jueves, 2 de diciembre de 2010

José Vasconcelos-La Quinta Sinfonía de Beethoven.

"Así toca el destino a nuestra puerta", -dijo Beethoven del tema inicial-, "el destino que nos llama a cumplir nuestra misión". El célebre y gustado tan, tata, ta, tan se desenvuelve en un tema imperioso que semeja la potencia humana en su brega constante, un querer que se distiende y roza con un nuevo tema, seductor y manso, que parece invitarlo a que ejercite en él toda su fuerza. El tema vigoroso se ensancha majestuosamente amplio, como para realizar lo infinito; el tema dulce oscila como si cediese, y por instantes creyérasele entregado y fundido en el mayor. Pero es mentida su renuncia, momentáneo el fingimiento: pronto la voz débil se esquiva para gozar su libertad y sigue su camino propio con desarrollo irónico de ideal remoto e imposible. Cierto perspicaz autor, Grove, encuentra en este contraste la historia de unos amores fracasados de Beethoven: el conflicto de su voluntad fuerte con la indomable picardía y la gracia de la amada; pero merece interpretación mucho más amplia esta profunda lucha en que más bien parece contender la voluntad individual y la incertidumbre de los destinos, el espíritu impetuoso y la ley natural, indiferente y lacia. Con la ventaja, sobre la antigua, de esta moderna tragedia, de que aquí la voluntad no se conforma con gemir, sumisa a lo inevitable, sino que, impelida por vislumbre redentores, rebasa el fenómeno, vence al destino, y crea entidades estéticas, nuevos seres, gobernados por la ley divina. Sin embargo, el conflicto queda sin solución, magníficamente planteado, patéticamente vivido.

Después del poderoso Allegro, el sujeto queda en duda; ignora si ha presenciado un vano juego, o si realmente, como ha creído sentirlo, se ha encontrado en contacto con la esencia de los conflictos del mundo. Lleno de desaliento se abandona entonces a una melancolía que desata lamentaciones elocuentes en las frases largas del Adagio. Mientras así parece sumirse en la humanidad, suaves temas complementarios nacen en la orquesta, despertando recuerdos vivaces, quimeras risueñas, todo el mundo riquísimo, fantástico, viviente, de lo que se ha amado y soñado. Los objetos y los recuerdos parecen poseer la realidad de lo esencial. Una vez más la voluntad ávida alza su vuelo: ansía amar y vivir fresca y límpidamente. Mas la tierna visión esplendorosa sigue oscurecida por un tono de melancolía penetrante, por un vago dolor que acaso recuerda la imposibilidad del buen vivir o el secreto mal que corroe toda felicidad, un anuncio que enmedio de la dicha señala a las almas su misión superior al más hondo atractivo de las cosas.

En el Adagio ya no luchan, como en el Allegro, la voluntad y la necesidad, sino elementos más íntimos que representan lo material y lo divino, el deseo, que ansía la felicidad, y el ser que exige un cambio radical en las condiciones de la existencia; el triunfante y fácil optimismo, y el pesimismo heroico que exige lo absoluto, por encima de la alegría.

La Voluntad, vencedora de fatalismos, vacila entre el poder de realizar todo lo que es amable y bueno para el hom,bre, y la ignorada aventura de emprender algo diverso y superior a lo humano. Por eso, y no a causa de sentimentalismos concretos, nos deja el Adagio humedad, lágrimas de sacrificio en las pupilas.

El scherzo es un tiempo entrecortado que imita el examen de conciencia y la duda. Antes de que lleguemos a decidirnos en el terrible conflicto de elección planteado en el Adagio, el scherzo nos lleva a recorrer el mundo escrutándolo una vez más ansiosamente, y ahondando adentro de la conciencia, sin vacilaciones y sin piedad. Este tiempo es anarquía  y auge de todas las posibilidades, período de incubamiento en que todo es permitido y legítmo: un mar donde la facultad crítica ejerce de vasto oleaje, que, con la multitud de las olas pequeñas, crea forma, se ensancha, y al estallar en la costa, define una sinuosa, amplia y momentánea aromonía. Frases pletóricas que se apagan bruscamente o se multiplican en melodías incisivas, rápidas y enigmáticas. Parecen los sondeos de un alma madura y escéptica. Una fría serenidad descompone las cosas en sus elementos primarios, disocia las ideas, parece que corrige y desmenuza cierta ampulosidad que ha venido revistiendo los temas largos. Los movimientos entrecortados, balbucientes o súbitos, insistentes en los pizzicattos, remedan preguntas tercas; otras veces el jugo de la inspiración floerece en gloriosos murmullos. Y el sentido interno de unidad se ahoga en el vario clamor de vigoroso pluralismo.

En el Allegro final reaparece el tema del primer tiempo de la pieza sinfónica, pero con modulaciones de madurez iluminada. Un ser acrecentado y fuerte pasa entre clamores de victoria; ya no suplica, avanza; ya no gime, triunfa; es firme, no vacila, y a él se ajustan las cosas como a imán cuyo poder cumple toda la vida plena que todos los seres ansían. Más o menos esto palpita en las heroicas marchas finales, de estridencia sublime, de gloria sin víctimas, de revivir universal.

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