miércoles, 8 de diciembre de 2010

Victor Hugo-Los miserables (Msr. Myriel-2).

...Este era, si se recuerda, el efecto que había causado Napoleón. Al pronto y para el que le veía por primera vez, no era mas que un buen hombre, en efecto. Pero si se pasaban algunas horas a su lado, y apoco que se le viera pensativo, el buen hombre se transfiguraba poco a poco, y tomaba no sé qué de imponente: su frente espaciosa, serena y agusta por los blancos cabellos que la rodeaban, cobraba mayor majestad que la meditación: de aquella bondad se desprendía la majestad, pero sin que la bondad dejase de irradiar: experimentábase algo parecido a la emoción que causaría el ver a un ángel sonriéndose, era un respeto inexplicable; penetraba solo por grados y subía hasta el corazón de todo el que se acercaba, comprendiendo que tenía delante de sí una de esas almas fuertes, probadas e indulgentes, en las que cuales por lo grande que es el pensamiento, sólo puede ya ser suave.

Como se ha visto, la oración, la celebración de los oficios religiosos, la limosna, el consuelo de los afligidos, el cultivo de un pedazo de tierra, la fraternidad, la frugalidad, la hospitalidad, el desprendimiento, la confianza, el estudio, el trabajo, llenaban todos y cada uno de los días de su vida. Llenar,e s justamente la palabra adecuada para esta idea; y ciertamente que cada uno de los días del buen obispo estaba lleno hasta de los bordes de buenos pensamientos, de buenas palabras y de buenas acciones. Sin embargo, no era completo, si el tiempo frío o lluvioso le impedían pasear de noche, luego que las dos mujeres se había retirado, una o dos horas en su jardín antes de dormirse.

Parecía que era para él como una especie de rito prepararse al sueño por la meditación, en presencia de los grandes espectáculos que ofrece el cielo por la noche. Algunas cveces a hora bastante avanzada de ésta, si las dos mujeres no dormían, le oían pasear lentamente por las calles del jardín. Hallábase allí sólo consigo mismo; recogido, apacible, adorando, comparando la serenidad de su corazón con la serenidad del éter, conmovido en las tinieblas por los resplandores visibles de las constelaciones, y por los invisibles resplandores de Dios, abriendo su alma a los pensamientos que brotan de los desconocido.

En aquellos momentos, cuando a la hora en que las flores nocturnas ofrecen su perfume, ofrecía su corazón, ardiendo como una lámpara en el centro de la noche estrellada, esparciéndose en éxtasis en medio de la irradiación universal de la creación, ni el mismo hubiera podido decir lo que pasaba en su espíritu. Sentía algo que se lanzaba fuera de él y algo también que descendía sobre él. Misteriosas relaciones entre los abismos del alma y los abismos del universo.

Pensaba en la grandeza y en la presencia de Dios; en la eternidad futura, extraño misterio; en la eternidad pasada, misterio más extraño todavía.; en todos los infinitos que se hundían ante sus hojos en todos sentidos y sin tratar de comprender lo incomprensible, lo miraba. No estudiaba a Dios; se deslumbraba contemplándole en sus obras. Consideraba aquellos magníficos enlaces de átomos que dan aspecto a la materia; que revelan las fuerzas, evidenciándolas; que crean los individuos en la unidad, las proporciones en la extensión, lo innumerable en lo infinito, y que por luz produce la belleza. Estos enlaces se forman y deshacen sin cesar

Sentábase en un banco de madera pegado a una parra decrépita; y miraba los astros al través de los brazos descarnados y raquíticos de sus árboles frutales. Aquel pedazo de tierra tan pobremente plantado, tan lleno de cobertizos y casuchas, le bastaba, y sentía cariño hacia él.

¿Qué más necesitaba aquel anciano, que repartía los ocios de su vida, donde tan poco lugar había de estar ocioso, entre cuidar su jardín de día, y la contemplación de la noche? Aquel estrecho cercado que tenía por bóveda los cielos, ¿No era bastante para poder adorar a Dios, ya en sus obras más hermosas, ya ne las más sublimes? ¿Qué más podía desear? Un pequeño jardín para pasearse, y la inmensidad para meditar. A sus pies lo que podía cultivar y recoger; sobre su cabeza lo que se puede estudiar y meditar: algunas flores sobre la tierra y todas las estrellas del cielo.

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