jueves, 9 de diciembre de 2010

Artemio de Valle Arizpe-La conversación en México (Inicio).

Libros, buenos amigos silenciosos; una mano suave, lenta, pasaba a diario acariciándolos, tomaba alguno, y unos ojos apacibles, de bondadoso mirar, lo veían largamente, se enternecían con él; lo hojeaba la mano con dulzura, llevábalo luego a la mesa, llena de papeles y de otros libros, y la mano tomaba con lápiz una rápida nota, volvía a rebuscar en su entraña y extraíale otra noticia, luego lo tornaba al plúteo con delicadeza, y los dedos ágiles, así como al descuido, resbalaban con fina complacencia por los lomos de los otros volúmenes amados. Amor a los libros. Es menester exquisitez espiritual para este cariño. Se les mima como a criaturas, se les allega al rostro y al pecho, y hasta se les brinca como a un hijo y se les dicen ternuras y ellos parecen agradecer estas finezas, y cuando pasamos a su lado como que avivan más sus colores, como que echan más luz las letras de sus tejuelos, como que efluyen con mayor intensidad su aroma sutil, grato olor para el alma.

Sobre los libros, que en repletos estantes llenaban la estancia, pasaba y repasaba con gozo, la mano buena, la mano despaciosa del escritor, y a cada instante sus ojos, sus ojos de blando mirar, se detenían en los anaqueles, y así a estos libros, buenos compañeros, les iba embebiendo su espíritu, haciéndoles una confidencia indefinida. Bien hallada se encontraba el alma entre esas cuatro paredes blancas, parece que se tocaba y palpaba el sólido y durarero callar de las cosas y de la vida, ora en el claro dìa cuando el sol echaba ahí su oro tibio, ora en la noche, a la luz familiar de la lámpara, luz discreta, velada, sedante, que gracias a la pantalla ponía solo su mancha anarajanda sobre la mesa de trabajo, y la estancia la dejaba en penumbra grata. Todo el recogimiento exterior de la noche parece que se encontraba entre esos muros. Bajo esa luz, la mano diligente del escritor iba llenando cuartillas y más cuartillas: tinta y papel que luego transmutábanse en pan.

Y la vida pasaba, pasaba, a lo largo de los días de este amable escritor, y dejábale alegrías, le ponías tristezas, ya era dulce y sabrosa, ya desabrida y amarga. Bocados recatados, íntimos, esto fue lo que ella le dejó, pero jamás, eso nunca, pudo empañarle su serenidad, la frescura cordial de su buen humor inalterable.

Y en esa estancia sosegada donde a diario se levantaba la mente a la consideración intelectual, en donde al pensamiento bueno se añadía la ponderación para escudriñar y alcanzar la verdad, en esa estancia a donde iban los amigos a decir bromas, a ensartar chanzas, a oír la palabra que daba resplandores de sabiduría, ya no está el escritor donoso ante su mesa de trabajo, rebosante siempre de papeles, ya no anda la mano diligente por los libros, ya estos libros, fieles consejeros, no se hallan en la suave penumbra en que los ponía la lámpara familiar, sino que los ilumina ahora la luz amarilla e inquieta de cuatro cirios;  y estos libros queridos, con sus tejuelos verdes, rojos, anaranjados, ven con ternura dolorosa a su dueño, inmóvil en un ataúd, y aquellas manos que a diario los acariciaban con delectación morosa, que los iban hojeando para pedirles su saber, ya están en reposo, ya no tienen el constante lápiz entre los dedos  con el que fijaban pensamientos...Ayer apenas, iba y venía feliz por esta casa feliz. Todo era paz en esa casa acogedora, suave alegría que se deslizaba por ella, y ahora es desolación y lágrimas y está cargada de luto. En el rostro de ojos alegres del escritor, siempre en risa, la muerte le dejó su postrer belleza de serenidad, de noble serenidad, serenidad socrática.

