La princesa peinaba sus cabellos,
peinaba sus cabellos de oro fino,
distraída, mirando vagamente,
a través de una ojiva del castillo,
la sementera en fruto,
el polvoso camino
por donde transitaban los gitanos
o, mascullando rezos, los mendigos,
o, cubiertos de conchas y de tierra,
los peregrinos,
los barbudos romeros que de Italia
tornaban bajo el rudo sol de estío,
o bien el ahorcado
de ayer, que de una almena del vecino
atalaya mohoso,
pendiendo está, gesticulante y rígido,
proyectando en el muro su sombra,
absurdo y ridículo.
La princesa peinaba sus cabellos;
con la siniestra, asíalos,
oblicuando el haz rubio
hacia el rostro bellísimo,
y en la diestra tenía el viejo peine,
gran peine de marfil, pálido y liso.
La princesa peinaba distraída,
peinaba sus cabellos de oro fino,
pensando: "¡Si viniera
el juglar de encarnado juboncillo,
de calzas verdes, caperuza negra
y sonoro laúd...!"
En el camino seguían transitando los gitanos
de obscuro rostro antiguo
y en los hierros del puente,
del puente levadizo,
y en los sillares,
y entre los riscos,
palpitaban con vaivenes espasmódicos
y sumidas en sus éxtasis fákiricos
lagartijas pintadas de oro verde,
semejando pigmeos cocodrilos.
La princesa peinaba sus cabellos,
peinaba sus cabellos de oro fino...
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