
en los nudosos rediles
las ovejuelas se encogen,
la escarcha en la yerba helada
beben, pensando que comen.
No lejos, los lobos fieros,
con sus aullidos feroces,
desafían los mastines,
que adonde suenan responden,
cuando las oscuras nubes
de sol coronado rompe
un capitán celestial
de sus ejércitos nobles.
Atónitos se deriban
de sí mismos los pastores,
y por la lumbre las manos
sobre los ojos se ponen,
Los perros alzan las frentes
y las ovejuelas corren,
unas por otras turbadas
con balidos desconformes,
cuando el nuncio soberano
las plumas de oro descoge,
y enamorando los aires
les dice tales razones:
Gloria a Dios en las alturas,
paz en la tierra a los hombres;
Dios ha nacido en Belén
en esta dichosa noche.
Nació de una pura Virgen;
buscadle, pues sabéis donde,
que en sus brazos le hallaréis
envuelto en mantillas pobres.
Dijo, y las celestes aves,
en un aplauso conformes,
acompañando su vuelo
dieron al aire colores,
Los pastores convocando
con dulces y alegres sones
toda la tierra, derriban
palmas y laureles nobles,
Ramos en las manos llevan,
y coronados de flores,
por la nieve forman sendas
cantando alegres canciones.
Llegan al portal dichoso,
y aunque juntos la coronen
racimos de serafines,
quieren que laurel le adorne.
La pura y hermosa Virgen
hallan diciéndole amores
al Niño recién nacido
que Hombre y Dios tiene por nombre.
El santo viejo los lleva
adonde los pies le adoren,
que por las cortas mantillas
los mostraba el Niño entonces.
Todos lloran de placer,
pero ¿qué mucho que lloren
lágrimas de gloria y pena,
si llora el Sol por dos soles?
El Santo Niño los mira,
y para que se enamoren
se ríe en medio del llanto,
y ellos le ofrecen sus dones.
Alma: ofreced los vuestros;
y por que el Niño los tome,
sabed que se envuelve bien
en telas de corazones.
Todos aplaudieron al niño; el cura me preguntó:
-¿Conoce usted ese romance, capitán?
-Francamente, no; pero me agrada por su fluidez, por su corrección y por sus imágenes risueñas y deliciosas.
-Es del famoso Lope de Vega (Rimas sacras), capitán, Yo, desde hace tres años, he hecho que uno de los chicos de la escuela recite, después del banquete de esta noche, una de estas buenas composiciones poéticas españolas, en lugar de los malísimos versos que había costumbre de recitar y que se tomaban de los cuadernitos que imprimen en México y que vienen a vender por aquí los mercaderes ambulantes. Esos versillos solían ser, además de muy malos, obscenos, así como los misterios, o pastorelas que se representaban, más bien para poner en ridículo la escena evangélica que para honrarla en la fiesta que la recuerda. De este modo, los niños van enriqueciendo su memoria con buenas piezas, que se hacen después populares, y se ejercitan en la declamación, dirigidos por mi amigo y su maestro, que es muy hábil en ella.
-Señor -respondió el maestro de escuela dirigiéndose a mí- ya he dicho a usted que todo lo que sé lo debo al hermano cura; y ahora añadiré, porque es para mí muy grato recordarlo esta noche, que hoy hace justamente tres años ...
Permítame usted, hermano, que yo lo refiera; se lo ruego a usted -añadió contestando al cura que le pedía se callase- hoy hace tres años que iba yo a ser víctima del fanatismo religioso. Era yo un infeliz preceptor de un pueblo cercano, que habiendo recibido una educación imperfecta me dediqué, sin embargo, por necesidad, a la enseñanza primaria, recibiendo en cambio una mezquina retribución de doce pesos. Servía yo, además, de notario al cura y de secretario al alcalde, y trabajaba mucho. Pero en las horas de descanso procuraba yo ilustrar mi pobre espíritu con útiles lecturas que me proporcionaba encargando libros o adquiriéndolos de los viajeros que solían pasar, y que, mirando mi afición, me regalaban alguno que traían por casualidad. De este modo pasé catorce años; y como es natural, a fuerza de perseverancia llegué a reunir algunos conocimientos, que por imperfectos que fuesen me hicieron superior a los vecinos del lugar, que me escuchaban siempre con atención y a veces con simpatía y participando de mis opiniones. Entonces acertó a llegar de cura a este pueblo, sustituyendo al antiguo que había muerto, un clérigo codicioso y de carácter terrible. Comenzó a resucitar costumbres que iban olvidándose y a imponer gabelas que no existían; todo, por supuesto, invocando la religión. Trató desde luego de ponerme bajo su inspección; desaprobó mi método de enseñanza; me ordenó suspender las clases de lectura, escritura, geografía y gramática que había establecido, reduciéndome a enseñar sólo la doctrina, y acabó por querer asesorar también a la autoridad municipal en todos sus asuntos, pero en su propio interés, y tanto que, con motivo de las nuevas leyes dadas por el gobierno liberal, predicó la desobediencia y aun se puso de acuerdo con las partidas de rebeldes que por este rumbo aparecieron luchando contra la Constitución. Yo entonces creí conveniente advertir a la autoridad el peligro que había en escuchar las sugestiones del cura, y me manifesté opuesto a sujetarme a sus órdenes en cuanto a la enseñanza de mis niños. Por otra parte, como él inventaba fiestecitas y sacaba a luz nuevos santos con objeto de aprovecharse de los donativos que por diversos motivos adquiría además, pues no administraba los sacramentos sin recibir en cambio reses, semillas o dinero, yo, inspirado en un sentimiento de rectitud, me manifesté disgustado y hablé sobre ello a los vecinos. Pero el cura había trabajado con habilidad en la conciencia de esos infelices, y haciendo mérito de varias opiniones más opuestas al fanatismo y a la idolatría que reinaban de antemano allí, me presentó como un hereje, como un maldito de Dios y como un hombre abominable. Yo nada pude hacer para contrarrestar aquella hostilidad; las autoridades no me sostenían, subyugadas por el cura como lo estaban, y me resigné a los peligros que me traía mi independencia de carácter. No aguardé mucho tiempo. Al llegar la Nochebuena de hace tres años, el pueblo, embriagado y excitado por un sermón del cura, se dirigió a mi casa, me sacó de ella y me llevó a una barranca cercana a está población para matarme. ¡Figúrese usted la aflicción de mi mujer y de mis hijos! Pero el más grandecito de ellos, iluminado por una idea feliz, corrió a este pueblo, donde hacía poco había llegado el hermano cura aquí presente y que me había dado muestras de amistad las diversas veces que había ido a ver mi escuela. Mi hijo le avisó del peligro que yo corría, y no se necesitó más; vino a salvarme. En manos de aquellos furiosos caminaba yo maniatado, y ya había llegado a la barranca, con el corazón presa de una angustia espantosa, por mi familia; ya aquellos hombres, ebrios y engañados, se precipitaban a darme muerte por hereje y maldito, cuando se detuvieron llenos de un terror y de un respeto sólo comparables a su ferocidad. Iba a amanecer, y la indecisa luz de la madrugada alumbraba aquel cuadro de muerte, cuando de súbito se apareció en lo alto de una pequeña colina cercana un sacerdote; vestido de negro, que hacía señas y que se acercaba al grupo apresuradamente. Seguíanle este mismo señor alcalde, que entonces lo era también, y un gran grupo de vecinos. El hermano cura llegó, se encaró con mis verdugos y les preguntó por qué iban a matarme.
