lunes, 13 de diciembre de 2010

José Vasconcelos-¿Quién soy? (Fragmento de Ulises Criollo).

¿Quién soy?

Cierto día, comprando confites en Eagle Pass, me vi el rostro reflejado en una de esas vidrierías convexas que defienden los dulces del polvo. Antes me había visto en espejos distraídamente; pero en aquella ocasión el verme sin buscarlo me ocasiono sorpresa, perplejidad. La imagen semiapagada de mi propia figura planteaba preguntas inquietantes: ¿Soy eso? ¿Qué es eso? ¿Qué es un ser humano? ¿Qué soy? Y ¿Que es mi madre? ¿Por qué mi cara ya no es la de mi madre? ¿Por qué es preciso que ella tenga un rostro y yo otro? ¿La división así acentuada en dos y en millares de personas obedece a un propósito? ¿Qué objeto puede tener semejante multiplicación? ¿No hubiera bastado con quedarme metido dentro del ser de mi madre viendo por sus ojos? ¿Añoraba la unidad perdida o me dolía de mi futuro andar suelto entre las cosas, los seres? Si una mariposa Reflexionase, ¿anhelaría regresar al capullo? En suma: no quería ser yo. Y al retornar cerca de mi madre, abrazábame ella y la oprimía con desesperanza ¿Es que hay un útero moral del que sale forzosamente, así como del otro?

Los inviernos eran crudos. A pesar de las estufas de carbón, encendidas al rojo, calaba el viento helado. El frasco de la leche de almendras de droguería pasaba de mano en mano, aliviando partiduras de rostro y manos. Vientos del norte, ululantes, soplaban veinticuatro horas sin parar, levantaban remolinos de polvo y de basura, sacudían las puertas. Tras del huracán venía la helada. Conjelábase el agua en las vasijas a la intemperie, reventaban las cañería. Si el tiempo era lluvioso, formábase en los ramajes sin hojas cangilones y estalactitas de nieve que llamábamos “candelilla”. Raras veces nevaba, y cuando ocurría, se congregaban los muchachos para perseguirse con bolas blancas inofensivas.

Las mañanas me resultaban particularmente duras, por tener que atravesar el puente. Era casi un kilómetro de marcha sobre el largo columpio de aceros temblantes, azotados por el vendaval. Por momentos parecía que todo iba a quebrarse. La racha conmovía el acero y amenazaba lanzarme al vacío. Encogido, me cobijaba un instante contra las varas de hierro; luego adelantaba corriendo. Una mañana, para probar mi resistencia, dejé la mano derecha fuera del paletó; cortaba el viento halado, pero la mantuve expuesta hasta que se puso insensible. Al entrar a clase advertí que no podía moverla. Viólo la maestra y mando que me dieran frotaciones con nieve, sin las que pude perder el miembro. En aquel ambiente de wild west y de cowboys anteriores a la fase del cine, hacerse duros era la consigna, y provocaba emulación. Una vez gane la apuesta del que bebiera más agua, Otros apostaban a recibir puñetazos en las mandíbulas.

Los recreos degeneraban a menudo en batallas campales. Nos dispersábamos por los barrancos arcillosos de la margen del río. Se comenzaba a marchar entre los matorrales, subiendo y bajando, según las anfractuosidades del terreno. Uno hacía de jefe, y era menester seguirlo: follow the leader llamaban al juego que encabezaba el muchacho más diestro y más audaz… Al principio no se trataba sino de proezas deportivas: trepar un talud ayudándonos y ayudándonos de las raíces de los mezquites, o solo sobre las zanjas; pero el encuentro de grupos rivales provocaba peleas a pedradas. Se convenía en tirar solo a los pies, pero nunca faltaba algún descarado. La lucha enconábase si por azar predominaba en alguno de los bandos el elemento de una sola raza, ya mexicanos o bien yankees.

El más inocentes de los juegos, y también el más cultivado era el base ball. Nunca me sedujo. Me apartaba de los jugadores o me concentraba a mirarlos. Sólo por excepción, si no había otro, me comprometía como fielder para recoger las pelotas lanzadas fuera del campo. Por lo común, mientras se jugaba me echaba en la arena, la que colaba entre los dedos, en tanto reflexionaba largamente. Escarbando así bajo el sol, me encontré un pellejo de una víbora de cascabel. Otras veces perseguíamos éstas con vara hasta dejarles inertes después de aplastarles la cabeza. Me apasionaba también el juego de canicas a pares o nones sobre el hoyo en la tierra. Las jugaba por interés disputando las más hermosas de vidrio o de ágata.

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