domingo, 23 de enero de 2011

Enrique Krauze-La ciudad de los libros.

Como un símbolo de los inagotables recursos morales de México, la mejor biblioteca literaria del siglo veinte se abre al público en un edificio que fue el emblema de la violencia artera y sediciosa. Ya hace más de un siglo, la presencia en este recinto de José Vasconcelos tuvo la misma significación: aquí donde se tramó la "Decena Trágica", aquí donde se asesinó a la democracia, el Estado fundó la "Biblioteca de México" y designó como director al hombre que, luego de la tormenta revolucionaria, había desatado la que él mismo llamó "la primera inundación de libros de nuestra historia". Generaciones de jóvenes han cruzado a partir de entonces sus arcadas y sus patios para recorrer los estantes, para recogerse en la lectura o, simplemente, para escuchar el silencio. Y ahora, cuando las balas han vuelto a resonar en México, la vieja Ciudadela refrenda esa vocación y se vuelve una biblioteca de bibliotecas.

Junto a sus valiosísimos repositorios, un nuevo acervo vivirá entre estos muros. Es la biblioteca que por casi tres cuartos de siglo construyó José Luis Martínez. Recordemos al hombre. Desde sus años tempranos en Guadalajara, cuando junto con Alí Chumacero copiaba libros que no podían adquirir, hasta sus días postreros en que puntualmente acudía a las subastas de libros antiguos, su vida transcurrió ante, para, por, desde, hacia... los libros. De joven aprendió el arte tipográfico para poder, él mismo, hacerlos. Más tarde los procuró, los compró, los apreció y los leyó. Autor de una vasta obra de crítica e historia literaria, biógrafo e historiador, editor y animador de la cultura, su biblioteca fue una de sus obras magnas, quizá la mayor, porque, a diferencia de todas las que se llegaron a formar en el siglo veinte, la suya estaba verdaderamente construida, no como una curiosa o ávida agregación sino como una arquitectura editorial.

No es la suya una biblioteca de incunables -aunque contiene obras únicas o raras. Es una biblioteca de conjuntos que fue integrando, con infinita paciencia, para servir, en el espíritu de educación vasconceliano, al lector mexicano interesado en la literatura, la historia y la historia literaria. No por casualidad, una de sus primeras adquisiciones en Guadalajara fueron algunos de los "tomos verdes" que Vasconcelos publicó entre 1922 y 1924 en la Universidad y la Secretaría de Educación. Al referirse a esa multiplicación de los libros como panes, José Luis decía: "yo pienso en esa obra como la primavera cultural; Vasconcelos editaba los clásicos por miles y dejaba que los robaran, que se los llevaran [... confiaba en] que la gente quería los libros y los sabría aprovechar". En esta biblioteca todas las estaciones serán primavera, pero las autoridades serán menos generosas: cada libro llegará a tener un chip para prevenir -no le llamemos robo- el atesoramiento individual de los libros.

Cuidaba su biblioteca como un organismo vivo. Su paciente empeño era enriquecerla y mantenerla al día. En sus últimos años adquirió L'esprit de l'Encyclopédie, quince o dieciséis tomos que disfrutó como niño con un juguete nuevo. Pero sus pesquisas no eran sólo lúdicas: quiso librar a nuestra historia literaria de desequilibrios, distorsiones, omisiones e injusticias. ¿Quién si no él -como ha señalado Gabriel Zaid- podía advertir el olvido de la novela cristera? Para subsanarlo, la adquirió toda, la leyó y la incorporó a esa prolongación reflexiva de sus estantes que eran sus propios textos. Ése y otros cuidados eran característicos de José Luis.

Recibía a los investigadores como un diligente bibliotecario. Hace muchos años le pregunté si tenía la revista La Antorcha en su primera época. "La tengo toda, te espero a las 5". Acudí por primera vez a aquel templo, no hexagonal como la borgiana "Biblioteca de Babel", pero igualmente infinito y laberíntico: libros de piso a techo en la sala, el comedor, el mezanine, en las recámaras y antecámaras. Luego de mostrarme la silla original de Altamirano y el librero circular de Justo Sierra, me guió hasta un cuarto en la planta baja, me sentó en el escritorio de Torres Bodet y puso ante mí La Antorcha. ¿Cuántos escritores e investigadores vivieron esa misma escena? Nada era accidental: los objetos de los padres fundadores, las fotografías de sus escritores admirados -Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Octavio Paz- y el orden perfecto de los libros. Estaba preservando ese legado ancestral para beneficio del lector de entonces, pero sobre todo para el lector del porvenir. Su hazaña es paralela a la de José Fernando Ramírez y Joaquín García Icazbalceta en el siglo diecinueve: preservar la memoria de México en los libros.

La curiosidad intelectual, la inteligencia crítica, la pasión literaria, el amor a los libros en cada estación de la vida -el arrebatado amor de la juventud, el inspirado amor de la edad madura, el estoico amor de la vejez- no explican suficientemente su vocación. Para comprenderla hace falta otro atributo. Octavio Paz lo expresó en una carta a Tomás Segovia, en 1964: "José Luis Martínez es [...] la bondad misma". Esa bondad que, por serlo, no buscaba su recompensa en vida, la ha encontrado más allá de la vida: salvada del destierro, la desmembración o el olvido, alojada en un hogar que recuerda al suyo, acompañada muy pronto de otras bibliotecas fraternas con las que podrá convivir y dialogar, como la de su gran amigo Alí Chumacero, la biblioteca de José Luis Martínez se ha mudado a vivir en el espacio que soñó: una ciudad de los libros.

* Discurso leído en la apertura del Fondo José Luis Martínez en la Biblioteca de México José Vasconcelos.

http://elsiglodedurango.com.mx/noticia/299536.la-ciudad-de-los-libros.html

sábado, 22 de enero de 2011

Mario Vargas Llosa-comentarios acerca de "La sociedad del espectáculo".

