jueves, 23 de diciembre de 2010

Ignacio Manuel Altamirano-Navidad en las montañas. (10).

-Pero he ahí las once y media -dijo el cura al oír el alegre repique que anunciaba la misa de gallo. Si usted gusta, nos dirigiremos a la iglesia, que no tardará en llenarse de gente.

Así lo hicimos; el cura se separó de mí para ir a la sacristía a ponerse sus vestidos sacerdotales. Yo penetré en la pequeña nave por la puerta principal, y me acomodé en un rincón, desde donde pude examinarlo todo. El templo, en efecto, era pequeño, como me lo había anunciado el cura era una verdadera capilla rústica, pero me agradó sobremanera. El techo era de paja; pero las delgadas vigas que lo sostenían, colocadas simétricamente, y el tejido de blancos juncos que adhería a ella la paja, estaba hecho con tal maestría por loS montañeses que presentaba un aspecto verdaderamente artístico. Las paredes eran blancas y lisas, y en las laterales, además de dos puertas de entrada, había una hilera de grandes ventanas, todo lo cual proporcionaba la necesaria ventilación. Yo me sorprendí mucho de no encontrar en esta iglesia de pueblo lo que había visto en todas las demás de su especie, y aun en las de las ciudades populosas y cultas, a saber, esa aglomeración de altares de malísimo gusto, sobrecargados de ídolos, casi siempre deformes, que una piedad ignorante adora con el nombre de santos y cuyo culto no es, en verdad, el menor de los obstáculos para la práctica del verdadero cristianismo.

En casi todos los pueblos que había yo recorrido hasta entonces, había tenido el disgusto de encontrar de tal manera arraigada esta idolatría, que había acabado por desalentarme, pensando que la religión de Jesús no era más que la cubierta falaz de este culto, cuyo mantenimiento consume los mejores productos del trabajo de las clases pobres, que impide la llegada de la civilización y que requiere todos los esfuerzos de un gobierno ilustrado, para ser destruido prontamente. La Reforma, me decía yo, debe comenzar también por aquí, y los hombres pensadores que la proclaman y defienden no deben descansar hasta no aplicarla a un objeto tan interesante, porque creer que las teorías se desarrollarán solas en un pueblo que tiene costumbres inveteradas, es no conocer el espíritu humano y no comprender la historia. Se ha promulgado ya la ley de Libertad de cultos, es verdad, y desde luego se autoriza con ella la adoración de tales santos; pero si el legislador descendiera hasta examinar atentamente lo que pasa en los pueblos con motivo de este culto idólatra, vería que la simple sanción de la libertad de conciencia no basta para desterrar los abusos, para ilustrar a las masas y para hacer realizable la idea filosófica de los hombres modernos, que es la de fundar, si es posible, sobre los principios religiosos libres, el edificio de la prosperidad pública.

Se necesita, pues, en México, una disposición esencialmente práctica, que sin estar en pugna con la libertad religiosa otorgada por la ley, facilite, al contrario, su ejecución, depure las costumbres paganas creadas por el fanatismo, unas veces, y otras por la necesidad de complacer a los pueblos idólatras recién conquistados; y, por último, que favorezca y garantice la libertad de todos en la profesión de la fe religiosa.

De otro modo, la libertad de conciencia podrá ponerse en práctica en los grandes centros populosos y cultos; pero difícilmente, casi nunca, en las pequeñas poblaciones poco civilizadas que constituyen el mayor número de nuestro país. Y me decía yo esto, porque había visto en centenares de pueblos pequeños y, particularmente en los de indígenas, establecido este culto, que malamente se llama cristiano, de una manera que causaría profundo dolor al mismo Fundador del cristianismo.

Pueblos hay en los que las doctrinas evangélicas son absolutamente desconocidas, porque allí no se adora más que a san Nicolás, san Antonio, san Pedro o san Bartolomé, y estos santos eclipsan con su divinidad aun a la misma personalidad de Jesús. El dogma de esos pueblos infelices consiste en la narración fabulosa de los milagros de su ídolo; milagros que, por supuesto, creen obrados por el ídolo mismo, sin intervención de divinidades superiores. Y por eso, nada es más común que ver esas larguísimas caravanas de peregrinos indígenas que, con todo y familía, se dirigen a pueblos lejanos, abandonando los trabajos agrícolas en busca del santo famoso a quien van a dejar el producto de sus miserables trabajos de un año.

Abolir estas prácticas; fundar la religión sobre principios más sanos y más útiles, es obra de la instrucción popular; pero, ay, esta obra tiene que ser muy lenta si el Estado ha de realizarla sólo por medio de esos apóstoles, no siempre ilustrados, que se llaman maestros de escuela; porque éstos, muchas veces, por no pugnar con el espíritu del pueblo que los sostiene y con los intereses de los curas, se plegan a las costumbres viciosas y son, por desgracia, sus eficaces propagadores en la niñez, que será mañana el pueblo heredero de las tradiciones.

