domingo, 5 de diciembre de 2010

Alfonso Junco-Invitación a la lectura.

Suele la gente de letras tomar a punto de honra el darse por enterada y al cabo de la calle de cuanto libro suena. Modesta -aunque inmodesta- puerilidad. Porque quisiera uno leerlo todo. Pero...diluvios de libros han llovido en los siglos precedentes; llueven hoy cada día, literalmente cada día, diluvios de libros. No hay manera. Ni las 24 horas alcanzarían. Es forzoso escoger. Y todo el que escoge, se limita; deja necesariamente una cosa para poder tomar otra. Mas la elección, que es limitación ineludible, es también plenitud si en lo elegido acertamos y en ello nutrimos lo mejor del alma.

Es fuerza elegir. Desde luego, por leguas; por imperio de nuestro ambiente y circunstancia; por asuntos, según la vocación, la necesidad, la profesión, el gusto.

Aun dentro de una zona circunscrita y única -digamos la historia, digamos las letras-, el oceano de libros imposibilita su absorción no ya total, ni siquiera mayoritaria.

¿Habremos de recurrir a la especialización? Con cierta medida. Porque la especialización se subdivide y ramifica sucesivamente hasta lo indefinido.Y eso indefinido se ha definido diciendo que el especialista es un señor que "sabe cada día más de cada día menos". Lo cual puede estar bien, pero con la precisa condición de que la especialidad no nos impida aquel mìnimo de cultura general imprescindible para ejercer nuestra profesión capital e irrenunciable de hombres.

¿Qué hacer? No hay otro camino que elegir por la calidad. Optar, no por la "inmensa mayoría", sino por la "inmensa minoría". Entregarnos a la lectura de los libros esencialesen que está dicho todo, como resolvía en su desengañada madurez Amado Nervo.

Mas, ¿Cómo acertar con tales libros?

Para el pasado, hay el voto de los siglos, el plebiscito de la crítica universal. Y aunque nuestra impresión personal difiera de la generalizada, o se matice -como es justo y necesario- de nuestras peculiares aprehensiones y preferencias, nunca perderemos el tiempo y siempre enriqueceremos el espíritu departiendo con Aristóteles, San Agustín, con Shakespeare o Cervantes, con Goethe o de Maistre. Lo cual no impide, por supuesto, la delicia de hacer nuestras propias excursiones descubridoras y trabar amistad particular con otras almas afines y otros "dioses menores" acaso incógnitos.

Y ¿Para los libros recientes o que ahora mismo salen? Porque nos incumbe enterarnos, vivir nuestro día, desechar el prejuicio de que sólo con pátina de centurias valen las obras, recordar que lo que hoy es venerable y venerado fue ayer novísimo y reñidísimo, saber y sentir que ni el mérito es siervo de la cronología ni el espíritu humano está en finiquito.

Aun para los contemporáneos, el rumor de la crítica, el juicio de los sabidores, puede orientar nuestra curiosidad; y si ella es madrugadora y nos place ejercerla a riesgo propio y mantenerla alerta a lo que surge de mentes amigas o de mentes adversas, siempre será hacedero, sin excesivo despilfarro de tiempo, catar lo indispensable para optar. Pocas páginas bastan para saber si "hay madera": personalidad, irradiación, pensamiento, estilo. Y para resolver si prescindimos, si ojeamos al sesgo, si nos adentramos de verdad.
Hay que elegir con rigor. Porque, aun así, la vida no nos alcanzará para gozar todo lo inmortal que han trazado los mortales. Y, ya bien elegido el manjar, tomarlo sin groseras voracidades: con fino paladeo. Sólo merece leerse lo que merece releerse. Y más nutre un buen libro bien asimilado que diez a medio digerir. Que la lectura no es carrera, sino maduración de hombres.

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