"Las horas han perdido su reloj"

Vicente Huidobro

Este ensayo fue naciendo en los últimos años sin que yo me diera cuenta, a raíz de la incómoda sensación que solía asaltarme a veces visitando exposiciones, asistiendo a algunos espectáculos, viendo ciertas películas, obras de teatro o programas de televisión, o leyendo ciertos libros, revistas y periódicos, de que me estaban tomando el pelo y que no tenía cómo defenderme ante una arrolladora y sutil conspiración para hacerme sentir un inculto o un estúpido.

Este libro es mi alegato de defensa. Cuando comencé a escribirlo descubrí que llevaba tiempo tocando algunos de sus temas de manera fragmentaria en artículos y polémicas, y eso explica que cada capítulo tenga como colofón unos "antecedentes" que reproducen aquellos textos tal como fueron publicados (con la ocasional corrección de una errata o una falta de puntuación). Pero he utilizado también, en algunos capítulos, partes, a veces muy amplias, de ensayos y charlas, introduciendo en estos textos, allí sí, enmiendas importantes. Pese a todos esos collages creo que el libro es un ensayo orgánico que fui elaborando a lo largo de años aguijoneado por un tema inquietante y fascinante: cómo la cultura dentro de la que nos movemos se ha ido frivolizando y banalizando hasta convertirse en algunos casos en un pálido remedo de lo que nuestros padres y abuelos entendían por esa palabra. Me parece que tal transformación significa un deterioro que nos sume en una creciente confusión de la que podría resultar, a la corta o a la larga, un mundo sin valores estéticos, en el que las artes y las letras -las humanidades- habrían pasado a ser poco más que formas secundarias del entretenimiento, a la zaga del que proveen al gran público los grandes medios audiovisuales, y sin mayor influencia en la vida social. Ésta, resueltamente orientada por consideraciones pragmáticas, transcurriría entonces bajo la dirección absoluta de los especialistas y los técnicos, abocada esencialmente a la satisfacción de las necesidades materiales y animada por el espíritu de lucro, motor de la economía, valor supremo de la sociedad, medida exclusiva del fracaso y del éxito, y, por lo mismo, razón de ser de los destinos individuales.

Ésta no es una pesadilla orwelliana sino una realidad perfectamente posible a la que, insensiblemente, se han ido acercando las naciones más avanzadas y libres del planeta, las del Occidente democrático y liberal, a medida que los fundamentos de la cultura tradicional entraban en bancarrota, se iban desintegrando, y los iban sustituyendo unos embelecos que han ido alejando cada vez más del gran público las creaciones artísticas y literarias, las ideas filosóficas, los ideales cívicos, los valores y, en suma, toda aquella dimensión espiritual llamada antiguamente la cultura, que, aunque confinada principalmente en una elite, desbordaba en el pasado hacia el conjunto de la sociedad e influía en ella dándole un sentido a la vida y una razón de ser a la existencia que trascendía el mero bienestar material del ciudadano. Nunca hemos vivido como ahora en una época tan rica en conocimientos científicos y hallazgos tecnológicos ni mejor equipada para derrotar la enfermedad, la ignorancia y la pobreza y, sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados y extraviados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos aquí en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, alma, trascendencia, significan algo todavía, y, si la respuesta es positiva, qué es exactamente lo que hay en ellas y qué no. Antes, la razón de ser de la cultura era dar una respuesta a este género de preguntas, pero lo que hoy entendemos por cultura está exonerada por completo de semejante responsabilidad, ya que hemos ido haciendo de ella algo mucho más superficial y voluble, o una forma de diversión ligera para el gran público o un juego retórico, esotérico y oscurantista para grupúsculos vanidosos y de espaldas al conjunto de la sociedad.

La idea de progreso es engañosa. Quién, que no fuera un ciego o un fanático, podría negar que una época en la que los seres humanos pueden viajar a las estrellas, comunicarse al instante salvando todas las distancias gracias al Internet, clonar a los animales y a los humanos, fabricar armas capaces de volatilizar el planeta e ir destruyendo con nuestras prodigiosas invenciones industriales el aire que respiramos, el agua que bebemos y la tierra que nos alimenta, ha alcanzado un desarrollo sin precedentes en la historia de la humanidad. Al mismo tiempo, nunca ha estado menos segura la supervivencia de la especie por los riesgos de una confrontación atómica, la locura sanguinaria de los fanatismos religiosos y la erosión del medio ambiente, y acaso nunca haya habido, junto a las extraordinarias oportunidades y condiciones de vida de que gozan los privilegiados, el contraste de la pavorosa miseria y las atroces condiciones de vida que todavía padecen, en este mundo tan próspero, centenares de millones de seres humanos, y no sólo en el llamado Tercer Mundo, también en enclaves de horror y vergüenza en el seno mismo de las ciudades más opulentas del planeta.

En el pasado, la cultura tuvo siempre que ver con esos temas y fue a menudo el mejor llamado de atención ante semejantes problemas, una conciencia que impedía a las personas cultas dar la espalda a la realidad cruda y ruda de su tiempo. Ahora, más bien, lo que llamamos cultura es un mecanismo que permite ignorar los asuntos problemáticos, distraernos de lo que es serio, sumergirnos en un momentáneo "paraíso artificial", poco menos que el sucedáneo de una calada de marihuana o un jalón de coca, es decir, una pequeña vacación de irrealidad.

