martes, 14 de diciembre de 2010

Pedro Castera-Carmen (1).

Salvemos rápidamente el tiempo.

...Para mí creía terminada su educación; pero mi madre me esmeraba en ella cada vez más, y cada cierto tiempo me explicaba lo que nuevamente había estudiado y con notable facilidad había aprendido.

Doce años de mi vida y de experiencia había modificado mucho mis constumbres y mis gustos. Me retiraba temprano a casa, generalmente a las 8 de la noche, le tomaba una de sus aristocráticas manecitas, y la llevaba al piano para que me tocara algunas piezas, las que ejecutaba con una maestría, y sobre todo, con un sentimiento y una dulzura inimitables. Bajo sus afilados dedos, las teclas arrancaban sollozos al piano, sus ojos brillaban, y, sin embargo, su carita aún infantil y severa, parecía reflejar las tempestades de la pasión que había inspirado aquella música.

Una o dos horas después suspendía su estudio, me besaba en la frente y se retiraba con mi madre a su habitación.

Cada día desarrollábase el cariño que me inspiraba, y cada día también, ella multiplicaba sus manifestaciones de ternura para conmigo. A veces, en aquellos momentos, sorprendía yo en mi madre una mirada de severidad, que nunca pude por entonces explicarme.

Tenía yo 35 años. La virilidad, la energía y la fuerza se desbordaban en mi ser. Atravesaba esa época deliciosa de la vida, en la cual el hombre se siente hombre, pero en toda su plenitud. Ya no se cometen las locuras de un joven, pero aún existe basntante fuego para incendiar la razón y cometerlas. Ya no se toma el deseo al caso, se elige, se cultiva, se desarrolla con arte y, por último, se satisface. Ya las pasiones se reflexionan, se discuten, se meditan, y pesar de eso, se sienten con mayor intensidad. Y son entonces para el alma como verdaderas tempestades.

Pasaba yo los días como no había pasado ningunos en mi juventud, los ensueños se sucedían a los ensueños y los delirios a los delirios. La savia de la vida agitada por la pasión, aceleraba la corriente de sangre dentro de mis venas, y mis pulsos latían con la violencia que laten en la fiebre. Tal parecía que la fuerza del espíritu se me había centuplicado con aquel amor.

Una mañana en la que el sol doraba las crestas espumosas de las olas, apareció ante mis ojos la paloma de América, rasgando como el ala blanca de una gaviota aquel azul turquí, que sólo tiene nuestro luminoso cielo americano.

En la noche siguiente a la de aquel día llegaba yo a México, pero a una hora en la que era imposible trasladarme a Tacubaya, porque la ciudad de los palacios había cerrado sus puertas.

Por más impaciente que estuviese érame preciso esperar y esperé, durmiendo algunas horas para que el reposo destruyese la fatiga causada por el viaje.

Comenzaban a palidecer las estrellas ante la luz del alba, cuando salí del hotel en que me alojara aquella noche, y no habiendo aún comenzado el servicio de los trenes, anduve rápidamente, a pie, la legua que me separaba de la casa en la que vivían los dos únicos e inolvidables amores de la vida.

...Era aquella una fresca y risueña mañana primaveral, y los primeros rayos del sol, atravesando por entre las copas de los árboles, venían a iluminar alegremente el incendio figurado por la multitud de rosas que había en el jardín. El aroma que se escapaba de aquellos cálices, mezclado con el de los jazmines, los heliótropos y las madreselvas, venía a producir algo que bien pudiera llamarse la embriaguez del perfume. Los trinos de las aves, los besos de los nidos, los murmullos de los tallos que se mueven, el roce de las hojas que se agitan, y todos esos rumores sin número y sin nombre que se levantan de la tierra para saludar al día, llenaban aquel ambiente perfumado y luminoso, con esas estrofas que sólo canta la naturaleza, y que los genio aun no han podido ni podrán nunca expresar.

Luz y alegría, flores y perfumes, aves y cantos, eso era lo que llenaba todo el jardín.

No se necesitaba más para un poema.

Al dar vuelta a una de las callecitas, cubiertas por la sombra de los árboles y formadas por vallados de rosales, que estaban todos en flor, vi a Carmen que marchaba lentamente, por la misma calle, llevándome algunas varas de distancia. Sobre la arena húmeda y suelta, que formaba el piso, quedaban perfectamente marcadas las huellas de sus piececitos, que por su pequeñez aun podía juzgarse que fueran los de una niña.

Iba vestida con una bata de muselina, que a pesar de su amplitud revelaba la riqueza y la morbidez de sus formas. Su cabellera rubia, que brillaba como el oro virgen, por los besos que en ella daba el sol, caía sobre la parte anterior de su cuerpo cubriéndola toda y formando una abundandte y sedosa cascada de rizos, entre los cuales brillaban algunas gotas de agua, como si fuesen diamantes. Su estatura era más bien mediana que alta. Su aire distinguido. Su andar elegante. Hubiérase dicho que ondulaba copiando los movimientos de los rosales. Era la gracia mezclada a la gallardía que iba como deslizándose por en medio de las flores. Yo la creí una venus vestida de espuma que brotaba de un oceáno de rosas.

Al ruido que producían mis pasos volvió la cabeza, y al verme, lanzando un grito de júbilo, se precipitó a mi encuentro.

Sus brazos estrecharon con fuerza mi cuello, su frente se apoyó sobre mi pecho, y durante un minuto, que yo hubiera querido hacer eterno, percibióse con toda claridad el sonido de nuestros dos corazones, que latían con violencia. No podría nunca explicar lo que en aquel momento sentí.

Levantó la frente, sus ojos clavaron en los míos una mirada intensa, profunda, ardorosísima y su pecho agitóse convulsivamente por los sollozos; después brotaron las lágrimas, desilzándose por sus mejillas que estaban pálidas y tan blancas como un pétalo de azahar.

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