...Sólo entre libros vi siempre a don VSA, entre libros, su ambiente natural. Rodeado de los de su casa, que los había por todas partes; en la biblioteca del docto humanista Joaquín García Pimentel, en la de Carlos González Peña, tan cuidada y tan completa en todo; en la de don Federico Gamboa; en la de don Luis González Obregón, tan magníficamente rellena de preciosidades; en la de don Federico Gómez de Orozco., la más copiosa y singular de todas, con ser las otras tan soberanas. Lo ví muchas veces en la mía propia, tan modesta, sentado en un sillón frailero de ancho regazo de terciopelo granate, con vieja clavazón dorada y chafados galones, en el que mucho le placía arrellanarse con toda comodidad y regalo, mientras yo le iba mostrando telas, marfiles, porcelanas, sortijas, vidrios, miniaturas, encajes, hierros cincelados, tabaqueras, las mil y un bujerías que me han dado a coleccionar con inútil afán, y para cada una de ellas no sabía fiestas qué hacerle, con elegancia expresaba sus excelencias y alabanzas, y con lo que le oía miraba yo cada una de mis cosas más bonita.

Los pensamientos brotaban con serenidad y con muy clara limpidez quedaban fijos en papel, y luego, ya en moldes de imprenta, iban al teatro del mundo a deleitar, a enseñar, envueltos en el castizo sortilegio de una prosa impecable en la que se sentían los peregrinos y subidos toques de la belleza.

Lo veía en casa de los libreros anticuarios, en la de Orortiz, el venerable patriarca del libro viejo, en la tienda de los Porrúas, en la de don Pedro Robredo, el noble amigo, en los puestos del Volador, revolviendo los libros, supremo placer, en atareada búsqueda del que no se necesita. Verdadera fruición era para don Victoriano andar por esos tenderetes, por eso pintorescos baratillos; allí el Ramírez, allí el Meneses, el Navarro, el Jenarito, el Curiel, el indio zapoteca Juan López, provocando siempre a la polémica con los versillos y las leyendas a las estampas, el gordo Angel, Felipe Teixidor, acucioso y gentil camarada, unos limpios, otros cochambrosos, pero todos encareciendo con habilidad su mercancía. Con ellos tenía largos tratos y contratos, peregrinos cambalaches, graciosas peleas. Con don Roberto Robredo, tan abierto, tan campechano y locuaz, de pechazo muy generoso, siempre estaba en demandas y respuestas sobre edicionesa antiguas, sobre precios de los libros. Uno y otro llevaban con chiste la porfía adelante, para placer de tertulianos.

En todas esas partes, con este noble fondo de libros, contaba don Victoriano amenidades florecidas de chispeante gracia, con su fraces a veces atropellada, en las que unas palabras se metían dentro de las otras, porque, generalmente, eran dificultosas y torpes, pero, eso sí, siempre coloridas, llenas de cambiantes, con nervio de persuadir y disuadir. Nunca dejó de hablar don Victoriano con propiedad y frase selecta. ¡Lo que sabía! ¡Lo que contaba este hombre! ¡Y cómo lo sabía y con qué gracia llena de sal y muy donosa lo contaba! Era fiesta para el espíritu acercarse a SA, lo envolvía a uno pernnemente en suave deleite con su charla, hallaba regalo y entretenimiento en ella.

¿Sólo regalo y entretenimiento? No únicamente esto, sino enseñanzas, bellas enseñanzas se sacaban. Yo de mí sé que no hubo ocasión que a él me acercase que no aprendiera algo útil.  Tratar con quien se puede aprender, aconseja Gracián, y don Victoriano no era avaro de sus conocimientos, no los metía con misterio en la ferrada arca de siete llaves para utilizarlos él solo, sino que los entregaba sin reserva, con noble generosidad de gran señor al que los necesitara, y no sólo hacía esto en sus conversaciones, sino que después de andar atareado persiguiendo días y meses através de libros y de cartapacios una fecha, un dato, un hecho,  y ya cuando le había dado alcance y lo guardaba en su memoria privilegiada, si alguno lo hubiese menester, se lo entregaba al momento,alegre, sin egoísmo. Y así yo de él grandes provechos. Dios se lo pague.

Esto de la conversación constituía para don Victoriano un gran placer, algo así como su pan y su agua., pues la dulce conversación, afirma Baltasar Gracian, es el mejor viático de la vida. En dondequiera armaba plática, y los que le oían estaban en deleites y gozos...

1 comentario: