jueves, 10 de febrero de 2011

Rubén M. Campos-El Centenario de la Proclamación de Independencia

El Centenario de la Proclamación de Independencia


En tanto que los días y los años se deslizaban como las aguas de un río, un acontecimiento se preparaba poniendo en acción todas las fuerzas vitales de la República: la celebración del Centenario de la Proclamación de la Independencia Mexicana, En las alturas oficiales cada quien aportó sus ideas encaminadas al mayor lucimiento de la fiesta; unos querían que se celebraran exposiciones y certámenes, otros proponían congresos y asambleas, algunos proyectaban la construcción de suntuosos edificios que surgirían como por encanto del haz de la tierra, no obstante que había en ejecución monumentos que era imposible terminar en un plazo breve en el cual se empezó por derribar manzanas de casas y abrir nuevas calles para levantar un nuevo Teatro Nacional y un nuevo Palacio Legislativo. Los proyectos de inauguraciones de edificios adaptados al tal o cual necesidad eran numerosos; la colocación de primeras piedras para futuros monumentos y zócalos para futuras estatuas fue resuelta. Se proyectó la creación de una Universidad Nacional con todas sus facultades, escuelas, gimnasios y dependencias, una pequeña república escolar que surgiría al conjuro de una vara mágica en un plazo perentorio; pero como no se podía levantar de noche a la mañana en el aire este prodigio que había que cimentar sólidamente piedra sobre piedra, en un lugar espacioso como por ejemplo el que fuera lecho infinitamente dilatado de Texcoco, optóse por convenir en la paradoja de que la Universidad Nacional ya existía de hecho, solamente que las facultades, las escuelas y las dependencias se hallaban desparramadas por toda la ciudad y ocupaban cada una de ellas los inmuebles de los que fueron antiguos conventos transformados en escuelas superiores con sus dependencias aledañas, ya que hasta la antigua Universidad Pontifica era Conservatorio Nacional. Salvada así la principal dificultad cuya solución fue aprobada, convínose en invitar a todas las naciones para que enviaran sus representantes a las fiestas del Centenario, y como contestaran diciendo que aceptaban con placer y que enviarían embajadas y delegaciones para que se representaran dignamente a las grandes potencias en las suntuosas fiestas, pensóse cómo podrían ser alojadas en una ciudad en que no había hoteles de primer orden, sino sólo unos cuantos dignos de aspirar a ese rango y donde no podrían ser alojadas las embajadas, para las que sería una ofensa ofrecerles un cuarto de hotel, y se procedió a comprar o alquilar magníficos palacios para ofrecer a cada embajador un palacio suntuosamente amueblado, con todos los servicios, carruajes, caballos y un personal de servidumbre correspondiente a una casa montada a todo lujo.

Las fiestas fueron espléndidas. Como no bastaban los días fijados para distribuir las festividades anunciadas, se dedicó todo el mes de septiembre a las fiestas del Centenario de la Proclamación de la Independencia, y la ciudad no bastó para dar cabida y albergue a la infinidad de viajeros que vinieron de todas partes del mundo y tuvieron que desbordarse por las poblaciones del Valle de México, pues entonces todavía no surgían las nuevas colonias que llevan una continuidad de casas, calles y plazas desde México hasta San Ángel, hasta Tlalpan , hasta Azcapotzalco, pues por la otra parte de la ciudad ya existían las calzadas pobladas hasta Guadalupe Hidalgo, hasta el Peñón de los Baños y hasta las llanuras de la Aviación y Balbuena. La revolución que se sentía venir, que se anunciaba como tifón en el ambiente cálido, tuvo la galantería, podría decirse, de esperar que pasaran las fiestas del Centenario para estallar, y así no hubo ninguna perturbación en la vida de la capital ni en la vida de la República para no dejar una impresión que no fuera satisfactoria en el alma de las multitudes que presenciaron las fiestas memorables. Un incidente relacionado con la vida literaria pasó desapercibido para los turistas, pero no para los que esperábamos el advenimiento de un gran escritor que venía delegado a las fiestas. Cuando el gobierno mexicano invitó a todos los países para que fueran representados en las fiestas del Centenario, no se olvidó naturalmente de invitar a la República de Nicaragua, con la que siempre nos han unido los lazos de una leal amistad. Nicaragua nombró su embajador al gran escritor Rubén Darío, quien se hallaba en España como ministro de su país natal, y aceptó cordialmente porque hacía muchos años que acariciaba la ilusión de venir a México. Embarcóse, y cuando venía navegando estalló una revolución en Nicaragua que cambió los acontecimientos de la República. El presidente Zelaya, derrocado por la revolución, refugióse en el cañonero mexicano Morelos anclado en el puerto de Corinto, y cumpliendo órdenes de México salió de las aguas nicaragüenses entre dos buques de guerra americanos que vieron escapar la presa que había estorbado sus planes políticos en la joven república. Como consecuencia de estos sucesos, al llegar a Veracruz Rubén Darío ya no traía la representación del gobierno caído. Es interesante recordar el episodio del arribo del gran poeta a las costas veracruzanas. Un enviado de la Secretaria de Relaciones no quiso dar a Darío la noticia y comisionó al periodista Jesús Villalpando para que se la diera. El periodista presentó su tarjeta al anclar el barco y le fue permitido ascender a cubierta, donde se hallaba el poeta vestido de levita cruzada y sombrero de copa.