-Por hereje, señor cura -le respondieron-. Este hombre no cree en Dios, ni es cristiano, ni va a misa, ni respeta nuestros santos, y es enemigo del padrecito de nuestro pueblo y éste nos ha dicho que era bueno que lo matáramos, para quitarnos este diablo de la población que se está salando con su presencia.
Ya supondrá usted, capitán, lo que el hermano cura les diría. Su voz indignada, pero tranquila, resonaba en aquel momento como una voz del cielo. Les echó en cara su crimen; los humilló; los hizo temblar; los convenció, y los obligó a ponerse de rodillas para pedir perdón por su delito. Yo creo que temían que un rayo los redujera a cenizas. Se apresuraron a desatarme; me entregaron libre al cura, quien me abrazó llorando de emoción; vinieron a sup1icarme que los perdonara y en ese momento apareció mi infeliz mujer, jadeando de fatiga, gritando y mostrando en sus brazos a mi hijo más pequeño, implorando piedad para mí. Al verme libre; al ver a un cura, a quien reconoció desde luego, lo comprendió todo; corrió a mis brazos y, no pudiendo más, perdió el sentido. Aquella gente estaba atónita; el hermano cura, que había recibido en sus brazos a mi pequeña criatura, lloraba en silencio, y todo el mundo se había arrodillado. En ese momento salió el sol, y parecía que Dios fijaba en nosotros su mirada inmensa.
¡Ah. señor capitán! ¡Cómo olvidar semejante noche! La tengo grabada en el alma de una maneta constante; y si alguna vez he creído ver la sublime imagen de Jesucristo sobre la tierra, ha sido esa, en que el hermano cura me salvó a mí de la muerte; a toda una familia infeliz, de la orfandad, y a aquellos desgraciados fanáticos, del infierno de los remordimientos.
-Y nosotros -dijo el alcalde, llorando con una voz conmovida, pero resuelta, y dirigiéndonos al concurso que escuchaba enternecido- nosotros allí mismo hemos jurado no permitir jamás, aun a costa de nuestras vidas, que se mate a nadie; no digo a un inocente, pero ni a un criminal, ni a un salteador, ni a un asesino. El hermano cura nos convenció de que los hombres no tenemos derecho de privar de la vida a ninguno de nuestros semejantes; de manera que si la ley manda ajusticiar a alguno por sus delitos, que ella lo haga, pero fuera de nuestro pueblo, porque el pueblo se mancharía; y para ni vernos en esa vergüenza y en ese conflicto, lo que tenemos que hacer es ser honrados siempre.
-¡Siempre! ¡Siempre! -resonó por todas partes, pronunciado hasta por la voz de los niños.
El cura me apretaba la mano fuertemente, y yo besé la suya, que regué con unas lágrimas que hacia años no había podido derramar.
Cuando hubo pasado aquel momento de profunda emoción, el cura se apresuró a presentame a dos personas respetabilísimas, sentadas cerca de nosotros, y que no habían sido las que menos se conmovieron con el relato del maestro de escuela. Estas dos personas eran un anciano vestido pobremente y de estatura pequeña, pero en cuyo semblante, en que podían descubrirse todos los signos de la raza indígena pura, había un no sé qué que inspiraba profundo respeto. La mirada era humilde y serena; estaba casi ciego, y la melancolía del indio parecía de tal manera característica a ese rostro, que se hubiera dicho que jamás una sonrisa había podido iluminarlo.