Todos estos son temas profundos y complejos que no caben en las pretensiones, mucho más limitadas, de este libro. Éste sólo quiere ser un testimonio personal, en el que aquellas cuestiones se refractan en la experiencia de alguien que, desde que descubrió, a través de los libros, la aventura espiritual, tuvo siempre por un modelo a aquellas personas cultas, que se movían con desenvoltura en el mundo de las ideas y que tenían más o menos claros unos valores estéticos que les permitían opinar con seguridad sobre lo que era bueno y malo, original o epígono, revolucionario o rutinario, en la literatura, las artes plásticas, la filosofía, la música. Muy consciente de las deficiencias de mi formación escolar y universitaria, durante toda mi vida he procurado suplir esos vacíos, estudiando, leyendo, visitando museos y galerías, yendo a bibliotecas, conferencias y conciertos. No había en ello sacrificio alguno. Más bien, el inmenso placer de ir, poco a poco, descubriendo que se ensanchaba mi horizonte intelectual, que entender a Nietzsche o a Popper, leer a Homero, descifrar el Ulises de Joyce, gustar la poesía de Góngora, de Baudelaire, de T. S. Eliot, explorar el universo de Goya, de Rembrandt, de Picasso, de Mozart, de Mahler, de Bartók, de Chéjov, de O'Neil, de Ibsen, de Brecht, enriquecía extraordinariamente mi fantasía, mis apetitos y mi sensibilidad.

Hasta que, de pronto, empecé a sentir que muchos artistas, pensadores y escritores contemporáneos me estaban tomando el pelo. Y que no era un hecho aislado, casual y transitivo, sino un verdadero proceso del que parecían cómplices, además de ciertos creadores, sus críticos, editores, galeristas, productores, y un público de papanatas inconscientes a los que aquellos manipulaban a su gusto, haciéndoles tragar gato por liebre, por razones crematísticas a veces y a veces por pura frivolidad.

Quiero dejar sentada mi protesta, por lo que pueda valer, que, lo sé, no será mucho. Hay demasiados intereses de por medio, helás. Probablemente, el fenómeno que este ensayo describe en unos cuantos apuntes no tenga remedio, porque forma ya parte de una manera de ser, de vivir, de fantasear y de creer de nuestra época, y que lo que este libro añora sea polvo y ceniza sin resurrección posible. Pero podría ser, también, ya que nada se está quieto en el mundo en que vivimos, que ese fenómeno, la civilización del espectáculo, perezca sin pena ni gloria, por obra de su propia inanidad y nadería, y que otro lo reemplace, acaso mejor, acaso peor, en la sociedad del porvenir. Confieso que tengo poca curiosidad por el futuro, en el que, tal como van las cosas, tiendo a descreer. En cambio, me interesa mucho el pasado, y muchísimo el presente, que sería incomprensible sin aquél. En este presente hay innumerables cosas mejores que las que vieron nuestros ancestros, desde luego: menos dictaduras, más democracias, una libertad que alcanza a más países y personas que nunca antes, una prosperidad y una educación que llegan a muchas más gentes que antaño y unas oportunidades para un gran número de seres humanos que jamás existieron antes, salvo para ínfimas minorías.

Pero, en un campo específico, aunque de fronteras volátiles, el de la cultura, creo que hemos retrocedido, sin advertirlo ni quererlo, por culpa fundamentalmente de los países más cultos, los de la vanguardia del desarrollo, los que marcan las pautas y las metas que poco a poco van contagiando a los que vienen detrás. Y asimismo creo que una de las consecuencias que podría tener la corrupción de la vida cultural por obra de la frivolidad, podría ser que aquellos gigantes, a la larga, revelaran tener unos pies de barro y perdieran su protagonismo y poder, por haber derrochado con tanta ligereza el arma secreta que hizo de ellos lo que han llegado a ser, esa delicada materia que da sentido, contenido y un orden a lo que llamamos civilización.

Juan Dolio, diciembre de 2010.

Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936, premio Nobel de Literatura 2010) ha publicado El sueño del celta (Alfaguara) y prepara La civilización del espectáculo. www.mvargasllosa.com

Tomado de:

http://www.elpais.com/articulo/portada/civilizacion/espectaculo/elpepuculbab/20110122elpbabpor_1/Tes

sábado, 15 de enero de 2011

Hans Christian Andersen-Los zapatos rojos.

Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que a pesar de todo tenía que andar siempre descalza, al menos en verano, por su extraña pobreza. Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados.

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña.

La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con los zapatos rojos, y sin medias.

Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un grande y viejo coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella, y dijo al sacerdote:

-Deme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño.

Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles, y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: "Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!"

Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse con aquellos zapatitos rojos.

Llegó el tiempo en que Karen tuvo edad para recibir el sacramento de la confirmación. Le hicieron un vestido nuevo y necesitaba un nuevo par de zapatos. El zapatero de lujo que había en la ciudad fue encargado de tomarle la medida de sus piececitos. El establecimiento estaba lleno de cajas de vidrio que contenían los más preciosos y relucientes zapatos, pero la anciana señora no tenía muy bien la vista, de modo que no halló nada de interés en ellos. Entre las demás mercaderías había también un par de zapatos rojos como los que usaba la Princesa. ¡Qué bonitos eran! El zapatero les dijo que habían sido hechos para la hija de un conde, pero que le resultaban ajustados.

-¡Cómo brillan! -comentó la señora-. Supongo que serán de charol.

-Sí que brillan y mucho -aprobó Karen, que estaba probándoselos. Le venían a la medida, y los compraron, pero la anciana no tenía la mejor idea de que eran rojos, o de lo contrario nunca habría permitido a Karen usarlos el día de su confirmación.

Todo el mundo le miraba los pies a la niña, y en el momento de entrar en la iglesia aún le parecía a ella que hasta los viejos cuadros que adornaban la sacristía, retratos de los párrocos muertos y desaparecidos, con largos ropajes negros, tenían los ojos fijos en los rojos zapatos de Karen. Ésta no pensaba en otra cosa cuando el sacerdote extendió las manos sobre ella, ni cuando le habló del santo bautismo, la alianza con Dios, y dijo que desde ahora Karen sería ya una cristiana enteramente responsable. Respondieron las solemnes notas del órgano, los niños cantaron con sus voces más dulces, y también cantó el viejo preceptor, pero Karen sólo pensaba en sus zapatos rojos.

