jueves, 2 de diciembre de 2010

Octavio Paz-Carlos Chávez.

En 1920 Carlos Chávez tenía 21 años. Era casi de la misma edad del siglo. Su infancia y su adolescencia fueron las del terrible despertar de nuestra época: la primera guerra mundial, revoluciones, fin de antiguos imperios, nacimientos de nuevos Estados. Su juventud coincidió con ese gran período creador en las artes que, lo mismo en Europa que en México, hoy podemos ver como una suerte de maravillosa respuesta de la imaginación humana a las pérdidas y calamidades de la década anterior. La juventud de Carlos Chávez fue la juventud del arte del siglo XX. Un arte pasional y lúcido , irónico y sonámbulo, irreverente,  enamorado de la geometría y fascinado por las quimeras y los espectros como la época misma, dividido entre dos espejismos  poderosos: el arcaísmo y el futurismo, el tam tam de los primitivos y los prodigios de la era industrial.

El siglo XX nacía en las visiones y las creaciones de sus artistas. México era parte de ese nacimiento universal. Quizá por primera vez en nuestra historia, nuestra situación coincidia, en algunos aspectos, con la de Occidente; vivíamos unas vísperas. Todos los artistas de ese momento sintieron, obscuramente, que asistían a un nacimiento y que sus obras eran un fragmento de ese ser colectivo e imaginario que se llama "arte de una época".

La revolución mexicana había sido una explosión popular, más revelación del inconsciente que construcción ideológica, más revuelta instintiva que crítica y utopía. La revolución había destruido un México, pero nos había hecho entrever otro, desconocido. Un México a un tiempo milenario y recién nacido. Había que hacer, o más exactamente, rehacer la imagen de ese México apenas desenterrado y cuyas facciones todavía no acababan de formarse. Esa fue la tarea a la que se enfrentó la generación de CCH y en la que él fue una de las figuras centrales. Fue una de las generaciones más brillantes en la historia de nuestras artes: el pintor Rufino Tamayo, los poetas José Gorostiza, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, los ensayistas Cuesta y Ramos y otros pocos más.

¿Descubrir a México o inventar a México? Las dos operaciones son una y la misma: la realidad que descubre cada artista es suya y únicamente suya, de modo que es una verdadera invención; a su vez, esa invención corresponde de alguna manera a la realidad real  y, así, es un descubrimiento. La invención de México por CCH: título de un capítulo de la historia de la cultura moderna de nuestro país. Esa invención requería, como previa condición, un descubrimiento. ¿Qué lenguaje podría expresar a México? Realidades nuevas o desconocidas piden lenguajes también nuevos, no usados. El lenguaje para decir al México nuevo, milenario, recién nacido, no podía ser el de la tradición académica sino el nuevo idioma de las artes. El nacionalismo de CCH, pasó por un cosmopolitimso: el del arte europeo. Para decir a México tuvo que consquistar, asimilar y transformar el lenguaje musical del siglo XX, tal como aparecía en las obras de Schönberg, Stravinsky, Satie, Poulenc, Varésse. No sin dificultades y descalabros, lenta pero seguramente, CCH creó su propio lenguaje musical. Un lenguaje muy moderno pero profundamente enraizado en la gran tradición de la música de Occidente y, asimismo, lo bastante sensible y flexible para recoger los ritmos precolombinos y la corriente popular.

La obra de CCH disipa, con brillo y para siempre, ese falso dilema entre nacionalismo y cosmopolitismo que ha provocado tantas polémicas ociosas. Para descubrir a México tuvo primero que descubrir un lenguaje universal: el lenguaje del arte moderno. Entre nacionalismo y cosmopolitismo no hay verdadera oposición: son aspectos complementarios de la misma operación creadora. La obra de CCH es una obra que sólo él, un mexicano del siglo XX, podía haber escrito. México: una circunstancia, una tierra, un pasado; el siglo XX: un horizonte abierto a otras tierras a otros mundos. La operación creadora de Chávez puede verse como la traducción de México a un lenguaje universal o como la traducción del mundo a nuestro lenguaje. Traducción de México y traducción del mundo: dos momentos del mismo proceso que se resuelve en esa obra única que es la música de CCH.

He hablado del artista CCH pero del otro Chávez, el educador, el gran animador del arte, es una figura no menos impresionante. Acción y creación: el artista fue también un organizador y el personaje privado se desdobló en hombre público: al contrario, creyó siempre en la libertad del arte. No puso el arte al servicio de esta o aquella idea: fue un servidor del arte y su política consistió en servirlo. No mencionaré aquí toda su inmensa labor, desde su fundación, en 1928, de la Orquesta Sinfónica de México, su paso inolvidable por Bellas Artes y sus conciertos conferencias en el Colegio Nacional hasta sus últimas actividades, por las que sufrió, bajo la careta de la ideología, los ataques de la mediocridad. Sólo diré que, como educador y animador, su obra fue la de un civilizador. Es comparable, dentro del dominio del arte, a la de Vasconcelos en el campo vasto de la educación y la cultura popular.

La acción de Chávez continuó una tradición mexicana viva desde finales del siglo pasado: la renovada tentativa de los artistas y escritores mexicanos por poner nuestro país al día. De Gutiérrez Nájera a Tablada, de Reyes a los poetas Contemporáneos y de éstos a los de mi generación, los artistas mexicanos han tratado siempre de abrir ventanas para que penetre en nuestro cerrado país un poco de aire de otras tierras y un poco de luz de otros mundos. En este aspecto la acción de Chavez fue admirable. En 1930 yo tenía 15 años y cada semana asistía, con varios amigos, a los conciertos del teatro Hidalgo -la galería costaba casi veinte centavos- para oír a Chávez dirigir la OSM. Así oímos por primera vez a Bach y a Beethoven, a Ravel y Debussy, a Stravinsky y a Schönberg. Aquellos conciertos fueron para nosotros una verdadera iniciación. Chávez nos armó caballeros andantes en el arte.












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