Los cabellos del anciano eran negros, largos y lustrosos, a pesar de la edad; la frente, elevada y pensativa; la nariz aguileña; la barba, poquísima, y la boca, severa. El tipo, en fin, era el del habitante antiguo de aquellos lugares, no mezclado para nada con la raza conquistadora. Llamábanle el tío Francisco. Era el modelo de los esposos y de los padres de familia. Había sido acomodado en su juventud; y aunque ciego después y combatido por la más grande miseria, había opuesto a estas dos calamidades tal resignación, tal fuerza de espíritu y tal constancia en el trabajo, que se había hecho notable entre los montañeses, quienes le señalaban como el modelo del varón fuerte. La rectitud de su conciencia y su instrucción no vulgar entre aquellas gentes, así como su piedad acrisolada, le habían hecho el consultor nato del pueblo, y a tal punto se llevaba el respeto por sus decisiones, que se tenía por inapelable el fallo que pronunciaba el tío Francisco en las cuestiones sometidas a su arbitraje patriarcal. No pocas veces las autoridades acudían a él en las graves dificultades que se les ofrecían; y su pobre cabaña en la que se abrigaba su numerosa familia, sujeta casi siempre a grandes privaciones, estaba enriquecida por la virtud santificada por el respeto popular. El anciano indígena era el único, antes de la llegada del cura, que dirimía las controversias sobre tierras, a quien se llevaban las quejas de las familias, las consultas sobre matrimonios y sobre asuntos de conciencia, y jamás un vecino tuvo que lamentarse de su decisión, siempre basada en un riguroso principio de justicia. Después de la llegada del cura, éste había hallado en el tío Francisco su más eficaz auxiliar en las mejoras introducidas en el pueblo, así como su más decidido y virtuoso amigo. En cambio, el patriarca montañés profesaba al cura un cariño y una admiración extraordinarios; gustaba de oírle hablar sobre religión, y se consolaba de las penas que le ocasionaban su ceguera y su pobreza escuchando las dulces y santas palabras del joven sacerdote.
La otra persona era la mujer del tío Francisco, una virtusosísima anciana, indígena también y tan resignada, tan llena de piedad como su marido, a cuyas virtudes añadía las de un corazón tan lleno de bondad, de una laboriosidad tan extremada, de una ternura material tan ejemplar y de una caridad tan ardiente que hacían de aquella singular matrona una santa, un ángel. El pueblo entero la reputaba como su joya más preciada, y tiempo hacía que su nombre se pronunciaba en aquellos lugares como el nombre de un genio benéfico. Se llamaba la tía Juana y tenía siete hijos.
El cura, que me daba estos informes, me decía:
-No conocí a mi virtuosa madre; pero tengo la ilusión de que debió de parecerse a esta señora en el carácter, y de que si hubiera vivido habría tenido la misma serena y santa vejez que me hace ver en derredor de esa cabeza venerable una especie de aureola. Note usted qué dulzura de mirada, qué corazón tan puro revela esa sonrisa, qué alegría y resignación en medio de la miseria y de las espantosas privaciones que parecen perseguir a estos dos ancianos. Y esta pobre mujer, envejecida más por los trabajos y por las enfermedades que por la edad; flaca y pálida ahora, fue una joven dotada de esa gracia sencilla y humilde de las montañas de este rumbo, y que ellas conservan, como usted ha podido ver, cuando no la destruyen los trabajos, las penas y las lágrimas. Sin embargo, el cielo, que ha querido afligir a estos desventurados y virtuosos viejos con tantas pruebas, les reserva una esperanza. Su hijo mayor está estudiando en un colegio, hace tiempo; y como el muchacho se halla dotado de una energía de voluntad verdaderamente extraordinaria, a pesar de los obstáculos de la miseria y del desamparo en que comenzó sus estudios, pronto podrá ver el resultado de sus afanes y de traer al seno de su familia la ventura, tan largo tiempo esperada por sus padres. Tan dulce confianza alegra los días de esa familia infeliz, digna de mejor suerte.
¡Al acabar de decirme esto el cura, se acercó a él la misma señora de edad que lo había llamado aparte y habládole cuando llegamos al pueblo. Iba seguida de una joven hermosísima; la más hermosa, tal vez, de la aldea. La examiné con tanta atención cuanto que la suponía, como era cierto, la heroína de la historia de amor que iba a desenlazarse esa noche, según me anunció el cura.
Tenía como veinte años, y era alta, blanca y gallarda y esbelta como un junco de las montañas. Vestía una finísima camisa adornada con encajes, según el estilo del país; enaguas de seda color oscuro; llevaba una pañoleta de seda encarnada sobre el pecho, se envolvía en rebozo fino, de seda también, con larguísimos flecos morados. Llevaba, además, pendientes de oro; adornaba su cuello con una sarta de corales y calzaba zapatos de seda, muy bonitos. Revelaba, en fin, a la joven labradora, hija de padres acomodados, Este traje gracioso de la virgen montañesa la hizo más bella a mis ojos, y me la representó por un instante como la Ruth del idilio bíblico, o como la esposa del Cantar de los cantares.
La joven bajaba a la sazón los ojos e inclinaba el semblante llena de rubor; pero cuando los alzó para saludarnos, pude admirar sus ojos negros, aterciopelados y que velaban largas pestañas, así como sus mejillas color de rosa, su nariz fina y sus labios rojos, frescos y sensuales. ¡Era muy linda!
¿Qué penas podría tener aquella encantadora montañesa? Pronto iba a saberlo, y a fe estaba lleno de curiosidad.
La señora mayor se acercó al cura y le dijo:
-Hermano: usted nos había prometido que Pablo vendría ... ¡Y no ha venido! -la señora concluyó esta frase con la más grande aflicción.
-Sí ¡no ha venido! -replicó la joven, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas
Pero el cura se apresuró a responderles:
-Hijas mías; yo he hecho lo posible y tenía su palabra; pero ¿acaso no está entre los muchachos?
-No, señor: no está -replicó la joven-. Ya lo he buscado con los ojos y no lo veo.
-Pero Carmen, hija -añadió el alcalde- no te apesadumbres: si el hermano cura te responde, tú hablarás con Pablo.
-Sí, tío; pero me había dicho que sería hoy, y lo deseaba yo, porque usted recuerda que hoy hace tres años que se lo llevaron, y como me cree culpable, deseaba yo en este día pedirle perdón ... ¡harto ha padecido el pobrecito!
-Amigo mío -dije yo al cura- ¿podría usted decirme qué pena aflige a esta hermosa niña y por qué desea ver a esa persona? Usted me había prometido contarme esto, y mi curioisidad está impaciente.
-¡Oh! es muy fácil -contestó el sacerdote- y no creo que ellas se incomoden. Se trata de una historia muy sencilla, y que referiré a usted en dos palabras, porque la sé por esta muchacha y por el mancebo en cuestión. Siéntense, hijas mías, mientras refiero estas cosas al señor capitán -añadió el cura, dirigiéndose a la señora y a Carmen, quienes tomaron asiento junto al alcalde .
-Pablo era un joven huérfano, de este pueblo, y desde su niñez había quedado al encargo de una tía muy anciana, que murió hace cuatro años. El muchacho era trabajador, valiente, audaz y simpático, y por eso lo querían los muchachos del pueblo; pero él se enamoró perdidamente de esta niña Carmen, que es la sobrina del señor alcalde, y una de las jóvenes más virtuosas de toda la comarca.
Carmen no correspondió al afecto de Pablo, sea porque su educación, extremadamente recatada, la hiciese muy tímida todavía para los asuntos amorosos; sea, lo que yo creo más probable, que la asustaba la ligereza de carácter del joven, muy dado a galanteos, y que había ya tenido varias novias a quienes había dejado por los más ligeros motivos.
Pero la esquivez de Carmen no hizo más que avivar el amor de Pablo, ya bastante profundo, y que él ni podía ni trataba de dominar.
Seguía a la muchacha por todas partes, aunque sin asediarla con inoportunas manifestaciones. Recogía las más exquisitas y bellas flores de la montaña, y venía a colocarlas todas las mañanas en la puerta de la casa de Carmen, quien se encontraba al levantarse con estos hermosos ramilletes, adivinando, por supuesto, qué mano los había colocado allí. Pero todo era en vano. Carmen permanecía esquiva y aun aparentaba no comprender que ella era el objeto de la pasión del joven. Este, al cabo de algún tiempo de inútil afán, se apesadumbró, y quizá para olvidar, tomó un mal camino; muy mal camino.
Abandonó el trabajo, contentóse con ganar lo suficiente para alimentarse y se entregó a la bebida y al desorden. Desde entonces, aquel muchacho tan juicioso antes, tan laborioso, y a quien no se le podía echar en cara más que ser algo ligero, se convirtió en un perdido. Perezoso, afecto a la embriaguez, irascible, camorrista y valiente como era, comenzó a turbar con frecuencia la paz de este pueblo, tan tranquilo siempre, y no pocas veces, con sus escándalos y pendencias, puso en alarma a los habitantes y dio qué hacer a las autoridades. En fin, era insufrible, y naturalmente se atrajo la malevolencia de los vecinos, y con ella la frialdad, mayor todavía, de Carmen, que si compadecía su suerte, no daba muestras ningunas de interesarse por cambiarla, otorgándole su cariño.
Por aquellos días justamente llegué al pueblo y, como es de suponerse, procuré conocer a los vecinos todos. El señor alcalde presente, que lo era entoces también, me dió los más verídicos informes, y desde luego me alegré mucho de no encontrarme sino con buenas gentes, entre quienes, por sus buenas costumbres, no tendría trabajo en realizar mis pensamientos. Pero el alcalde. aunque con el mayor pesar, me dijo que no tenía más que un mal informe que añadir a los buenos que me había comunicado, y era sobre un muchacho huérfano, antes trabajador y juicioso, pero entonces muy perdido, y que además estaba causando al pueblo el grave mal de arrastrar a otros muchachos de su edad por el camino del vicio. Respondí al alcalde que ese pobe joven corría de mi cuenta y que procuraría traerlo a la razón.
En efecto. le hice llamar, lo traté con amistad, le di excelentes consejos; él se conmovió de verse tratado así; pero me contestó que su mal no tenía remedio, y que había resuelto mejor desterrarse para no seguir siendo el blanco de los odios del pueblo; pero que era difícil para él cambiar de conducta.
La obstinación de Pablo, cuyo origen comprendía yo, me causó pena, porque me reveló un carácter apasionado y enérgico, en el que la contrariedad, lejos de estimularle, le causaba desaliento, y en el que el desaliento producía la desesperación. Fueron, pues, vanos mis esfuerzos.
Yo sabía muy bien lo que Pablo necesitaba para volver a ser lo que había sido. La esperanza de su amor habría hecho lo que no podía hacer la exhortación más elocuente; pero esta esperanza no se le concedía, ni era fácil que se le concediese, pues cada día que pasaba, Carmen se mostraba más severa con él, a lo que se agregaba que la señora madre de ella y el alcalde su tío no cesaban en abominar la conducta del muchacho, y decían frecuentemente que primero querían ver muerta a su hija y a su sobrina que saber que ella le profesaba el menor cariño.
Además, como los mancebos más acomodados del pueblo deseaban casarse con Carmen, y sólo los contenía para hacer sus propuestas el miedo que tenían a Pablo, cuyo valor era conocido y cuya desesperación le hacía capaz de cualquier locura, se hacía urgente tomar una providencia para desembarazarse de un sujeto tan pernicioso.
Pronto se presentó una oportunidad para realizar este deseo de los deudos de Carmen. Había estallado la guerra civil, y el gobierno había pedido a los distritos de este Estado un cierto número de reclutas para formar nuevos batallones. Los prefectos los pidieron, a su vez, a los pueblos, y como éste es pequeño, su gente muy honrada y laboriosa, la autoridad sólo exigió al alcalde que mandase a los vagos y viciosos. Ya conoce usted la costumbre de tener el servicio de las armas como una pena, y de condenar a él a la gente perdida. Es una desgracia.