Al llegar la tarde ya la señora había oído decir en todas partes que los zapatos eran rojos, lo cual le pareció inconveniente y poco decoroso para la ocasión. Resolvió que en adelante cada vez que Karen fuera a la iglesia llevaría zapatos negros, aunque fueran viejos. Pero el domingo siguiente, fecha en que debía recibir su primera comunión, la niña contempló sus zapatos rojos y luego los negros... Miró otra vez los rojos, y por último se los puso.

Era un hermoso día de sol. Karen y la anciana señora tenían que pasar a través de un campo de trigo, por ser un sendero bastante polvoriento. Junto a la puerta de la iglesia había un soldado viejo con una muleta; tenía una extraña y larga barba de singular entonación rojiza, y se inclinó casi hasta el suelo al preguntar a la dama si le permitía sacudir el polvo de sus zapatos. La niña extendió también su piececito.

-¡Vaya! ¡Qué hermosos zapatos de baile! -exclamó el soldado-. Procura que no se te suelten cuando dances. -Y al decir esto tocó las suelas de los zapatos con la mano.

La anciana dio al soldado una moneda de cobre y entró en la iglesia acompañada por Karen. Toda la gente, y también las imágenes, miraban los zapatos rojos de la niña. Cuando Karen se arrodilló ante el altar en el momento más solemne, sólo pensaba en sus zapatos rojos, que parecían estar flotando ante su vista. Olvidó unirse al himno de acción de gracias, olvidó el rezo del Padrenuestro.

Finalmente la concurrencia salió del templo y la anciana se dirigió a su coche. Karen levantó el pie para subir también al carruaje, y en ese momento el soldado, que estaba de pie tras ella, dijo:

-¡Lindos zapatos de baile!

Sin poder impedirlo, Karen dio unos saltos de danza, y una vez empezado el movimiento siguió bailando involuntariamente, llevada por sus pies. Era como si los zapatos tuvieran algún poder por sí solos. Siguió bailando alrededor de la iglesia, sin lograr contenerse. El cochero tuvo que correr tras ella, sujetarla y llevarla al coche, pero los pies continuaban danzando, tanto que golpearon horriblemente a la pobre señora. Por último, Karen se quitó los zapatos, lo cual permitió un poco de alivio a sus miembros.

Al llegar a la casa, la señora guardó los zapatos en un armario, pero no sin que Karen pudiera privarse de ir a contemplarlos.

Por aquellos días la anciana cayó enferma de gravedad. Era necesario atenderla y cuidarla mucho, y no había nadie más próxima que Karen para hacerlo. Pero en la ciudad se daba un gran baile, y la muchacha estaba también invitada. Miró a su protectora, y se dijo que después de todo la pobre no podría vivir. Miró luego sus zapatos rojos y resolvió que no habría ningún mal en asistir a la fiesta. Se calzó, pues, los zapatos, se fue al baile y empezó a danzar. Pero cuando quiso bailar hacia el fondo de la sala, los zapatos la llevaron hacia la puerta, y luego escaleras abajo, y por las calles, y más allá de los muros de la ciudad. Siguió bailando y alejándose cada vez más sin poder contenerse, hasta llegar al bosque. Al alzar la cabeza distinguió algo que se destacaba en la oscuridad, entre los árboles, y le pareció que era la luna; pero no; era un rostro, el del viejo soldado de la barba roja. El soldado meneó la cabeza en señal de aprobación y dijo:

-¡Qué lindos zapatos de baile!

Aquello infundió a la niña un miedo terrible; quiso quitarse los zapatos y tirarlos lejos, pero era imposible: los tenía como adheridos a los pies. Cuanto más danzaba más tenía que bailar, por campos y praderas, bajo la lluvia y bajo el sol, de día y de noche, pero por la noche aquello era terrible.

Entró bailando por las puertas del cementerio, pero los muertos no la acompañaron en su danza: tenían otra cosa mejor que hacer. Trató de sentarse sobre la tumba de un mendigo, sobre la cual crecía el amargo ajenjo, pero no había descanso posible para ella. Y cuando se acercó, bailando, al portal de la iglesia, vio a un ángel de pie junto a la puerta, con larga túnica blanca y alas que llegaban de los hombros al suelo. El rostro del ángel mostrábase grave y sombrío, y su mano sostenía una espada.

-Tendrás que bailar -le dijo-. Tendrás que bailar con tus zapatos rojos hasta que estés pálida y fría, y la piel se te arrugue, y te conviertas en un esqueleto. Bailarás de puerta en puerta, y allí donde encuentres niños orgullosos y vanidosos llamarás para que te vean y tiemblen. Sí, tendrás que bailar...

-¡Piedad! -gritó Karen, pero no alcanzó a oír la respuesta del ángel, porque los zapatos la habían llevado ya hacia los campos, por los caminos y senderos. Y sin cesar seguía bailando.

Cierta mañana pasó danzando ante una puerta que ella conocía muy bien. Del interior procedía un rumor de plegarias, y salió un cortejo portador de un ataúd cubierto de flores. Y Karen supo así que la anciana señora había muerto, y se sintió desamparada por todo el mundo, maldita hasta por los santos ángeles de Dios.

Siguió, siguió danzando. Tenía que bailar, aun en las noches más oscuras. Los zapatos la llevaban por sobre zarzas y rastrojos hasta dejarle los pies desgarrados, sangrantes. Más allá de los matorrales llegó a una casita solitaria, donde ella sabía que vivía el verdugo. Golpeó con los dedos en el cristal de la ventana y llamó:

-¡Ven! ¡Ven! ¡Yo no puedo entrar, estoy bailando!

-¿Acaso no sabes quién soy yo? -respondió el verdugo-. Yo soy el que le corta la cabeza a la gente mala. ¡Y mira! ¡Mi hacha está temblando!

-¡No me cortes la cabeza -rogó Karen-, pues entonces nunca podría arrepentirme de mis pecados!

Pero, por favor, ¡córtame los pies, con los zapatos rojos!

Le explicó todo lo ocurrido, y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando con los piececitos dentro, y se alejaron hasta perderse en las profundidades del bosque.

Luego el verdugo le hizo un par de pies de madera y dos muletas, y le enseñó un himno que solían entonar los criminales arrepentidos. Ella le besó la mano que había manejado el hacha, y se alejó por entre los matorrales.

"Ya he padecido bastante con estos zapatos -se dijo-. Ahora iré a la iglesia, par que todos puedan verme".

Y se dirigió tan rápidamente como pudo a la puerta del templo. Al llegar allí vio a los zapatos que bailaban ante ella, y aquello le dio tanto terror que se volvió a su casa.

Toda la semana estuvo muy triste, derramando lágrimas amargas, pero al llegar el domingo se dijo:

"Ahora sí que ya he sufrido bastante. Me parece que estoy a la par de muchos que entran en la iglesia con la cabeza alta".

Salió a la calle sin vacilar más, pero apenas había pasado de la puerta volvió a ver los zapatos rojos bailando ante ella. Se sintió más aterrorizada que nunca, y volvió la espalda, pero esta vez con verdadero arrepentimiento en el corazón.

Se dirigió entonces a la casa del párroco y suplicó que la tomaran a su servicio, prometiendo trabajar cuánto pudiera, sin reclamar otra cosa que un techo y el privilegio de vivir entre gente bondadosa. La esposa del sacristán tenía buenos sentimientos, se compadeció y habló por ella al párroco. Karen demostró ser muy industriosa e inteligente, y se hizo querer por todos, pero cuando oía a las niñas hablar de lujos y vestidos, y pretender ser lindas como reinas, meneaba la cabeza.

El domingo siguiente fueron todos al templo, y preguntaron a Karen si quería ir con ellas. Pero Karen miró sus muletas tristemente y con lágrimas en los ojos. Y se fueron sin ella a la iglesia, mientras la niña se quedó sentada sola en su pequeña habitación, donde no cabía más que una cama y una silla. Estaba leyendo en su libro de oraciones, con humildad de corazón, cuando oyó las notas del órgano que el viento traía desde la iglesia. Levantó su rostro cubierto de lágrimas y dijo: "¡Oh, Dios, ayúdame!"

En ese momento el sol brilló alrededor de ella, y el ángel de túnica blanca que ella viera aquella noche a la puerta del templo se presentó de pie ante sus ojos. Ya no tenía en la mano la espada, sino una hermosa rama verde cuajada de rosas. Con esa rama tocó el techo, y éste se levantó hasta gran altura, y en cualquier otra parte que tocaba la rama aparecía una estrella de oro. Al tocar el ángel las paredes, el ámbito de la habitación se ensanchó, y en su interior resonaron las notas del órgano, y Karen vio las imágenes en sus hornacinas. Toda la congregación estaba en sus bancos, cantando en voz alta, y la misma Karen se encontró a sí misma en uno de los asientos, al lado de otras personas de la parroquia. Cuando acabó el himno, todos volvieron la vista hacia ella y dijeron: "¡Qué alegría verte de nuevo entre nosotros después de tanto tiempo, pequeña Karen!"

-Todo ha sido por la misericordia de Dios -respondió ella. El órgano resonó de nuevo y las voces de los niños le hicieron eco dulcemente en el coro. La cálida luz del sol penetró a raudales por las ventanas y fue a iluminar plenamente el sitio donde estaba sentada Karen. Y el corazón de la niña se colmó tanto de sol, de luz y de alegría, que acabó por romperse. Su alma voló en la luz hacia el cielo, y ninguno de los presentes hizo siquiera una pregunta acerca de los zapatos rojos.

jueves, 13 de enero de 2011

Doménico Bartolucci-recuerdos.

Cardenal, pero no obispo. Monseñor Domenico Bartolucci, 93 años, de Mugello, de 1956 a 1997 maestro “perpetuo” del coro de la Capilla Sixtina – el coro polifónico que acompaña las celebraciones papales –, estaba en su estudio, en el piano, cuando hacia las 11.30 hs. del 19 de noviembre pasado le llegó inesperadamente una llamada telefónica desde el Vaticano. El cardenal Tarcisio Bertone deseaba encontrarse con él a las 13.30 en la Secretaría de Estado vaticana.


Poco después, el “maestro”, como todos lo llaman ya desde hace décadas, era informado de la voluntad del Papa de crearlo cardenal en el consistorio que se realizaría al día siguiente. Bartolucci confiesa todavía su estupor y una cierta turbación interior al oír la noticia de la púrpura.


Dice al Foglio: “Nunca habría pensado en el cardenalato. Lo considero un gran honor y creo que el Papa ha querido darlo, por mi intermedio, a la música sacra. Sin embargo, dada mi edad y mi particular servicio a la Iglesia, he preferido no ser ordenado obispo”.


La suya es una opción que fue hecha en el pasado también por otros ilustres hombres de Iglesia llevados al cardenalato después de haber superado los ochenta años de edad (y, por lo tanto, cuando ya no estaba para ellos la posibilidad de entrar al cónclave en caso de muerte del Papa): entre los muchos que han preferido no ser ordenados obispos, están Hans Urs Von Balthasar (designado cardenal, murió en el camino que lo llevaba a Roma para el consistorio), Henri-Marie de Lubac e Yves Marie-Joseph Congar.


Por lo tanto, un cardenalato a la música sacra. Así ha percibido Bartolucci la decisión papal. ¿Por qué? “Porque he dedicado toda mi vida a la música sacra y es evidente que es a ella a quien el Papa ha querido de algún modo rehabilitar el pasado 20 de noviembre. Una música sacra con frecuencia demasiado despreciada en la Iglesia, abandonada, socavada por innovaciones inoportunas y contrarias al auténtico espíritu de la liturgia, el espíritu que Benedicto XVI está tratando de recuperar a través de sus escritos y sus celebraciones. Se ha querido ir al encuentro del mundo sin darse cuenta de estar cediendo al mismo y a sus sirenas”.


La historia artística de Bartolucci comienza en Florencia, en su temprana juventud, cuando acompañaba a su maestro Francesco Bagnoli como organista en las celebraciones en la Catedral. Luego, sus primeras composiciones fueron mostradas a monseñor Raffaele Casimiri, ilustre estudioso palestriniano, que iba cada tanto a Florencia para llevar a cabo sus investigaciones. Maduró así la idea de trasladar al joven a Roma, donde las capillas musicales estaban en plena actividad. Bartolucci se convirtió casi de inmediato en vice-maestro en San Juan de Letrán; luego, en 1947, director de la Capilla Liberiana de Santa María la Mayor. Finalmente, en 1956, después de cuatro años transcurridos junto a Lorenzo Perosi, Pío XII lo nombra director perpetuo de la Capilla Sixtina. Como sus predecesores, también él es nombrado “ad vitam”. Cuenta todavía con pesar: “Llegado a los 80 años, me enviaron de golpe a reposo… Después de tanto trabajo, ni siquiera pude saludar al Santo Padre…”.


Hace ya décadas que Bartolucci habita en Roma. En via Monte della Farina, cerca de piazza Argentina, donde la Capilla Sixtina tiene su sede. Su departamento está lleno de recuerdos. Fotos, cuadros, libros, músicas, muchas cartas y un viejo gramófono Grundig que, dice, “lo tenía igual el Papa Juan y tiene todavía una acústica envidiable. Sin embargo, ya no lo escucho más; por la noche prefiero mirar los conciertos transmitidos vía satélite sobre todo desde el exterior. Cada tanto veo alguna Misa en latín. Hay un canal que transmite algunas bellísimas de Francia. Pero son muy buenos también los anglicanos en el Reino Unido. He quedado impresionado por la liturgia cantada en la Westminster Abbey. Creo que también a Benedicto XVI le ha gustado cuando la escuchó en el pasado mes de septiembre. Al final, fue a transmitir sus saludos”.


La casa de Bartolucci trasluce historia y muchas fotos amarillentas por los años llevan el pensamiento a su juventud: “Mi padre era un obrero de una fábrica de ladrillos en Borgo San Lorenzo, cerca de Florencia. Cantaba siempre en la iglesia, le gustaba. También cantaba los romances de Verdi y de Donizetti. He crecido rodeado por la música. Todo el pueblo cantaba. Recuerdo las canciones de los campesinos en casa y en el trabajo. ¡El teatro del pueblo tenía dos estaciones de ópera al año! Era otra vida”.


De las palabras del cardenal se entiende que advierte un fuerte contraste entre aquellos años y hoy. Y su desilusión se vuelve explícita y espontánea sobre todo respecto a la música, sin necesidad de acosarlo con ulteriores preguntas. Dice: “Recuerdo las funciones en la Sixtina en los tiempos del Papa Pacelli. Entonces la música era una parte integrante y esencial de la liturgia: era su alma. Se conoce cuánto amaba la música Pacelli y cómo descansaba a menudo tocando el violín. Eran bellos tiempos”. El pontificado de Pío XII estuvo acompañado casi enteramente por la Capilla Sixtina dirigida por Lorenzo Pesori. Bartolucci, de hecho, fue nombrado director perpetuo en 1956: “Antes de convertirme en director, estuve cuatro años junto a Perosi, como vice-maestro. Él habitaba en el palacio del Santo Oficio y allí con frecuencia lo iba a ver. Paseábamos juntos por el lungotevere hasta la iglesia del Sagrado Corazón del Sufragio donde visitamos el Santísimo. Luego lo acompañaba nuevamente a casa”.


La música sacra de la Iglesia Católica sufrió una gran revolución después del Concilio Vaticano II. Cuenta Bartolucci: “El Concilio lo habría querido convocar también Pío XII. Lo dijo el cardenal Achille Silvestrini en el décimo aniversario de la muerte del cardenal Domenico Tardini. Se dio cuenta, sin embargo, que los numerosos focos de rebelión presentes en la Iglesia habrían querido provocar un incendio precisamente en Roma. Fue así el Papa Juan XXIII quien, después del Sínodo Romano, convocó el Concilio. Bajo su pontificado la Capilla Sixtina pudo finalmente ser reconstituida. Yo mismo presenté un proyecto de reforma general y el Papa lo aprobó plenamente. Obtuvimos la sede, el archivo, un equipo de cantantes adultos fijos y remunerados y, sobre todo, la schola puerorum dedicada exclusivamente a la formación de nuestros niños. El Papa Juan apreciaba mucho a la Capilla. En Navidad cantábamos en su apartamento con los niños, frente al pesebre. Respecto a la liturgia, creo que él no habría cambiado nada, pero luego murió. La reforma propiamente dicha con todos los cambios se hizo bajo Pablo VI”.


Bajo el pontificado del Papa Montini y con la nueva dirección litúrgica se verificó, de hecho, la crisis de la música sacra. Bartolucci recuerda todavía una Pascua en la que volvió a su casa llorando. Dice: “Nos echaron diciendo que no debía cantar la Sixtina sino el pueblo. Fue una revolución copernicana. El abandono del latín, que el Concilio mismo no auspiciaba, fue de hecho promovido por muchos liturgistas y así todo el repertorio tradicional de canto gregoriano y polifonía y, en consecuencia, las schola cantorum fueron señaladas como la causa de todo mal. El lema era ir al pueblo, sin entender las graves consecuencias de esta banalización de los ritos y de la liturgia. Yo siempre me opuse a esto y sostuve siempre la necesidad del gran arte en la iglesia para beneficio precisamente del pueblo. Se pensaba que participar quería decir cantar o leer algo y así se desatendió la sabia pedagogía del pasado. Paradójicamente, también todo el repertorio de cantos de devoción que el pueblo sabía y cantaba desapareció. Años atrás, por ejemplo, cuando el pueblo asistía a una Misa de difuntos, sabía cantar con devoción el Dies Irae y recuerdo que todos se unían para cantar el Te Deum o las antífonas de la Virgen. Hoy a duras penas se encuentra alguno capaz de hacerlo. Muchos hoy en día, afortunadamente, si bien un poco tarde, comienzan a darse cuentan de lo que ha sucedido. Era necesario pensar en ese entonces, antes de proceder con tanta presunta sabiduría a favor de una moda. Pero entonces todos renovaban, todos pontificaban. Afortunadamente, el Santo Padre está dando indicaciones muy precisas respecto a la liturgia y esperamos que el tiempo ayude a las nuevas generaciones”.


