martes, 14 de diciembre de 2010

Pedro Castera-Carmen (3).

...Las manos de Carmen..¡No las manos no! El corazón de Carmen ejecutó en el piano el aria del delirio de Lucía.
Donizetti, al oírla, debe de haberse estremecido en la tumba.

Al concluir, sus manos, más blancas que el marfil que tocaban, continuaron vagando sobre el teclado, arrancando al piano melodías dulcísimas, sindos que parecían sollozos, notas que imitaban quejas. Era su alma la que hablaba. Su corazón y sus pensamientos, traducidos en música, que yo temblando de gozo recogía en mis oídos embelesados. Sus ojos brillaban de inspiración, y al fijarse en mí se humedecían de ternura. Yo no podía apartar los míos de aquel rostro conmovido, ruboroso y brillante, que ya no era el de una mujer, porque se había transfigurado en el de una diosa. Musa divina que me comunicaba su inspiración, astro del cual bebía yo la luz, ángel que me obligaba a creer en nuevos y espléndidos horizontes de amor.

Tocaba al acaso, creando. Improvisaba, y en esa improvisaciones reflejábase lo que sentía, sus ojos apenas se fijaban en las teclas, porque su mirada brillante y húmeda, buscaba la mía, que ardiente y fija sobre ella, la devoraba sin cesar con el anhelo inmenso de la pasión.

Hubo un instante en el cual pensé , que si ella continuaba tocando, no podría contenerme, y tomándole con fuerza una de sus manos, le dije:

-¡Basta! ¡Tocas con tanta expresión, que me hace daño oirte!

-¡Es verdad! -exclamó mi madre, la cual se limpiaba con su pañuelo las lágrimas-, esa música parece el eco de un amor imposible y desesperado.

En los ojos de Carmen brilló una mirada de triunfo. Lo que ella había querido expresar, lo había expresado. Su mano oprimió la mía al oír aquella frase de mi madre, y después, sonriendo fue a besarle la frente y se sentó a su lado.

...Me detuve y ella se me acercó sonriendo, ruborosa, trémula, y tomando mi cabeza con sus manos que temblaban mucho, depositó sobre mi frente un beso...

Aquel beso...¡No! ¡no! ¡Yo no quiero, ni puedo describirlo! Siento celos al pensar que alguien pudiera comprenderlo.

¡Después de aquella caricia, nada me quedaba ya por gozar en la vida!

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