La corriente trémula y fría, rodeó mi cintura. De una margen a la opuesta el inmenso caudal de las aguas se veía pasar y yo era tan insignificante y tan medroso que no me atervía a soportar el abrazo vigoroso del grueso cauce. A lo lejos se extendía la amplia superficie llena de brillos de sol y de reflejos de sauces. Del fondo se exhalaba una frescura incitante que hacia dilatar las ventanas de mi nariz, y arriba, en las altas rama de los sauces, se mecían unos pájaros chillones.
Hacia abajo del puente.
Las rizadas ondas del río pasaban sin cesar arrastrando grandes manchas blancas de espuma o jugueteando en romanso antes de entrar por las bocas anchas de los arcos. A trechos las grandes pilastras de oscura cantería se hundían en el agua afirmando su inmovilidad al abrir la corriente movediza con el filo de sus aristas pronunciadas. En la superficie de las aguas se veía danzar suavemente la imagen de las esbeltas almenas cubiertas de enredaderas que se alzaban en las extremidades del puente, reflejadas en el río.
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