La Capilla Sixtina después del Concilio, de todos modos, ha continuado teniendo una importante actividad ya que Bartolucci quiso promover su presentación en conciertos. “Con la Sixtina he dado la vuelta al mundo y, precisamente en los conciertos, he podido sentirme libre de programar las obras maestras que ya no era posible ejecutar dentro de la liturgia, en primer lugar las obras de Giovanni Pierluigi da Palestrina. Giuseppe Verdi lo define el “padre eterno” de la música de Occidente. Ya lo he dicho una vez en una entrevista: «Palestrina es el primer patriarca que ha entendido qué quiere decir hacer música; él ha intuido la necesidad de una escritura contrapuntística vinculada por el texto, ajena a la complejidad y los cánones de la escritura flamenca». No es casualidad que el Concilio de Trento fijara los cánones de la música litúrgica precisamente mirándolo a él. No hay autor que trate y respete el texto sagrado como Palestrina. Yo, en lo que he podido, he tratado de referirme a este mismo espíritu, a la solidez del canto gregoriano y de la polifonía palestriniana. Por esto he podido continuar escribiendo música en el surco de la tradición de la Escuela romana”.


Uno de los más importantes conciertos en los cuales Bartolucci pudo presentar las obras maestras del príncipe de la música, junto a algunas composiciones personales, fue ofrecido precisamente a Benedicto XVI en el histórico marco de la Capilla Sixtina en el 2006. La ejecución confiada al Coro polifónico de la Fundación Domenico Bartolucci, con la cual el maestro ha grabado también algunos cd, fue introducido por el motete Oremus pro pontifice que el maestro ahora cardenal escribió precisamente para el Pontífice reinante, inmediatamente después de su elección. Benedicto XVI es para él una esperanza. Dice: “Lo es para mí y para la música sacra. Por eso pienso en mi cardenalato como en un reconocimiento, sobre todo, para la música, y me agrada que muchos hayan leído mi nombramiento de este modo”.


Y precisamente las palabras pronunciadas por el Papa al final de aquella ejecución sugieren que la púrpura a Bartolucci le ha sido reconocida por sus méritos artísticos y por una seria recuperación de la tradición musical de la Santa Iglesia Romana: “Todas las piezas que hemos escuchado contribuyen a confirmar la convicción de que la polifonía sacra, en particular la de la así llamada «escuela romana», constituye una herencia que se debe conservar con esmero, mantener viva y dar a conocer, no sólo en beneficio de los estudiosos y cultores, sino también de la comunidad eclesial en su conjunto, para la cual representa un inestimable patrimonio espiritual, artístico y cultural. […]Usted, venerado maestro, siempre se ha esforzado por valorar el canto sacro, también como medio de evangelización. Mediante los innumerables conciertos dados en Italia y en el extranjero, con el lenguaje universal del arte, la Capilla musical pontificia dirigida por usted ha cooperado así a la misión misma de los Pontífices, que consiste en difundir por el mundo el mensaje cristiano”.

Tomado de:

http://infocatolica.com/blog/buhardilla.php/1101090428-el-cardenal-bartolucci-y-sus

Homilía del cardenal Domenico Bartolucci-Diciembre 2010.

El cardenal Domenico Bartolucci, de 93 años de edad, luego de haber ingresado al Colegio Cardenalicio el 20 de noviembre, celebró el pasado 8 de diciembre una solemne Misa en la forma extraordinaria del Rito Romano en la iglesia de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, parroquia personal de la diócesis de Roma para la celebración con el Misal de Juan XXIII. Presentamos su homilía en la que el anciano cardenal ha demostrado, con la fuerza de su testimonio, que finalmente ha “resistido”, como le pidió en su momento el cardenal Joseph Ratzinger: “¡Resista, Maestro, resista!”.

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Queridos hermanos y hermanas,


Me ha agradado mucho la invitación por parte del padre Kramer a presidir esta solemne celebración; por lo tanto, quiero en primer lugar agradecerle por el gentilísimo pensamiento. Confieso que al comienzo estuve un poco inseguro ya que, a mi edad, aún deseándolo, no es siempre fácil ir al encuentro de muchos pedidos, ni trabajar con el mismo empeño y la misma fuerza que cuando era más joven. Por otra parte, confiando en el Señor y en Su Santísima Madre, que hoy veneramos particularmente como Virgen Inmaculada, quise aceptar para poder ofrecer también yo mi contribución como músico, sobre todo en este momento en que el Santo Padre me ha agregado al Colegio Cardenalicio.


La noticia de mi nombramiento ha representado para mí una profunda turbación interior y las palabras pronunciadas por el Santo Padre durante la homilía en la Solemnidad de Cristo Rey me han invitado a renovar y profundizar todavía más mi fe en el Señor, ahora más que nunca que he sido llamado, como cardenal, a un vínculo estrecho con el sucesor del apóstol Pedro. Por eso, como en toda mi vida, quiero una vez más referirme a María y encontrar en ella la fuente de inspiración para mí mismo, donde reforzar mi fe y ponerla al servicio de la Iglesia y del pueblo cristiano.


En mi sacerdocio, no he sido un predicador, ni un teólogo, ni un pastor de una diócesis, y no he pronunciado nunca grandes discursos. Sin embargo, he tratado de fructificar los dones que el Señor me ha dado y lo he hecho a través de la música sacra, un noble arte capaz de penetrar eficazmente en el alma de los fieles, invitándolos a la conversión, a la alegría, a la oración.


