martes, 14 de diciembre de 2010

Pedro Castera-Carmen (4).

Eran las diez de la noche cuando me retiré a mi cuarto. Pensando en todas las emociones de aquel día, me refugié en mi lecho para conciliar el sueño; pero el corazón había despertado, oponiéndose ya a que el cuerpo pudiese dormir.

Ella me amaba. Sin que me lo hubise dicho, yo la comprendía. La emoción que experimentó al verme aquella mañana, el diálogo que tuvimos en la mesa, la explicación habida en la tarde, sus soniras y sus estremecimientos, sus rubores y sus miradas, sus actos y sus ideas, todo en ella venía denunciando la pasión. Me amaba desde mucho antes...Tal vez, desde que éramos almas habitantes de los cielos, y por eso Dios la puso en mi camino.

...Educada tan lejos del trato social, sin esas amigas del colegio que tanto malo enseñan...sin que hubiese podido concebir la idea del mal, conservando la pureza y la virginidad de su cuerpo, de sus sentidos y de su alma, entregada al estudio, al amor de mi madre y al mío, había llegado a ser una mujer bella, instruida, inteligente y apasionada sin perder por ello sus gracias infantiles, sus inocencias de niña y sus exquisitos candores. Así es que me amaba con la ignorancia absoluta de lo que era el amor, y solo el secreto instinto de la Eva la había obligado y la obligaba aún a reservarse de mi madre. Sencilla, y sin embargo, fogosa y arrebatada, desde el primer momento en que volvió a verme...manifestó incoscientemente en todo su pasión.

Yo la amaba con la sed insaciable del corazón que ama por primera vez, y también como se ama la obra de arte a la cual hemos consagrado nuestra vida. El amor debe definirse tal y como se siente, y yo sentía, al mismo tiempo que la más profunda idealidad, la atracción irresisitible y ardiente, despertada en mí por su belleza soberana, y por la morbidez y las curvas admirables de sus formas de Venus: el ángel y estrella, beso y deleite, luz y fuego era para mí aquella mujer.

Yo amaba. Amaba como yo he amado. Con energía y con ardimiento salvaje. En mis pasiones he sido fiera: león para mis amores, tigre para mis odios. Me he sentido capaz de matar a una mujer, cuando yo la he amado, para evitar que otro la posea, y mis rencores, mis venganzas y mis odios han pasado más allá de la tumba. Corazón negro, exclamarán algunos. Aceptado.

Soy de los que nunca olvidan; pero también de los que nunca perdonan; como extremoso, detesto los términos medios. El bien que recibo me conmueve, me enternece, me esclaviza; pero el mal que se me causa, se graba como un fuego en mi memoria y en mi corazón. Acariciar o herir, he ahí mi existencia. Vida de acción que a cada instante crece, aumenta, se dilata y se multiplica. Vida febril que han condensado los años en horas, ante el soplo candente de esos amores y de esos odios. Resumiendo: vida ardiente, quemante, volcánica, vida de pasión. No me importa que se me juzgue mal o, creyéndome exagerado, se me critique y se me burle, lo cierto es que yo siento y soy así...es decir...yo sentía y era así.

Soñando despierto, yo gozaba y sufría. Reminiscencias e ilusiones poblaban mi cerebro. ¡Quién sabe lo que pensé en aquellas horas candentes de mi vida! Oí dar las 3 de la madrugada en el reloj de mi estudio y me dormí...

...Eran las 8 de la mañana siguiente cuando salí de mi cuarto, sin que las horas de inquieto sueño que había disfrutado me hubieran vuelto el vigor perdido. Yo estaba cansado, nervioso, lleno de una profunda melancolía y de indefinibles exaltaciones. Hubiérase dicho que comenzaba a invadirme una especie de fiebre.

Encontré a Carmen que volvía del jardín, bañada y vestida como en la mañana del día anterior; pero me pareció al hablarme como un poco más pálida y más trémula.

...llevándome para la sala y sentándose frente al piano, que había permanecido abierto desde la noche anterior.

