Pero los chicos, luego que vieron al cura, vinieron a saludarlo alegremente, y después corrIeron al centro del pueblecIllo, grItando:
-¡EI hermano cura! ¡El hermano cura!
-¡EI hermano cura! -repetí yo con extraneza- ¡qué raro! ¿Es así como Ilamán aquí a su párroco?
-No, señor -me respondió el sacerdote- antes le llamaban aquí, como en todas partes, el señor cura; esto me da mayor placer.
-Es usted completo. ¡Y yo que he venido llamando a usted señor cura!
-¡Pues bien: está usted perdonado con tal de que siga llamándome su amigo nada más.
Yo apreté la mano de aquel hombre honrado y humilde, y me aparté un poco para dejar a la gente que había acudido a su encuentro, saludarlo a todo su sabor. De paso noté que esta gente no mostraba en su respeto hacia el cura esa bajeza servil que una costumbre idólatra ha establecido en casi todos los pueblos. Los ancianos le abrazaban (pues se había bajado del caballo) con ternura paternal, y él era quien saludaba con veneración; los hombres le hablaban como a un hermano, y los chicos como un maestro. En todos se notaba una afectuosa y sincera familiaridad.
Al llegar a su casita, que estaba como es costumbre, junto a la pequeña iglesia parroquial, y en la que podía llamarse placita, el cura, enseñándome una bella casa grande, la más bella, quizá, del pueblo me dijo:
-¡Ahí tiene usted nuestra escuela!
Y como yo me mostrara un poco admirado de verla tan bonita y aseada, revelando luego que era el edificio predilecto de los vecinos, observé en éstos, al felicitarlos, un sentimiento de justísimo orgullo. El más viejo de los que estaban cerca, me dijo:
-Señor: es él quien merece la enhorabuena; por él la tenemos, y por él saben leer nuestros hijos. Cuando nosotros la levantamos, aconsejados por él, y la concluimos, al verla, tan nueva y tan linda le propusimos que se fuera a vivir a ella, porque le debemos muchos beneficios, y que nos dejara el curato para la escuela; pero se enfadó con nosostros y nos preguntó que si él valía acaso más que los niños del pueblo, y que si necesitaba tantas piezas él solo. Nos avergonzamos y conocimos nuestro disparate. Es muy bueno el hermano cura ¿no le parece a usted?
-Yo fui a abrazar al cura en silencio y más conmovido que nunca.
Entramos, por fin, en la casa del curato, que era pequeña y modesta; pero muy aseada y embellecida con un jardincillo, provista de una cuadra y de un corral. La gente se detuvo a la puerta. Dentro aguardaban al cura, el alcalde con algunos ancianos y algunas mujeres de edad. El cura se quitó el sombrero delante del alcalde, dando así un ejemplo del constante respeto que debe tenerse a la autoridad emanada del pueblo; saludó cariñosamente a las viejas vecinas, y entró conmigo y los hombres a su saloncito, que no era más grande que un cuarto común. Pero antes de entrar, una de las viejas, robusta y venerable vecina, que revelaba en su semblante bondadoso una grande pena, detuvo al cura y le preguntó en voz baja:
-Hermano cura ¿lo ha visto usted por fin? ¿Está más aliviado? ¿Vendrá esta noche?
-¡Ah! sí, Gertrudis -respondió el cura- se me olvidaba ... Lo ví, hablé con él, está triste, muy triste; pero vendrá; me lo ha prometido.
-Pues voy a avisárselo a Carmen para que se alegre -replicó la anciana-. ¡Si viera usted como ha llorado, hermano cura, temiendo que no viniera! ¡Pobre muchacha!
-Que no tenga cuidado, Gertrudis; que no tenga cuidado.
-Aquí hay algo de amor, amigo mío -me atreví a decir al cura.
-Sí -me dijo este con aire tranquilo- ya lo sabrá usted esta noche; es una pequeña novela de aldea; un idilio inocente como una flor de la montaña; pero en que se mezcla el sufrimlento que esta atormentando dos corazones. Usted me ayudará a llevar a buen término el desenlace de esa historia esta misma noche.
-¡Oh! con mucho gusto; nada podría halagar tanto mi corazón. También yo he amado y he sufrido -dije acordándome súbitamente de lo que había olvidado durante tantas horas merced a los recuerdos de Navidad y a la conversación del cura-. ¡Yo también llevo en el alma un mundo de recuerdos y de penas! ¡Yo también he amado! -repetí.
-Es natural ... -dijo también suspirando el cura, e inclinado con melancolía su frente pensadora, surcada por arrugas precoces.
Aquello me puso silencioso, y así tomé asiento frente a un buen fuego que ardía en la humilde chimenea del saloncito.
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