-Vine al país de usted -me dijo- muy joven y destinado al comercio, como muchos de mis compatriotas. Tenía yo un tío en México bastante acomodado, el cual me colocó en una tienda de ropas; pero notando algunos meses después de mi llegada que aquella ocupación me repugnaba sobre manera, y que me consagraba con más gusto a la lectura, sacrificando a esta inclinación aun las horas de reposo, preguntóme un día si no me sentía yo con más vocación para los estUdios. Le respondí que, en efecto, la carrera de las letras me agradaba más; que desde pequeño soñaba yo con ser sacerdote, y que si no hubiese tenido la desgracia de quedar huérfano de padre y madre en España, habría, quizá, logrado los medios de alcanzar allá esa realización de mis deseos. Debo decir a usted que soy oriundo de la provincia de Alava, una de las tres vascongadas, y mis padres fueron honradísimos labradores, que murieron teniendo yo muy pocos años, razón por la cual una tía a cuyo cargo quedé se apresuró a enviarme a México, donde sabía que mi susodicho tío había reunido, merced a su trabajo, una regular fortuna. Este generoso tío escuchó con sensatez mi manifestación, y se apresuró a colocarme con arreglo a mis inclinaciones. Entré en un colegio, donde, a sus expensas, hice mis primeros estudios con algún provecho. Después, teniendo una alta idea de la vida monacal, que hasta allí sólo conocía por los elogios interesados que de ella se hacían y por la poética descripción que veía en los libros religiosos, que eran mis predilectos, me puse a pensar seriamente en la elección que iba a hacer de la Orden regular en que debía consagrarme a las letras apostólicas, sueño acariciado de mi juventud; y después de un detenido examen me decidí a entrar en la religión de los Carmelitas descalzos. Comuniqué mi proyecto a mi tío, quien lo aprobó y me ayudó a dar los pasos necesarios para arreglar mi aceptación en la citada Orden. A los pocos meses era yo fraile; y previo el noviciado de rigor, profesé y recibí las órdenes sacerdotales, tomando el nombre de fray José de San Gregorio; nombre que hice estimar, señor capitán, de mis prelados y de mis hermanos todos, durante los años que permanecí en mi Orden, que fueron pocos.
Residí en varios conventos y con gran placer recuerdo los hermosos días de soledad que pasé en el pintoresco Desierto de Tenancingo, en donde sólo me inquietaba la amarga pena de ver que perdía en el ocio una vida inútil, el vigor juvenil que siempre había deseado consagrar a los trabajos de la propaganda evangélica.
Conocí entonces, como usted supondrá, lo que verdaderamente valían las órdenes religiosas en México; comprendí, con dolor, que habían acabado ya los bellos tiempos en que el convento era el plantel de heroicos misioneros que, a riesgo de su vida, se lanzaban a regiones remotas a llevar con la palabra cristiana la luz de la civilización, y en que el fraile era, no el sacerdote ocioso que veía trasncurrir alegremente sus días en las comodidades de una vida sedentaria y regalada, sino el apóstol laborioso que iba a la misión lejana a ceñirse la corona de las victorias evangélicas, reduciendo el cristianismo a los pueblos salvajes, o la del martirio, en cumplimiento de los preceptos de Jesús.
Varias veces rogué a mis superiores que me permitieran consagrarme a esta santa empresa, y en tantas obtuve contestaciones negativas y aun extrañamientos, porque se suponían opuestos a la regla de obediencia mis entusiastas propósitos. Cansado de inútiles súplicas, y aconsejado por piadosos amigos, acudí a Roma pidiendo mi exclaustración, y al cabo de algún tiempo el Papa me la concedió en un Breve, que tendré el placer de enseñar a usted. Por fin iba a realizarse la constante idea de mi juventud; por fin iba a ser misionero y mártir de la civilización cristiana. Pero, ay, el Breve pontificio llegó en un tiempo en que atacado por una enfermedad que me impedía hacer largos viajes, sólo me dejaba la esperanza de diferir mi empresa para cuando hubiese conseguido la salud.
Esto hace tres años. Los médicos opinaron que en este tiempo podía yo, sin peligro inmediato, consagrarme a las misiones lejanas, y entre tanto, me aconsejaron que dedicándome a trabajos menos fatigosos, como los de la cura de almas en un pueblo pequeño y en un clima frío, procurase conjurar el riesgo de una muerte próxima.
