martes, 14 de diciembre de 2010

Pedro Castera-Carmen (5).

...Penetraban por las ventanas abiertas ráfagas de aire caliente y perfumado, las dulces armonías de las aves y los indefinibles murmullos de la naturaleza. El sol descendía lentamente y las abejas zumbaban, libando la miel de las madreselvas entre las flores, marchitas por el calor. Las mariposas revoloteaban entre las flores, y las golondrinas y los gorriones entre los fresnos. Adivinábanse los besos de los nidos. La savia ascendente hacía crujir los tallos. La primavera lo fecundaba todo, haciendo circular por la atmósfera corrientes de vida y de electricidad, que nos producían una deliciosa languidez y un desfallecimiento impregnado de voluptuosidades. La madre naturaleza hablaba de amor.

Toda esa tarde tuvimos una de esas dulces pláticas de familia, en las que el espíritu parece rejuvenecerse, porque con la memoria recorre su pasado....Los tres nos sentíamos felices y así lo manifestábamos. Entre los seres que se aman, basta en esas horas tranquilas la presencia para la felicidad.

Sin embargo, esa noche tampoco pude dormir. La inquietud producida por la enfermedad de Carmen, alejó de mis ojos el sueño hasta la madrugada en que dormí algunas horas.

...Yo rehusaba salir de casa, y tanto mi madre como Carmen apoyaban aquel aislamiento y aquella concentración en la vida del hogar. ¿Para qué necesitaba yo salir? ¿Por qué alejarme de aquellos 2 corazones que formaban el mío? ¿A dónde iría yo que fuese más feliz?

...A veces, en las noches, nos olvidàbamos de volver hasta las 8, y la Eterna Inmanencia extendìa sobre nuestras cabezas su manto bordado de soles.

Entonces contemplábamos el cielo y a la par nuestras almas.

Atónitos, abortos, conmovidos hasta lo más ìntimo, nos tomàbamos de las manos, y sus ojos, al mirarme, parecìan iluminar las sombras estremecidas que nos rodeaban. Nuestros corazones palpitaban unísonos, ardientes, fulgorosos, como 2 lámparas encendidas enmedio de aquellas silenciosas serenidades. Ofrecíamos a Dios nuestros pensamientos, y nuestro amor transformábase en plegaria, estableciéndose así la comunión divina. Toda la inmensidad del cielo descendía a nuestras almas o éstas se dilataban abarcando sus esplendores. Contemplábamos la mecánica infinita, el centelleo lejano y la iluminación universal, y estremecidos, extáticos, anhelantes, parecíamos inclinarnos sobre aquella eternidad con el vértigo de la ascención en nuestras almas y como sintiéndonos levantar por el santísimo, por el supremo, por el indefinible hálito de Dios.

Solos allí, en su presencia, arrodillándose interiormente, apacibles, risueños, dichosos, adroábamos todo delante de nosotros...desde las luciérnagas que brillaban entre la hierba, hasta los torbellinos de estrellas que en forma de nebulosas cruzaban por el azul intenso del zenit.

¡Quién sabe qué me decía! ¡Qué palabras robaba al lenguaje de los ángeles y qué música al ritmo de los mundos! Hablaba, y yo absorbía con ansia sus frases, aprendidas por ella cuando su alma se cernía aún entre los misterios de las estrellas. ¡Cuánta inocencia en aquel idioma! ¡Qué dulzura en sus imágenes y qué expresión en su poético hablar! Era la sublime inspirada, creando mundos de ideas y de sentimientos....con sólo dejar latir y expresarse el corazón.

...Aquel murmullo indistinto, vago, inmenso y elocuente...despertaba en mí no sé qué emoción más profunda, que me obligaba a estrecharla fuertemente contra mi pecho...

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