Silvestre Revueltas, todos lo recuerdan, era físicamente, de la misma estirpe de Balzac y Dumas. (En lo espiritual era otra cosa; nada menos ciclópeo que su delicada, penetrante, aguda música, dardo o estilete.) Se parecía mucho al segundo y tenía del primero la mirada tierna, el ademán poderoso, la generosa corpulencia y la íntma finura que dicen tuvo Balzac. Con ese cuerpo, con esa noble cabeza y ese rostro asombrado de dios, Neptuno de la música, se erguía frente a la orquesta, frente al mar de los sonidos como un humano monumento devastado por todas las olas, padre de las olas y vencedor de ellas; luchando contra invisibles elementos, desataba las oscuras e infernales potencias de la música, que duermen en el silencio, y las sometía a su poder, llevándolas a un silencio más alto y tenso del que salieron. Muchos, al dirigir la orquesta, parecen magos; otros, simples prestidigitadores. Silvestre no era un mago ni tampoco un embaucador. El espectáculo que involuntariamente ofrecía era mucho mas patético que las maravillas de la magia y las sorpresas de la habilidad. Silvestre sacaba de sím mismo, de su entraña, cada nota, cada sonido, cada acorde. Los extraía de su corazón, de su vientre, de su cabeza, de un bolsillo insondable de sus pantalones -como ese objeto mágico que siempre llevamos con nosotros, único confidente de nuestro tacto angustiado, oscuro resumen de las mil muertes y nacimientos de cada día. O brotaban de sus ojos, de sus manos, del aire eléctrico que creaba en torno suyo. Silvestre era, al mismo tiempo, la cantera, la estatua y el escultor.
A pesar de su corpulencia y de su espíritu vasto y generoso, no ha creado una música de grandes proporciones. Había una íntima contradicción en su ser. Su música, irónica, burlona, esbelta -flecha y corazón al mismo tiempo-, era un prodigioso y delgado instrumento para herir. Un arma y una entraña simultáneamente. Silvestre no se defendía de la música, como no se defendía de la vida. Aguzaba la punta de su música como el sacerdote aguza la hoja del cuchillo, porque él era el sacrificador y la víctima. Había econtrado el punto misterioso en que el arte y la vida se tocan y se comunican, el nervio tenso de la creación.
Era tierno en ocasiones: en otras, áspero y reconcentrado. A pesar de su leyenda, Silvestre no amaba el desorden ni la bohemia; era, por el contrario, un espíritu ordenado. A veces, exageradamente ordenado. Puntual exacto, devorado casi por ese afán de exactitud, se presentaba siempre con anticipación a las citas y se apresuraba a cumplir con las comisiones o encargos que le daban. Esa preocupación por el orden era un recurso de su timidez y una defensa de su soledad. Porque era tímido, silencioso y burlón. Amaba la poesía y a los poetas y su gusto era siempre el mejor. No tenía placer en las compañías ruidosas; era un solitario y un hosco defensor de su soledad. Después de aquellas temporadas en orden absoluto y exasperante, de ensimismada concentración, se desbordaba en un ansia de comunión, de amor. Entonces su humor negro se convertía en blanco, como la negra ola al besar la playa. Humor blanco, espuma de la vida. Y el silencio reconcentrado se volvía un mágico surtidor de imágenes. Temporadas de locura, de alegría, de infierno. Silvestre, como casi todos los hombres verdaderos, era un campo de batalla. Jamás se hizo traición y jamás traicionó la verdad contradictoria, dramática de su ser. En Silvestre vivían muchos interlocutores, muchas pasiones, muchas capacidades, debildiades y finuras. "Sólo quien de una manera simple considera a los sentimientos puede afirmar que hay sentimientos simples." Esta riqueza de posibilidades, de adivinaciones y de impulsos es lo que da a su obra ese aire de primer acorde, de centella escapada de un mundo en formación. Su obra es el presentimiento de una gran obra. Quizá no pudo expresarse del todo, quizá la presión interior era excesiva. No era fácil ordenar elementos tan ricos y dispares. Mas en esa obra dispersa hay un cierto tono inconfundible y único. Un elemento la rige: no la alegría, como creen algunos, ni la satira o la ironía, como piensan los más, sino la piedad. La alegre piedad frente a los hombres, los animales y las cosas. Por la piedad la obra de este hombre, tan desnudo, tan indefenso, tan herido por el cielo y los hombres, se sobrepasa y alcanza una significación espiritual.
El nombre de SR resuena dentro de mí como un gran cohete de luz, como una aguda flecha que se dispersara en plumas y sonidos, en luces, en colores, en pájaros, en humom pálido, al chocar contra el desnudo corazón del cielo. Era como el sabor del pueblo, cuando el pueblo es pueblo y no multitud. Era como una feria de pueblo: la iglesia, asaetada por los fuegos de artificio, plateada por la cascada de aguas resplandecientes, fortaleza inocente y cándida, humeante ruina que gime en los sonidos, en los ayes de la cohetería agónica; el mágico jardín, con su fuente y su kiosko con la música heroica, desentonada y agria; y los cacahuates,e n pirámides, junto a las naranjas, las jícamas terrestres y jugosas y las cañas de azúcar, con sabor a estrella líquida y tierra inocente, plantadas militarmente, como fusiles o lanzas, en las orilals de las calles. Y era como el silencio de una oscura y desierta calle, en un barrio de la ciudad, poblada de pronto por gritos angustiosos. Y como el rumor de una vecindad y la gracia de la ropa puesta a secar, bajo el cielo altísimo y las nubes que giran, lentamente. Y era también como el silencio, que calla ante nuestras preguntas y nos vela su destino.
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