—¿Señor Rubén Darío? —dijo el periodista descubriéndose al saludarlo.

—Perdone usted, estoy bajo el protocolo —contestó Darío.

—Es justamente del protocolo que quiero hablar a usted.

—¿De qué se trata?

—Se trata, señor Darío, de poner en conocimiento de usted que una revolución ha derrocado al presidente Zelaya, y no tiene usted ya la representación de Nicaragua. Sin embargo, el gobierno mexicano en atención al alto nombre de usted, lo invita a que pase a una de las ciudades mexicanas que usted elija, Orizaba o Jalapa porque no es posible permitirle que se vayan a la ciudad de México.

—¿Por qué?

—Tal vez porque los Estados Unidos están representados por una embajada…

—Comprendo—, contestó Darío taciturno después de una pausa, y cogiendo al periodista por el brazo agregó: —¡Vamos!— Y bajaron al muelle donde una multitud saludaba agitando los sombreros y los pañuelos en el aire, delirante de entusiasmo:

—¡Viva Rubén Darío! ¡Bienvenido el gran poeta! ¡Viva Nicaragua!
El pueblo agolpábase ávido de conocerlo, de estrechar su mano, y los gendarmes tenían que abrirle paso entre una lluvia de flores arrojadas a sus pies por las señoras veracruzanas quienes además le traían ramos de flores y que el poeta llevaba entre sus brazos, visiblemente conmovido bajo la seriedad que le era habitual. Una comisión del puerto lo llevó hasta el hotel de Diligencias, y al llegar suplicó el poeta a sus acompañantes que no se molestaran ya, tendiéndoles la mano y dándoles las más cumplidas gracias. Antes de subir a la habitación que se le tenía preparada, dijo a Villalpando que deseaba beber una cosa fresca porque se abrasaba de sed, y Villalpando hizo servir dos menjulepes, bebida traída de New Orleans a Veracruz, que el poeta bebió con deleite para pedir otra. El menjulepe de menta, es una cosa que se prepara con hielo triturado, polvo de azúcar, vermouth, coñac, bitter y hojas frescas de menta, y se absorbe por medio de una paja. El pueblo pedía la presencia del poeta, y viendo que era inevitable complacerlo, Rubén Darío, cuyo carácter huraño era ajeno a las exhibiciones, tuvo que asomarse a un balcón para decir palabras que electrizaron a la multitud. Confirmada con esta demostración popular la que se esperaba en la cuidad de México a la sola presencia de Darío, invitósele a pasar a Jalapa después de un breve descanso en Veracruz, y el viajero partió para la ciudad de las flores, donde los comisionados del gobierno veracruzano, Miguel Hernández Jáuregui y Enrique Guicheané, alojaron al poeta, cuya estancia en Jalapa fue una fiesta continua, recepciones, bailes, paseos, un desfile constante de damas y caballeros no solamente de la cuidad de Jalapa sino de otras ciudades, escritores y artistas de la capital. El gobierno de Veracruz autorizó al poeta para que correspondiera recepciones y fiestas, y los quince días que Darío permaneció en Jalapa son recordados todavía como días felices en los anales de la ciudad. Lleváronle a los bosques a camelias, de magnolias y de gardenias de los alrededores, y quedó encantado de la hermosura de los paraísos que se llaman Fortín, Coatepec, Córdoba, donde hay millones de flores renovadas cada día en tupidos bosques de inmensos árboles floridos. Una comisión de la Revista Moderna se trasladó a Jalapa a saludar al poeta que gentilmente devolvió el saludo expresando que uno de los más hondos pesares de su vida era no poder arribar a la ciudad de México, la que hacía veinte años quería conocer y que fue acaso la única que no conoció de las capitales hispanoamericanas. Al visitar una de las más famosas fábricas de tabaco, donde se le sirvió un banquete a él y a toda la comitiva, le fue obsequiado a cada uno de los invitados una caja de puros, con un brevete cada puro en que decía “Glorias de Rubén Darío”, y el poeta tuvo una humorada peculiar de sus genialidades: hizo que se agregara su tarjeta firmada con su autógrafo, en varias cajas de puros lacradas y selladas, para que fueran enviadas a ilustres personalidades de Europa con las que cultivaba amistad. Su deseo fue cumplido, y la fábrica de tabaco galantemente envió el obsequio valioso, pues fue escogido el mejor tabaco de las vegas veracruzanas para honrar el nombre de Rubén Darío. Cuando Emilio Valenzuela dio un cariñoso abrazo al poeta en nuestro nombre, contestó Darío: “Dígale a Rubén Campos que lo conozco y que lo quiero, y le envié con ustedes mi saludo”. Esta nota íntima de la estancia de Rubén Darío en Jalapa es para nosotros un bello recuerdo.
La escala de Rubén Darío en Jalapa fue un toque de alarma fatalmente necesario para evitar que el sentimiento popular, en un estado de agitación y de efervescencia incontenible, hiciera erupción en el momento más culminante de los fastos de nuestra historia política, pues en presencia de los representantes de todas las naciones habríase visto la solidaridad del sentimiento hispanoamericano, que para guardar íntegro su honor habría cumplido la orden secreta de velar el cañonero Morelos antes que dejar al presidente Zelaya en poder de la escuadra norteamericana, y ha guardado en secreto la respuesta del presidente de México en la entrevista Díaz-Taft, cuando le fuera propuesto un pacto para ejercer la hegemonía en América: “Yo no puedo ser traidor a mi raza; y si esta resolución me cuesta ser derrocado, dejaré el poder, pero con honor.”

La fiesta de la fundación de la Universidad

La fiesta de la fundación de la Universidad Nacional fue sin duda la más solemne de las fiestas del Centenario. Las principales universidades del mundo, desde las más antiguas hasta las modernas, enviaron sus representantes a la ciudad de México, y el día señalado para esa celebración viose un magnífico desfile de togas universitarias y de vistosas insignias desfilar del Paraninfo de la Universidad a la Escuela Nacional Preparatoria, en cuyo anfiteatro iba a efectuarse solemnemente la ceremonia de la inauguración. En el palco escénico del anfiteatro al hemiciclo de las graderías henchidas de una concurrencia en la que estaba representada toda la intelectualidad mexicana, profesores, letrados, juristas, doctores, escritores y multitud de estudiantes de las escuelas profesionales, hallábase en estrado en el que estaban alineados a derecha e izquierda los delegados de las universidades europeas y americanas, y al frente dejóse un espacio para el presidente de la República y sus secretarios de Estado, el Cuerpo Diplomático y las autoridades universitarias. A las once de la mañana se presentó el presidente con su brillante Estado Mayor y la ceremonia dio principio con el magnifico discurso del secretario de Instrucción Pública que fue una exposición del estado en que se hallan la intelectualidad mexicana y de las necesidades que se había creado esa intelectualidad. Siguieron a continuación los discursos de los representantes de las universidades entre los cuales llamaron la atención los delegados de las universidades de París, de Berlín Oxford, de Roma, de Salamanca; pero el orador más aplaudido fue M. Martinenche, delegado de la Sorbona, cuyo discurso fue conmovedor por las frases llenas de amor que simuló poner en la boca de la vieja Universidad de Francia para la naciente Universidad de México. Terminados los discursos se dio lectura a los primeros nombramientos de doctor honoris causa hechos por la nueva universidad en las personalidades intelectuales más prominentes del mundo; y después de esto, ante toda la concurrencia puesta de pie, el presidente de la República declaró inaugurada la Universidad Nacional de México.

Las fiestas del Centenario continuaron celebrándose espléndidamente. Cada día era una nueva fiesta preparada por las diversas dependencias oficiales y por instituciones que contribuyeron a dar mayor esplendor a las celebraciones. Exposiciones deportivas, excursiones, representaciones de gala, conciertos, exhibiciones escolares al aire libre, todo contribuyó a dar mayor suntuosidad a las fiestas, que culminaron en la noche del 15 con la recepción después del grito de Independencia dado en el balcón central del Palacio Nacional por el presidente de la República, y el 16 con las fiesta militar que presenció todo México merced al día espléndido en que lució el sol sin que lloviera. Las fiestas del centenario fueron un derroche de magnificencia, una demostración del bienestar de México, ostensible en la capital y en la esfera oficial en que se desarrollaron esos festejos que sería largo enumerar y de los que todos los representante de las naciones lleváronse un recuerdo halagador. Pero un malestar inexplicable extendíase por donde quiera que un observador hurgase más allá de la zona de festejos oficiales. Las clases desheredadas tenían que contentarse con ver de lejos el resplandor de las fiestas; los periódicos detallaban cada día pormenorizadamente todas las dilapidaciones que se hacían en banquetes, recepciones, paseos, bailes, de todo lo cual no le llegaba al pueblo más que las reseñas entusiastas de los diarios; pero nadie osaba decir nada de aquel alarde de poder y de riqueza que sin embargo presentaba un notable contraste con las multitudes haraposas de las ciudades y de los campos; de los magníficos sueldos que se pagaban a los privilegiados que servían los cargos oficiales, mientras las muchedumbres de trabajadores eran pagados con jornales irrisorios y la miseria pública era una dilatada exhibición que podía verse desde las vías férreas, al pasar el tren a pequeñas poblaciones formadas con casas de adobe en ruinas; pues de uno a otro confín de la República no se ve una población floreciente , bien construida, que haya surgido en época reciente dotada de buenas construcciones hecha para durar años y para embellecer un conglomerado de gentes que lleva el nombre ilustre de algún héroe de nuestra nacionalidad, sino que son restos de poblaciones coloniales que surgieron en torno de una vieja iglesia, hoy abandonada, y que como todas las construcciones abandonadas está derruyéndose día a día. La obra tenaz de conspiración había minado secretamente el magnífico edificio levantado sobre una cimentación deleznable que iba a derrumbarse al primer empuje del alzamiento popular, y en menos de dos meses iba a verse que toda aquella fastuosidad exhibida iba a caer por tierra como volcada por un terremoto.

Las letras y las artes, sin embargo, pasaron desapercibidas en tan brillante exposición del Centenario. Nadie se preocupó de que se presentaran libros nuevos, sin pinturas, ni estatuas recientes, y solamente la arquitectura pudo exhibir construcciones que era indispensables exhibir para la demostración de bienestar y abundancia que iba hacerse palpable con comidas y recepciones. Loa artistas conformábanse con oler los capitosos aromas de las ricas viandas cuando pasaban por una calle donde se celebraba un banquete, o con mendigar una invitación para poder ir en tranvía a la maravillosa fiesta nocturna de Chapultepec, en la que se gastó una fortuna en iluminaciones, refrescos lunchs, vestidos de compras y ornamentaciones florales.

Ante la gigantesca demostración de la fuerzas vivas de la República representadas por bienes materiales, los artistas, que en el fondo eran una mesnada orgullosa de rebeldes que por altivez no habían ido a engrosar las fiestas de los conspiradores, dejaban hacer, en muda protesta de que solamente los mediocres hubiesen medrado y gozaran de todas las prerrogativas inherentes a los cargos oficiales y las altas posiciones de los que gozan de validez y privanza. Pero cuando los primeros albores de la revolución se anunciaron, los escritores vieron claramente que una transformación social iba a efectuarse, aunque no en la forma radical que debió efectuarse si el líder principal de la revolución, al asumir responsabilidad, no hubiera sido tan generoso en dejar que se siguieran ocupado altos puestos o vieran a ocuparlos gentes que por muchos motivos podían tener ideas acordes con la renovación revolucionaria, y estorbaron por consiguiente la realización de planes transcendentales, de reformas sociales y agrarias, hasta que la Revolución Constitucionalista vino a castigar con mano de hierro los crímenes de lesa patria que todos sabemos fueron cometidos, por haber dejado en el poder elementos que debieron ser expulsados y nulificados desde el triunfo de la Revolución Maderista.

Otros intelectuales iban a surgir al triunfo de la revolución. Y de entre ellos surgirían artistas de la palabra, artistas del color, de la línea y del sonido, y el esfuerzo realizado por el grupo modernista que no quiso incorporarse de una manera encubierta al movimientos revolucionario, iba a ser desechado por los nuevos hombre de acción que iban a regir y orientar por otros derroteros los destinos de la patria.

Hay necesidad, por tanto, de deslindar el estudio de la cultura mexicana hasta el momento en que fue demolido el antiguo orden de cosas en nuestro país, y que surgió la nueva orientación dada por los hombres que se propusieron dirigir la mentalidad mexicana, al implantarse los nuevos ideales revolucionarios consistentes en que la cultura no fuera el privilegio de unos cuantos afortunados, sino que fuera derramada como el bienestar material entre todos los habitantes de nuestro país. La noche de la celebración del grito de Dolores pudo verse en la plaza mayor de la cuidad de México el presagio anunciador de la revolución, en la cantidad inaudita de policías secretos que invadía el recinto en torno al balcón principal del Palacio Nacional, donde según la costumbre tradicional el presidente victoreaba ala Independencia a las once de la noche. No se permitía la entrada en un vasto perímetro más que a los que llevasen tarjetas expedidas con escrupulosidad, por el temor de que se deslizarse entre los que iban a presenciar la ceremonia algún conspirador que atentara contra la vida del general Díaz; la muchedumbre de policías vigilaba constantemente los movimientos de los concurrentes quienes habían sido conminados de no portar armas y registrados los nombres previo permiso para tener la certidumbre de que no las portaban. El momento culminante de vitorear la Independencia, que siempre había sido clamoroso por la innumerable muchedumbre que henchía la inmensa plaza en otros años, fue el Centenario de la Independencia un grito débil, apenas contestado desde muy lejos por la multitud a la que no se había permitido penetrar en el recinto de los afortunados, quienes poblaban las graderías con sus paraguas abiertos para resguardarse de la fina y copiosa lluvia que caía sin cesar. La fiesta fue suntuoso dentro de los salones espléndidos para los invitados, que guardarán un recuerdo inolvidable de ella; pero la fiesta popular quedó deslucida por al lluvia y por el ambiente de tristeza que llenaba de presagios la imaginación.

Todos los mexicanos sabemos que el aplazamiento de la exposición revolucionaria era incontenible, y que cuando se quiso sofocar con la glorioso muerte de Aquiles Serdán en la ciudad de Puebla, este trágico acontecimiento vino a ser el prólogo de la epopeya revolucionaria, tres meses después de las fiestas del Centenario, que haría resurgir la libertad proclamada cien años antes por Hidalgo, y exigida cien años después por Madero.

Rubén M. Campos, El bar: la vida literaria de México en 1900,
UNAM, México colección y de regreso al siglo XIX, capítulos XXXVII y XXXVIII, 1996.

Rubén M. Campos
Nació en Guanajuato, Gto., en 1876; murió en la Ciudad de México en 1945. Académico, diplomático y escritor. Desde 1898 enseñó lengua española en las escuelas Nacional Preparatoria y Normal para Maestros. En 1910 fue nombrado profesor de historia del arte en la Escuela Nacional de Música. Amigo de los poetas y literatos de la época (Amado Nervo, José Juan Tablada y Luis G. Urbina, entre otros), publicó en La Revista Moderna su obra en verso y prosa. Fue cónsul en Milán dos años. A su regreso, se dedicó a estudiar las expresiones populares. Trabajó durante veinte años en el Museo Nacional como investigador y conferenciante. Es autor de Cuentos mexicanos (1897), La flauta de Pan (poemas, 1900), Claudio Ornoz (novela, 1906), Las alas nómadas (relatos de viaje, 1922) y Aztlán (monografía histórica). De su interés por las expresiones y tradiciones populares dan cuenta las obras El folklore literario de México, El folklore y la música mexicana y La producción literaria de los aztecas (1936). También escribió libretos para óperas: Zulema (en colaboración con Ernesto Elorduy), Tlahuicole (1925) y Quetzalcóatl (1928). En 1996 se publicó su libro de memorias El bar: la vida literaria en México en 1900.

Tomado de:

http://www.bicentenario.gob.mx/mexicorecuerdos/index.php?option=com_content&view=article&id=61&Itemid=41

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