Pero en la iglesia de aquel pueblecillo afortunado, y en presencia de aquel cura virtuoso y esclarecido, comprendí de súbito que lo que yo había creído difícil, largo y peligroso, no era sino fácil, breve y seguro, siempre que un clero ilustrado y que comprendiese los verdaderos intereses cristianos, viniese en ayuda del gobernante.

He ahí a un sacerdote que había realizado en tres años lo que la autoridad civil sola no podrá realizar en medio siglo pacíficamente. Allí no hay santos; alli no veia yo más que una casa de oración, y no un templo de idólatras, alli, el espiritu, inspirado por la piedad, podia elevarse sin distracciones, sin encomendarse a medianeros horrorosos, hacia el creador para darle gracias y tributarle un homenaje de adoración.

En efecto, la pequeña iglesia no contenia más altares que el que estaba en el fondo, y que se hallaba a la sazón adornado como un Belén; concesión que tal vez habia hecho el cura a la tierna imaginación de sus feligreses, aún no enteramente libre de sus antiguas aficiones.

Las paredes, por todas partes, estaban lisas, y, entonces, los vecinos las habian decorado profusamente con grandes ramas de pino y de encina, con guirnaldas de flores y con bellas cortinas de heno, salpicadas de escarcha.

Noté, además, que, contra el uso común de las iglesias mexicanas, en ésta habia bancas para los asistentes, bancas que entonces se habian duplicado para que cupiese toda la concurrencia, de modo que ninguno de los fieles se veia obligado a sentarse en el suelo sobre el frio pavimento de ladrillo. Un órgano pequeño estaba colocado a la puerta de la entrada de la nave, y pulsado por un vecino, iba a acompañar los coros de los niños y de mancebos que alli se hallaban ya, esperando que comenzara el oficio.

El altar mayor era sencillo y bello. Un poco más elevado que el pavimento; lo dividia de éste un barandal de canteria pintado de blanco. Seguia el altar, en el que ardian cuatro hermosos cirios sobre candeleros de madera, y en el fondo estaba el Nacimiento, es decir, un portalito rústico, con las imágenes bastantes bellas, de san José, de la Virgen y del Niño Jesús, con sus indispensables mula y toro, y pequeños corderos; todo rodeado de piedras llenas de musgo, de ramas de pino, de encina, de parásitas muy vistosas, de heno y de escarcha, que es, como se sabe, el adorno obligado de todo altar de Nochebuena.

Tanto este altar como la iglesia toda estaban bien iluminados con candelabros, repartidos de trecho en trecho, y con dos lámparas rústicas pendientes de la techumbre.

A las doce, y al sonoro repique a vuelo de las campanas, ya los acentos melodiosos del órgano, el oficio comenzó. El cura, revestido con una alba muy bella y una casulla modesta, y acompañado de dos acólitos vestidos de blanco, comenzó la misa. El incienso, que era compuesto de gomas olorosisimas que se recogian en los bosques de tierra caliente, comenzó a envolver con sus nubes el hermoso cuadro del altar; la voz del sacerdote se elevó suave y dulce en medio de concurso, y el órgano comenzó a acompañar las graves y melancólicas notas del canto llano, con su acento sonoro y conmovedor.

Yo no habia asistido a una misa desde mi juventud, y habia perdido, con la costumbre de mi niñez, la unción que inspiran los sentimientos de la infancia, el ejemplo de piedad de los padres y la fe sencilla de los primeros años.

Así es que había desdeñado después asistir a estas funciones, profesando ya otras ideas y no hallando en mi alma la disposición que me hacía amarlas en otro tiempo.

Pero entonces, allí, en presencia de un cuadro que me recordaba toda mi niñez, viendo en el altar a un sacerdote noble y virtuoso, aspirando el perfume de una religión pura y buena, juzgué digno aquel lugar de la Divinidad. El recuerdo de la infancia volvió a mi memoria con su dulcísimo prestigio y con su cortejo de sentimientos inocentes; mi espíritu desplegó sus alas en las regiones místicas de la oración, y oré como cuando era niño.

Parecía que me había rejuvenecido; y es que cuando uno se figura que vuelven aquellos serenos días de la niñez, siente algo que hace revivir las ilusiones perdidas, como sienten nueva vida las flores marchitas al recibir de nuevo el rocío de la mañana.

Como dijo el Tasso:

Tal rabellisce le smarrite foglie

ai mattutine geli arido fiore.

La misa, por lo demás, nada tuvo de particular para mí. Los pastores cantaron nuevos villancicos, alternando con los coros de niños que acompañaba el órgano.

El cura, una vez concluido el oficio, vino a hacer en lengua vulgar, delante del concurso, la narración sencilla del Evangelio sobre el nacimiento de Jesús. Supo acompañarla de algunas reflexiones consoladoras y elocuentes, sirviéndole siempre de tema la fraternidad humana y la caridad, y se alejó del presbiterio, dejando conmovidos a sus oyentes.

El pueblo salió de la iglesia, y un gran número de personas se dirigió a la casa del alcalde. Yo me dirigí también allá con el cura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario