martes, 14 de diciembre de 2010

Pedro Castera-Carmen (2).

Una hora después, mi madre, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, Carmen y yo, estabamos sentados a la mesa almorzando. Ella estaba en frente de mí, y mis ojos no se cansaban de admirarla.

Su frente parecía de nácar y sus cejas oscuras eran graciosamente arqueadas, la nariz recta y fina, los dientes poseían un esmalte admirable, el óvalo del rostro era perfecto y en la barba había un hoyuelo que provocaba a besarlo. Las orejas eran pequeñas y transparentes, el cuello redondo y como exuberante de morbidez, en las mejillas suavemente coloreadas, había frescura y el brillo de la juventud. La gracia, la simpatía y la inocencia completaban aquella belleza soberana.

Cuando nuestas miradas se encontraban, sus párpados velaban sus ojos y la sangre enrojecía aquel semblante hechicero, que el pudor aumentaba con su encanto.

-Es preciso que la regañes. Ya no es aquella niña alegre, graciosa y juguetona que tú dejaste; la vienes a encontrar triste, silenciosa y llena de divagaciones.

...La herencia legada en mi favor era bastante considerable. 3/4 partes de ella habían quedado aseguradas en algunos bancos europeos, y con sus réditos podíamos vivir en lo de adelante, no sólo con comodidad, sino hasta con lujo. Con el resto, que yo traía en libranzas contra una casa de comercio de irreprochable crédito, pensaba comprar algunas fincas en la capital, a una de las cuales nos trasladaríamos en el invierno. La fortuna se me asociaba en la época más hermosa de mi vida. Sentía entonces en mí, como he dicho antes, la plenitud del hombre.

Trabajando en arreglar algunos documentos y en hacer algunas cuentas, se pasó la mañana, y aún a la hora en que comimos estuve terminando algunos apuntes. Ellas, creyendo que fuese algo urgente lo que hacía, no me interrumpieron, y cuando terminó la comida, pedí que me llevasen el café a mi estudio y continué trabajando sin interrupción alguna. Urgíame terminar, para consagrarme después úncia y solamente a los ensueños de mi cariño.

Faltábame muy poco para concluir, cuando Carmen entró en la pieza, deteniéndose a corta distancia de la mesa en la cual yo trabajaba. Levantándo la frente, me puse a contemplarla.

Traía un vestido de merino azul turquí, que contrastaba deliciosamente con el rubio color de sus cabellos y con el blanco puro de su cuello. Su peinado era elegante, y con una pequeña rosa púrpura, que adornaba su cabeza, parecía estar sujeta a un broche de oro, formado con una de sus gruesas trenzas que, dibujando un gracioso arco, atravesaba la parte superior de su cráneo. Algo como una chispa de inocente coquetería brillaba en sus pupilas. Inútil es agregar que estaba admirablemente bella.

Moría la tarde. Los vértices movibles de algunos pinos diseminados entre los árboles, estaban aún cambiando en oro los últimos besos del sol. Ligeros cirrus que, por sus colores cambiantes, parecían inmensos ópalos, flotaban sobre el azul sereno de los cielos. Las aves se volvían apresuradamente de sus nidos y las hojas se movían por una brisa suave y tibia, cuyas ondas estaban impregnadas de aroma. La dulce poesía que tiene el crepúsculo vespertino, y que tanta tristeza produce en todos los seres, se manifestaba allí, despertando también en nosotros melancólicos pensamientos; los mugidos lejanos del ganado y los gorjeos de algunas aves eran lo único que interrumpía aquel silencio que llenaba la atmósfera con indescriptible majestad.

Habíamos tomado al acaso uno de los senderos formados por los rosales, y Carmen, con su mano izquierda, levantaba graciosamente la falda de su vestido, para andar con mayor facilidad...sus pequeños pies iban calzados con aquella elegancia, buen gusto y esmero que empleaba siempre para calzarase, y yo no me cansaba de mirarlos cada vez que aparecían como jugando con la tela del vestido.

El color encendido no había abandonado sus mejillas, ni la sonrisa de sus labios. Sus ojos me miraban con una alegría tan candorosa y con una expresión tan tierna, que mi corazón se agitaba en el pecho aceleredamente. Marchábamos así guardando silencio algunos minutos...

La sala tenía dos ventanas enrejadas que daban sobre el jardín; en medio de éstas, había un piano vertical de Steinway, en el cual Carmen estudió cuando niña.

Sobre aquel pianoe estaba colocado un quinqué con un velador de porcelana, que servía para iluminar la pieza...la llevé al piano y me preguntó al sentarse enfrente de él:

-¿Qué quieres que toque?
-Lo que más te agrade. ¿No tenemos por ventura los mismos gustos?

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios, y una mirada rápida y ardiente vino a besar mis pupilas. Yo abrí el piano.

La luz del quinqué caía bañando la cara de Carmen, y el velador la opacaba un poco con relación a mí, que me había apoyado sobre la parte superior del piano y...fijaba mis ojos y con ellos mi alma, sobre el semblante animado y ruboroso de aquella preciosa niña, a quien yo adoraba con ciega idolatría.

Carmen dejó correr sus manos sobre el teclado, ejecutando con maestría un dulcísimo preludio y tocando después de unas variaciones sobre un tema de la Sonámbula. Las cuerdas del piano vibraban con tanta expresión que parecían tener alma. En determinados momentos su mirada buscaba la mía. Al terminar, yo no supe qué decir y murmuré:

-¡Admirable...admirable!

No hay comentarios:

Publicar un comentario