En particular en la cultura occidental, la música y el arte, más que cualquier otra cosa, debe agradecer a la Iglesia. En ella, de hecho, ha nacido, ha crecido y se ha desarrollado. Como pude decir ya con ocasión del concierto ofrecido al Santo Padre en la Capilla Sixtina, los coros han representado la cuna del arte musical. La Iglesia misma de los primeros siglos, en cuanto tuvo la posibilidad de dar gloria al Señor públicamente, se empeñó en la creación de las “scholae cantorum” que gradualmente a lo largo de los siglos nos han dejado en herencia el patrimonio del canto sagrado, el canto gregoriano y la polifonía, auténticos instrumentos de predicación, que con frecuencia, precisamente por su intensidad, logran hacer percibir el mensaje contenido en la palabra de Dios.


Este patrimonio que hoy debemos necesariamente recuperar y que por desgracia ha sido descuidado, no ha querido nunca constituirse como “ornamento” de la celebración litúrgica. El cantor, como nos han enseñado nuestros maestros del pasado, es sencillamente un ministro que expresa y hace vivo de la mejor manera el texto sagrado y la palabra de Dios. Con demasiada frecuencia nosotros, músicos de Iglesia, hemos sido acusados de querer impedir la participación de los fieles en los sagrados ritos y yo mismo, como director de la Capilla Sixtina, he debido afrontar momentos difíciles en los cuales la santa Liturgia sufría banalizaciones y áridas experimentaciones.


Hoy más que nunca debemos asumir la responsabilidad de analizar críticamente lo que ha sido hecho y debemos tener el coraje de recordar la importancia de nuestras tradiciones de belleza que exaltan y dan gloria a Dios y son también eficaces medios de conversión. Recuerdo, con ocasión de los conciertos de la Capilla Sixtina, el entusiasmo de la gente, incluso en países como Turquía y Japón donde se registraron conversiones al catolicismo. “¡Quien no ama la belleza, no ama a Dios!”, dijo el Santo Padre en una de sus homilías. Por lo tanto, debemos saber reapropiarnos de nosotros mismos y de todo lo que la tradición eclesial nos ha donado.


Como escribió Benedicto XVI en vísperas de la asamblea general de los obispos italianos, reunida en Asís el pasado mes de noviembre: “"Todo verdadero reformador es un obediente de la fe: no se mueve de manera arbitraria, ni se arroga ningún juicio personal sobre el rito; no es el amo, sino el custodio del tesoro instituido por el Señor y confiado a nosotros”.


Queriendo seguir con esta descripción, podemos mirar precisamente la figura de María: fue ella la primera custodio del Verbo encarnado, la sierva del Señor que supo actuar siempre según su voluntad.


Como María, también nosotros estamos llamados a ser obedientes en la fe, sin movernos de modo arbitrario, sino sabiendo recibir cuanto nos ha sido confiado. Esta es nuestra fuerza, esta es la fuerza siempre nueva del cristiano que, como san Pablo, transmite aquello que ha recibido de la fuente de gracia que tanto para él como para nosotros es el encuentro con el Señor.


También por esto, encontrarme aquí, en la iglesia de la Trinidad de los Peregrinos, donde está vivo el compromiso a favor de la difusión de la liturgia tradicional, es para mí motivo de alegría y de esperanza que me hace tocar con la mano algunos frutos que han seguido a la publicación del Motu proprio Summorum Pontificum.


En un momento difícil estamos todos llamados en nuestro servicio a unirnos al sucesor de Pedro: como Pedro, también nosotros debemos convertirnos al Señor crucificado y resucitado, no desanimándonos nunca frente a la realidad de la cruz y con la certeza de compartir un día su misma resurrección.


Antes que nuestro, este ha sido el camino de María, un camino que la Iglesia ha buscado proponer como modelo y que precisamente los fieles han querido exaltar y expresar en la riquísima devoción popular. También yo, entre las músicas compuestas desde que era joven seminarista, he dedicado una gran parte justamente a María. La fiesta de la Inmaculada me hace pensar en tanta música escrita en honor de la Virgen: misas, himnos, motetes, magnificat, stabat mater, pero me hace pensar sobre todo en las numerosas antífonas marianas que el pueblo supo hacer propias y que cantaba en honor de la Madre celestial encontrando en ella el ícono de la fe.


María, entonces como ahora, sigue siendo la imagen más bella y perfecta de la fe, ya que en su vida ha sabido siempre reconocer y seguir a Jesús: ella fue capaz en la fe de decir sí al anuncio del ángel que le participaba el designio de Dios; ella fue discípula fiel de su Hijo viviendo junto a Él “conservando y meditando todo en su corazón”; ella, precisamente por esto, pudo convertirse en instrumento de gracia de su Hijo como cuando ordenó, en Caná de Galilea, “haced lo que Él os diga”. Aún sin ver nunca todo, María reza, se abandona, confía en Dios: “Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum”.


Al mismo camino fueron invitados los discípulos, san Pedro, la Iglesia naciente de entonces y la de hoy: desde nuestra inadecuación todos somos llamados a reconocer, creer, rezar y confiar nuestra vida a Dios para estar unidos a Él, para estar con Él primero sobre la cruz, en el momento de la espada que atraviesa nuestra alma, luego en la alegría de la resurrección.


Con estos sentimientos nos unimos desde ahora al Santo Padre en el acto de homenaje que hará esta tarde a la estatua de la Inmaculada en Piazza Spagna. Pedimos a María, y a través de ella al Señor, para que nuestra fe no venga a menos sino que pueda ser testimoniada eficazmente y contribuir a la edificación de la Iglesia. Vivamos como María en una perenne acción de gracias, cantando con ella: Magnificat anima mea Dominum et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo. Amén.


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Tomado de:

http://infocatolica.com/blog/buhardilla.php/1012220339-el-cardenal-bartolucci-el-mae