-Y muy grande -respondí- semejante costumbre es nociva, y yo deseo que concluya cuanto antes esta guerra, para que el legislador escogite una manera de formar nuestro ejército sobre bases más conformes con nuestra dignidad y con nuestro sistema republicano.
-Pues bien -continuó el cura- por aquellos días, la antevíspera de la Nochebuena, se presentó aquí un oficial con una partida de tropa, con el objeto de llevarse a sus reclutas. El pueblo se conmovió, temiendo que fueran a diezmarse las familias; los jóvenes se ocultaron y las mujeres lloraban. Pero el alcalde tranquilizó a todos diciendo que el prefecto le daba la facultad para no entregar más que a los viciosos, y que no habiendo en el lugar más que uno, que era Pablo, ese sería condenado al servicio de las armas. E inmediatamente mandó aprehenderle y entregarle al oficial.
Dióme tristeza la disposición del alcalde cuando la supe; pero no era posible evitarla ya, y además la aprehensión de Pablo era el pararrayos que salvaba a los demás jóvenes del pueblo.
Algunas gentes compadecieron al pobre muchacho; pero ninguno se atrevió a abogar por su libertad, y el oficial lo recibió preso.
Parece que Pablo, en la noche del día 23, burlando la vigilancia de sus custodios, y merced a su conocimiento del lugar y a su agilidad montañesca, pudo escaparse de su prisión, que era la casa municipal, donde la tropa se había acuartelado, y corrió a la casa de Carmen; llamó a ésta y a la madre, que, asustadas, acudieron a la puerta a saber qué quería. Pablo dijo a la joven, que así como había venido a hablarle podía muy bien huir a las montañas; pero que deseaba saber, ya en esos momentos muy graves para él, si no podía abrigar esperanza ninguna de ser correspondido, pues en este caso se resignaría a su suerte e iría a buscar la muerte en la guerra; y si sintiendo por él algún cariño Carmen, se lo decía, se escaparía inmediatamente, procuraría cambiar de conducta y se haría digno de ella.
Carmen reflexionó un momento; habló con la madre y respondió, aunque con pesar, al joven, que no podía engañarle; que no debía tener ninguna esperanza de ser correspondido; que sus parientes lo aborrecían, y que ella no había de querer darles una pesadumbre reteniéndolo, particularmente cuando no tenía confianza en sus promesas de reformarse porque ya era tarde para pensar en ello. Así es, que, sentía mucho su suerte, pero no estaba en su mano evitarla.
Oyendo esto, Pablo se quedó abatido, dijo adiós a Carmen y se alejó lentamente para volver a su prisión.
-¡Ay! Así fue -dijo Carmen, sollozando- yo tuve la culpa ... de todo lo que ha padecido ...
-Pero, hija -replicó la señora- si entonces era tan malo ...
-Al día siguiente -continuó el cura- a las ocho de la mañana, el oficial salió con su partida de tropa, batiendo marcha y llevando entre filas y atado al pobre muchacho, que inclinaba la frente entristecido, al ver que las gentes salían a mirarlo.
-¡Adiós, Pablo ...! -repetían las mujeres y los niños asomándose a la puerta de sus cabañas- pero él no oyó la voz querida ni vio el semblante de Carmen entre aquellos curiosos. En la noche de ese día 24 se hizo la función de Nochebuena, y se dispuso la cena en este mismo lugar; pero habiendo comenzado muy alegre, se concluyó tristemente, porque al Ilegar la hora de la alegría, del baile y del bullicio, todo mundo echó de menos al alegre muchacho que, aunque vicioso, era el alma, por su humor ligero, de las fiestas del pueblo.
-¡Ay! ¡pobrecito de Pablo! ¿En dónde estará a estas horas! -preguntó alguien.
-¡En dónde ha de estar! -respondió otro-: en la cárcel del pueblo cercano, o bien, desvelado por el frío y bien amarrado, en el monte donde hizo jornada la tropa.
No bien hubo oído Carmen estas palabras, cuando no pudo más y rompió a llorar. Se había estado conteniendo con mucha pena, y entonces no pudo dominarse. Esto causó mucha sorpresa, porque era sabido que no quería a Pablo; de modo que aquel llanto hizo pensar a todos que, aunque la muchacha le mostraba aversión por sus desórdenes, en el fondo lo quería algo.
El señor alcalde se enfadó con la señora, y se retiraron, concluyéndose en seguida la cena de una manera triste.
Han pasado ya tres años. No volvimos a tener noticias de Pablo, hasta hace cinco meses, en que volvió a aparecer en el pueblo; se presentó al alcalde enseñando su pasaporte y su licencia absoluta, y pidiendo permiso para vivir y trabajar en un lugar de la montaña, a seis leguas de aquí.
En dos años se había operado un gran cambio en el carácter, y aún en el físico de Pablo. Había servido de soldado, se había distinguido entre sus compañeros por su valor, su honradez y su instrucción militar, de modo que había llegado hasta ser oficial en tan poco tiempo. Pero habiendo recibido muchas heridas en sus campañas, heridas de las que todavía sufre, pidió licencia para retirarse a descansar de los trabajos de la guerra, y sus jefes se la concedieron, con muchas recomendaciones.
Pablo no estuvo más que algunas horas en el pueblo, cambió su traje militar por el de labrador montañés, compró algunas provisiones e instrumentos de labranza y partió a su montaña sin ver a nadie: ni a Carmen, ni a mí. Retirado a aquel lugar, comenzó una vida de Robinson. Escogió la parte más agreste de las montañas; construyó una choza, desmontó el terreno y, haciendo algunas excursiones a las aldeas cercanas, se proporcionó semillas y cuanto se necesitaba para sus proyectos.