Sus manos cayeron sobre el teclado arrancándole una melodía dulce, triste, sollozante, en que estaban traducidas todas las agonías, las quejas y las esperanzas de un corazón apasionado. Aquella música era amor, y sus notas eran palabras que se combinaban en frases llenas de sentimientos, y en las cuales, a veces aprecía hablar el alma candorosa de la niña, otras el alma de fuego de la mujer. Amor inmenso, ardiente, desesperado, que no hubiera podido expresarse en palabras, porque su vehemencia las habría hecho evaporarse como se evaporaban aquellas notas en vibraciones dulcísimas, llenas de ternura y expresando, sin embargo, todos los variadísimos tonos de la pasión.

Tocó de una manera admirable, maravillosa, sublime, como nunca lo había yo oído, y como estoy seguro de no volverlo a oír. En su angélico rostro brillaba la inspiración, y en sus ojos el alma.

La melodía en que ella estaba haciendo hablar su corazón fue debilitándose. Las yemas color de rosa de sus afilados dedos, apenas rozaban el marfil de las teclas, y las notas se fueron desvaneciendo gradualmente, hasta perderse en un último sonido infinitamente desagarrador.

Yo había aspirado con toda mi alma, una por una de aquellas notas en que ella acababa de decirme lo que ambos tanto sabíamos y que ninguno de los 2 se atrevía a explicar por medio de frases.

-¿Estás contento? -Me dijo poniéndose en pie.

-¡Oh sí! -exclamé- así tocan los ángeles en el arpa de los astros, así toca la poesía en la lira de las almas, y así tocas también tú, porque toda eres ángel y toda eres poesía.

...Ella se desprendió suavemente de mí , y atrayéndome a un sofá que se hallaba enfrente de una de las ventanas, nos sentamos en él, nuestras manos se estrecharon con fuerza y nuestros ojos se vieron con tenaz y prolongadísima mirada.

La vidriera de aquella ventana se abrió con violencia, impulsada por el aire, y una de sus ráfagas llena de aromas, trajo hasta nuestros oídos los dulces ecos de la música cantada por los pájaros entre las ramas de los árboles.

Permanecimos en aquella situación durante largo tiempo. Nada nos decíamos. Los ojos hablaban por nuestras almas, pero los labios permanecían mudos. A veces, ella o yo, suspirábamos y entonces nuestras manos se oprimían suavemente. A veces, también un escalofrío inexplicable recorría mi cuerpo, y al advertirlo ella, la sonrisa le daba radiación al semblante. De pronto alguno de nosotros miraba el pedazo de cielo azul y diamantino que se veía al través de la ventana, y las ramas movibles de algunos árboles, que por se verdor y brillantez parecían como ramajes de esmeraldas, y enseguida nuestros ojos volvían a mirarse con mayor intensidad y con creciente fascinación.

Hermosa, pura, radiante, embriagada de dicha, rebosando todas las inocencias y las castidades, palideciendo para volver a enrojecerse, trémula y desfallecida de amor, pero de un amor que suprimía voluptuosidades y comenzaba por el éxtasis, ella estaba allí, a mi lado, deslumbrándome con la luz de sus sonrisas y con la pasión que brillaba en sus ojos, fascinando a mi espíritu que enloquecía, y absorbiendo en mis miradas todas las ansias del corazon.

¿Para que turbar aquel silencio causado por el exceso de la emoción? ¿Qué teníamos que decirnos? ¿Para qué hablarnos? Nuestras almas estaban identificadas por los mismos recuerdos, acciones, sentimientos e ideas. Éramos dos mitades de un ser que se completaban la una a la otra...Ella y yo lo comprendíamos así, y ámbos callábamos mirándonos, bajando a veces los ojos para volvernos a mirar y beber en aquellas miradas, con ansia nueva, todas las puras embriagueces de la pasión.

¡Ah! Los que no han vivido por una mirada, no podrán nunca comprender que unos cuantos minutos de igual deleite, pueden compararse con una existencia en la tierra, a pesar de todos sus dolores.

¡Mirar es un poema! ¡Mirar a la mujer amada es ver al ideal! ...es ver a Dios!

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