Por eso mi nuevo prelado secular me envió a esta aldea, donde he procurado trabajar cuanto me ha sido posible, consolándome de no realizar aún mis proyectos, con la idea de que en estas montañas también soy misionero, pues sus habitantes vivían, antes de que yo viniese, en un estado muy semejante a la idolatría y a la barbarie. Yo soy aquí cura y maestro de escuela, y médico y consejero municipal. Dedicadas estas pobres gentes a la agricultura y a la ganadería, sólo conocían los principios que una rutina ignorante les había transmitido, y que no era bastante para sacarlos de la indigencia en que necesariamente debían vivir, porque el terreno por su clima es ingrato, y por su situación, lejos de los grandes mercados, no les produce lo que era de desear. Yo les he dado nuevas ideas, que se han puesto en práctica con gran provecho, y el pueblo va saliendo poco a poco de su antigua postración. Las costumbres, ya de suyo inocentes, se han mejorado: hemos fundado escuelas, que no había, para niños y para adultos; se ha introducido el cultivo de algunas artes mecánicas, y puedo asegurar a usted, que si la guerra que ha asolado a toda la comarca, y que aún la amenaza por algún tiempo, si el cielo se apiada de nosotros, mi humilde pueblecito llegará a disfrutar de un bienestar que antes se creía imposible.
En cuanto a mi, señor, vivo feliz cuanto puede serIo un hombre en medio de gentes que me aman como a un hermano; me creo muy recompensado de mis pobres trabajos con cariño, y tengo la conciencia de no serles gravoso, porque vivo de mi trabajo, no como cura, sino como cultivador y artesano; tengo poquísimas necesidades y Dios provee a ellas con lo que me producen mis afanes. Sin embargo, sería ingrato si no reconociese el favor que me hacen mis feligreses en auxiliar mi pobreza con donativos de semillas y de otros efectos que, sin embargo, procuro que ni sean frecuentes ni costosos, para no causarles con ellos un gravamen que justamente he querido evitar, suprimiendo las obvenciones parroquiales usadas generalmente.
-¿De manera, señor cura -le pregunté- que usted no recibe dinero por bautizos, casamientos, misas y entierros?
-No, señor; no recibo nada, como va usted a saberlo de boca de mis propios habitantes. Yo tengo mis ideas, que ciertamente no son las generales, pero que practico religiosamente. Yo tengo para mí que hay algo de simonía en estas exigencias pecunarias, y si conozco que un sacerdote que se consagra a la cura de almas debe vivir de algo, considero también que puede vivir sin exigir nada, y contentándose con esperar que la generosidad de los fieles venga en auxilio de sus necesidades. Así creo que lo quiso Jesucristo, y así vivió él. ¿Por qué, pues, sus apóstoles no habían de contentarse con imitar a su Maestro, dándose por muy felices de poder decir que son tan ricos como él?
Y no pude contenerme al oír esto; y deteniendo mi caballo, quitándome el sombrero, y no ocultando mi emoción, que llegaba hasta las lágrimas, alargué una mano al buen cura y le dije:
-Venga esa mano, señor; usted no es un fraile, sino un apóstol de Jesús ... Me ha ensanchado usted el corazón; me ha hecho usted llorar. No creía yo que existiera un sólo sacerdote así en México; jamás he oído hablar a un hombre de sotana o de hábito, como usted acaba de hacerlo. Señor, le diré a usted francamente y con mi rudeza militar y republicana: yo he detestado desde mi juventud a los frailes y a los clérigos; les he hecho la guerra; la estoy haciendo todavía en favor de la Reforma, porque he creído que eran una peste; pero si todos ellos fuesen como usted, señor ¿quién sería el insensato que se atreviese, no digo a esgrimir una espada contra ellos, pero ni aun a dejar de adorarlos? Oh, señor, yo soy lo que el clero llama un hereje, un impío, un sansculotte; pero yo aquí digo a usted, en presencia de Dios, que respeto las verdaderas virtudes cristianas, como jamás las ha respetado fanático o sayón reaccionario alguno. Así, venero la religión de Jesucristo como usted la practica, es decir, como Él la enseñó, y no como la practican en todas partes. ¡Bendita Navidad ésta que me reservaba la mayor dicha de mi vida, y es el haber encontrado a un discípulo del sublime Misionero, cuya venida al mundo se celebra hoy! Y yo venía triste, recordando las Navidades pasadas en mi infancia y en mi juventud, y sintiéndome desgraciado por verme en estas montañas solo con mis recuerdos. ¿Qué valen aquellas fiestas de mi niñez, sólo gratas por la alegría tradicional y la presencia de la familia? ¿Qué valen los profanos regocijos de la gran ciudad, que no dejan en el espíritu sino una pasajera impresión de placer? ¿Qué vale todo eso en comparación de la inmensa dicha de encontrar la virtud cristiana, la buena, la santa, la modesta, la práctica, la fecunda en beneficios? Señor cura, permítame usted apearme y darle un abrazo y protestarle que amo al cristianismo cuando lo encuentro tan puro como en los primeros y hermosísimos días del Evangelio.
El cura se bajó también de su pobre caballejo, y me abrazó llorando y sorprendido de mi arranque de sincera franqueza. No podía hablar por su emoción y apenas pudo murmurar, al estrecharme contra su corazón:
-Pero, señor capitán ... yo no merezco ... yo creo que cumplo ... Esto es muy natural; yo no soy nada ... ¡qué he de ser yo! ¡Jesucristo! ¡Dios! ¡EI pueblo!
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