Sus viajes de soldado por el centro de la República, le han sido muy útiles. Ha aprovechado algunas ideas sobre agricultura y horticultura, y las ha puesto en práctica aquí con tal éxito, que da gusto ver su roza, como él la llama humildemente. No, no es una simple roza aquella, sino una hermosa plantación de mucho porvenir. Está muy naciente aún; pero ya promete bastante. Sus árboles frutales son exquisitos; su pequeña siembra de maíz, de trigo, de chícharo y de lenteja, le ha producido de luego a luego una cosecha regular. Merced a él hemos podido gustar fresas como las más sabrosas del centro, pues las cultiva en abundancia, y no parece extraño a la afición por las flores, pues él ha sembrado en todas partes violetas. como las de México (y no inodoras, como las de aquí); pervincas, mosquetas. malvarrosas. además de todas las flores aromáticas y raras de nuestra sierra. Ha plantado un pequeño viñedo, y a él he encargado precisamente de cuidar mis moreras nacientes, y que están colocadas en otro lugar más a propósito por su temperatura. En suma, es infatigable en sus tareas; parece poseído por una especie de fiebre de trabajo. Se diría que desea demostrar al pueblo que lo arrojó de su seno por su conducta, que no merecía aquella ignominia, y que en su mano estaba volver al buen camino si la persona a quien había hecho tal promesa hubiera dado crédito a sus palabras.
Los pastores de los numerosos rebaños que pastan en estas cercanías, como he dicho a usted. lo adoran. porque apenas se ha sentido la presencia de una fiera en tal o cual lugar , por los daños que hace, cuando Pablo se pone voluntariamente en su persecución y no descansa hasta no traerla muerta a la majada misma que sirve de centro al rebaño perjudicado. Y Pablo no acepta jamás la gratificación que es costumbre dar a otros cazadores de fieras dañinas. sino que después de haber traído muertos al tigre, al lobo o al leopardo, o de haber avisado a los pastores en qué lugar está tendido, se retira sin hablar más. Esta singularidad de carácter junta a su rara generosidad y a su valor temerario, han acabado por granjearle el cariño de todo el mundo; sólo que nadie puede expresárselo como quisiera, porque Pablo huye de las gentes, pasa los días en una taciturnidad sombría; y a pesar de que padece mucho todavía a causa de sus heridas, a nadie acude a curarse, limitándose a pedir a los labradores montañeses o a los aldeanos que pasan, algunas provisiones a cambio del producto de su plantación. Cerca de ésta tiene su pequeña cabaña, rodeada de rocas que él ha cubierto con musgo y flores; allí vive como un eremita o como un salvaje, trabajando durante el día, leyendo algunos libros en algunos ratos, de noche, y siempre combatido por una tristeza tenaz.
Conmovido yo por semejante situación, he ido a verlo algunas veces. El me espera, me obsequia, me escucha; pero se resiste siempre a venir al pueblo. Un día, en que supe que estaba postrado y sufriendo a consecuencia de sus heridas y de la entrada del invierno, quise llevar conmigo a la señora madre de Carmen para que esto le sirviese de consuelo; pero él apenas nos divisó a lo lejos huyó a lo más escabroso y escondido de la sierra, y no pudimos hacer otra cosa que dejarle algunas medicinas y provisiones, retirándonos llenos de sentimiento por no haberle visto.
-Pero ese muchacho -interrumpí- va a acabar por volverse loco llevando esa vida, parecida a la que hacía Amadís; es preciso sacarlo de ella.
-Indudablemente -contestó el cura- eso mismo he pensado yo, y he puesto los medios para que termine. Usted habrá comprendido cuál debía ser el único eficaz, porque a mí no se me oculta que Pablo ha seguido amando a esta muchacha con más fuerza cada día; sólo que, altivo por carácter, y resentido en lo profundo de su alma por lo que había pasado, no puede ya pensar en el objeto de su cariño sin que la negra sombra de sus recuerdos venga a renovar la herida y engendrarle esa desesperación que se ha convertido en una peligrosa melancolía.
-Pero, en fin, esta niña ... -pregunté yo con una rudeza en que había mucho de curiosidad.
Carmen no respondió; se cubría el rostro con las manos y sollozaba.
-¡Ah! entiendo. Y ya era tiempo, porque la suerte de ese infeliz amante me iba afligiendo de una manera ...
-Como usted me concederá también -repuso el cura- yo no podía hacer otra cosa, aun conociendo la verdadera pena de Pablo, que aguardar, a mi vez, porque por nada de este mundo hubiera querido hablar a Carmen de los sufrimientos del joven; temía ser la causa de que esta sensible y buena muchacha se resolviera a hacer un sacrificio por compasión hacia Pablo, o bien le llegase a tener un poco de cariño originado por la misma compasión. Usted, capitán, en su calidad de hombre de mundo, estimará desde luego el valor que podría tener un amor de compasión. Nada hay más frágil que esto, y nada que acarrée más desgracias a los corazones que aman.
Yo deseaba saber si Carmen había amado a Pablo antes, y a pesar de sus defectos, aunque lo hubiera ocultado aun a sí misma por recato y respeto a la opinión de sus parientes. Si no hubiera sido así, yo deseaba al menos que hoy lo amara, convencida de sus virtudes y estimando en lo que vale su noble carácter; un poco fiero, es verdad, pero digno y apasionado siempre.
Mientras yo no supiera esto, me parecía peligrosa toda gestión que hiciera para favorecer a mi protegido; y ni a éste dije jamás una sola palabra de ello, como él tampoco me dejó conocer nunca, ni en la menor expresión, el verdadero motivo de sus padecimientos y de su soledad.
Hice bien en esperar; el amor, el verdadero amor, el que por más obstáculos que encuentre llega por fin a estallar, vino pronto en mi auxilio.
Un día, hace apenas tres, el señor alcalde, vino a verme a mi casa, me llamó aparte y me dijo:
-Hermano cura; necesitamos mi familia y yo de la bondad de usted, porque tenemos un asunto grave, y en el que se juega tal vez la vida de una persona que queremos muchísimo.
Pues ¿qué hay, señor alcalde? -le pregunté asustado.
-Hay, hermano cura, que la pobre Carmen, mi sobrina, está enamorada, muy enamorada, y ya no puede disimularlo ni tener tranquilidad: está enferma, no tiene apetito, no duerme, no quiere ni hablar.
-¿Es posible? -pregunté ya alarmadísimo, porque temí una revelación enteramente contraria a mis esperanzas-. Y ¿de quién está enamorada Carmen, puede decirse?
-Sí, señor; puede decirse, y a eso vengo precisamente. Ha de saber usted que cuando Pablo, ya sabe usted, Pablo, el soldado, la pretendía hace algunos años, mi hermana y yo, no queríamos al muchacho por desordenado y ocioso, procuramos, sin embargo, averiguar si ella le tenía algún cariño, y nos convencimos de que no le tenía ninguno, y de que le repugnaba lo mismo que a nosotros. Por eso yo me resolví a entregarle a la tropa, pues de ese modo quitábamos del pueblo un sujeto nocivo y libraba a mi sobrina de un impertinente. Pero usted se acordará de aquella misma Nochebuena en que, al hablar de Pablo en mi casa, cuando estábamos cenando, Carmen se echó a llorar. Pues bien: desde entonces su madre se puso a observarla día a día, y aunque de pronto no le siguió conociendo nada extraordinario, después se persuadió de que su hija quería al mancebo. Y se presuadió, porque Carmen no quiso nunca oír hablar de casamiento, ni dio oídos a las propuestas que le hacían varios muchachos honrados y acomodados del pueblo. Carmen se ponía descolorida y triste, y se retiraba a su cuarto; y, en fin, no hablaba de él jamás, pero parece que no lo olvidó nunca.
Así ha pasado todo este tiempo; pero desde que volvió Pablo, mi sobrina ha perdido enteramente su tranquilidad; el día en que supo que estaba aquí, todos advertimos su turbación, aunque no sabíamos bien si era la alegría o el susto, o la sorpresa la que la había puesto así. Después, cuando ha sabido la clase de vida que hace Pablo en la montaña, suspiraba, y a veces lloraba, hasta que, por fin, mi hermana se ha resuelto ahora a preguntarle con franqueza lo que tiene y si quiere a ese mancebo. Carmen le ha respondido que sí lo quiere; que lo ha querido siempre, y que por eso se halla triste; pero que cree que Pablo la ha de aborrecer ya, porque la ha de considerar como la causa de todos sus padecimientos, y eso lo indica el no querer venir al pueblo, ni verla para nada. Que ella desearía hablarle, sólo para pedirle perdón, si lo ha ofendido, y para quitarle del corazón esa espina, pues no estará contenta mientras él le tenga rencor. Esto es lo que pasa, hermano; ahora vengo a rogar a usted que vaya a ver a Pablo y lo obligue a venir, con el pretexto de la cena de pasado mañana, para que Carmen le hable, y se arregle alguna otra cosa, si es posible y si el muchacho todavía la quiere; porque yo tengo miedo de que mi sobrina pierda la salud si no es así.
Ya usted comprenderá, capitán, mi alegría; ni preparado por mí hubiera salido mejor eso. Aproveché una salida del pueblo para confesión; a la montaña; vi a Pablo; le insté para que viniera, y me lo ofreció ... Extraño mucho que no haya cumplido.
Al decir esto el cura, un pastor atravesó el patio y vino a decir al cura y al alcalde que Pablo estaba descansando a la puerta del patio, porque habiendo estado muy enfermo y habiendo hecho el camino muy poco a poco, se había cansado mucho.
Un gritó de alegría resonó por todas partes; el alcalde y el cura se levantaron para ir al encuentro del joven; la madre de Carmen se mostró muy inquieta, y ésta se puso a temblar, cubriéronse su rostro de una palidez mortal ...
-Vamos, niña -le dije- tranquilícese usted; debe tener el corazón como una roca ese muchacho si no se muere delante de usted.
Carmen movió la cabeza con desconfianza, y en ese instante el alcalde y el cura entraron trayendo del brazo a un joven alto, moreno, de barba y cabellos negros, que realzaba entonces una gran palidez, y en cuya mirada, llena de tristeza, podía adivinarse la firmeza de un carácter altivo. Era Pablo.
Venía vestido como los montañeses, y se apoyaba en un bastón largo y nudoso.
-¡Viva Pablo! -gritaron los muchachos arrojando al aire sus sombreros; las mujeres lloraban, los hombres vinieron a saludarle. El alcalde lo condujo a donde se hallaba su hermana y sobrina, diciéndole con afecto:
-Ven por acá, picaruelo; aquí te necesitan. Si tienes buen corazón nos has de perdonar a todos.
Pablo, al ver a Carmen, pareció vacilar de emoción, y se aumentó su palidez; pero reponiéndose, dijo todo turbado:
-¡Perdonar, señor! ¿Y de qué he de perdonar? Al contrario, yo soy quien tiene que pedir perdón de tanto como he ofendido al pueblo. ..!
Entonces se levantó Carmen y, trémula y sonrojada, se adelantó hacia el joven, e inclinando los ojos, le dijo:
-Sí, Pablo; te pedimos perdón; yo te pido perdón por lo de hace tres años ... Yo soy la causa de tus padecimientos ... y por eso, bien sabe Dios lo que he llorado. Te ruego que no me guardes rencor.
La joven no pudo decir más y tuvo que senrarse para ocultar su emoción y sus lágrimas.
Pablo se quedó atónito. Evidentemenre en su alma pasaba algo extraordinario, porque se volvía de un lado para otro para cerciorarse de que no estaba soñando. Pero un instanre después, y oyendo que la madre de Carmen, con las manos juntas en actitud suplicante, decía:
-Pablo ¡perdónala! -dejó escapar de sus ojos dos gruesas lágrimas,e hizo un esfuerzo para hablar.
-Pero, señora -respondió- pero, Carmen ¿quién ha dicho a ustedes que yo tenía rencor? Era yo vicioso, señor alcalde, y por eso me entregó usted a la tropa. Bien hecho: de esa manera me corregí y volví a ser hombre de bien. Era yo un ocioso y un perdido, Carmen; tú eres una niña virtuosa y buena, y por eso cuando te hablé de amor me dijiste que no me querías. Muy bien hecho ¿y qué obligación tenías de quererme? Bastante hacías ya con no avergonzarte de oír mis palabras. Yo soy quien te pido perdón, por haber sido atrevido contigo y por haber estorbado quizá en aquel tiempo que tú quisieras al que te dictaba tu corazón. Cuando yo considero esto, me da mucha pena.
-¡Oh!, no; eso no, Pablo -se apresuró a replicar la joven- eso no debe afligirte. porque yo no quería a nadie entonces ... ni he querido después ... -añadió avergonzada- y si no, pregúntalo en el pueblo ... te lo juro: yo no he querido a nadie ...
-Más que a usted, amigo Pablo -me atreví yo a decir con resolución e impaciente por acercar de una vez aquellos dos corazones enamorados-. Vamos -añadí- aquí se necesita un poco del carácter militar para arreglar este asunto. Usted que lo ha sido, ayúdeme por su lado. Lo sé todo; sé que usted adora a esta niña, y da usted en ello prueba de que vale mucho. Ella lo ama a usted también; y si no, que lo digan esas lágrimas que derrama y esos padecimientos que ha tenido desde que usted se fue a servir a la Patria. Sean usredes felices ¡qué diantre!; ya era tiempo, porque los dos se estaban muriendo por no querer confesarlo. Acérquese usted, Pablo, a su amada, y dígale que es usted el hombre más feliz de la tierra; aparte usted esas manos, hermosa Carmen, y deje a este muchacho que lea en esos lindos ojos todo el amor que usted tiene; y que el juez y el señor cura se den prisa por concluir este asunto.
Los dos amantes se estrecharon la mano sonriendo de felicidad, y yo recibí una ovación por mi pequeña arenga y por mi manera franca de arreglar matrimonios. Los pastores cantaron y tocaron alegrísimas sonatas en sus guitarras, zampoñas y panderos; los muchachos quemaron petardos, y los repiques a vuelo con que en ese día se anuncia el alba, invitando a los fieles a orar en las primeras horas del gran día cristiano, vinieron a mezclarse oportunamente al bullicioso concierto.
Al escuchar entonces el grave tañido de la campana, que sonaba lento y acompasado, indicando la oración, todos los ruidos cesaron; todos aquellos corazones en que rebosaban Ia felicidad y la ternura, se elevaron a Dios con un voto unánime de gratitud, por los beneficios que se había dignado otorgar a aquel pueblo tan inocente como humilde.
Todos oraban en silencio: el cura prefería esto por ser más conforme con el espíritu de sinceridad que debe caracterizar al verdadero culto, y dejaba que cada cual dirigiese al cielo la plegaria que su fe y sus sentimientos le dictasen, aunque sus labios no repitiesen ese guiriguay, muchas veces incomprensible, que los devocionarios enseñan; como si la oración, es decir, la sublime comunicación del espíritu humano con el Creador del Universo, pudiese sujetarse a fórmulas.
Así, pues, todos: ancianos. mancebos, niños y mujeres, oraban con el mayor recogimiento. El cura parecía absorto; derramaba lágrimas, y en su semblante, honrado y dulce, había desaparecido toda sombra de melancolía, iluminándose con una dicha inefable. El maestro de escuela había ido a arrodillarse junto a su mujer e hijos, que lo abrazaban con enternecimiento, recordando su peligro de hacía tres años; el alcalde, como un patriarca bíblico, ponía las manos sobre la cabeza de sus hijos, agrupados en su derredor; el tío Francisco y la tía Juana también, en medio de sus hijos, murmuraban, llorando, su oración; la buena Gertrudis abrazaba a su hermosa hija, quien inclinaba la frente como agobiada por la felicidad, y Pablo sollozaba, quizá por la primera vez, teniendo aún entre sus manos la blanca y delicada de su adorada Carmen, pues acababa de abrir para él las puertas del paraíso.
Yo mismo olvidaba todas mis penas y me sentía feliz contemplando aquel cuadro de sencilla virtud y de verdadera modesta dicha, que en vano habría buscado en medio de las ciudades opulentas y en una sociedad agitada por terribles pasiones. Cuando concluyó la oración del alba, la reunión se disolvió; nos despedimos del digno alcalde y de los futuros esposos, quienes se quedaron con él a concluir la velada, así como otros muchos vecinos; y nos fuimos a descansar, andando apresuradamente, porque a esa hora, como era regular en aquellas alturas durante el invierno la nieve comenzaba a caer con fuerza y sus copos doblegaban ya las ramas de los árboles, cubrían los techos pajizos de las cabañas y alfombrahan el suelo por todas partes.
Al día siguiente aún permanecí en el pueblo, que abandoné el veintiséis, no sin estrechar contra mi corazón a aquel virtuosísimo cura a quien la fortuna me había hecho encontrar, y cuya amistad fue para mí de gran valía desde entonces.
Nunca, y usted lo habrá conocido por mi narración, he podido olvidar aquella hermosa Navidad pasada en las montañas.
Todo esto me fue referido la noche de Navidad de 1871 por un personaje, hoy muy conocido en México, y que durante la guerra de Reforma sirvió en las filas liberales. Yo no he hecho más que trasladar al papel sus palabras.
Índice de Navidad en las montañas de Ignacio Manuel Altamirano Capitu
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